Coexisten dos imágenes del poder de Occidente en relación con otras civilizaciones. La primera es la de una dominación occidental abrumadora, triunfante, casi total. La desintegración de la Unión Soviética eliminó al único contrincante serio para Occidente, y, como resultado de ello, el mundo está moldeado, y lo seguirá estando, por los objetivos, prioridades e intereses de las principales naciones occidentales, con quizá una ayuda ocasional de Japón. En su calidad de única superpotencia restante, los Estados Unidos, junto con Gran Bretaña y Francia, toman las decisiones cruciales en materia de política y seguridad; los Estados Unidos, junto con Alemania y Japón, toman la decisiones cruciales en materia económica. Occidente es la única civilización que tiene intereses importantes en todas las demás civilizaciones o regiones, así como capacidad para afectar a la política, economía y seguridad de todas ellas. Las sociedades de otras civilizaciones suelen necesitar ayuda occidental para alcanzar sus objetivos y proteger sus intereses. Las naciones occidentales, como resumía un autor:
• Poseen y dirigen el sistema bancario internacional.
• Controlan todas las divisas fuertes.
• Son el principal cliente del mundo.
• Proporcionan la mayoría de los productos acabados del mundo.
• Dominan los mercados internacionales de capital.
• Ejercen un notable liderazgo moral dentro de muchas sociedades.
• Tienen capacidad para llevar a cabo una intervención militar en gran escala.
• Controlan las rutas marítimas.
• Dirigen la experimentación e investigación técnica más avanzada.
• Controlan la educación técnica puntera.
• Dominan el acceso al espacio.
• Dominan la industria aeroespacial.
• Dominan las comunicaciones internacionales.
• Dominan la industria armamentística de alta tecnología.1
La segunda imagen de Occidente es muy diferente. Es la de una civilización en decadencia, cuya porción de poder político, económico y militar en el mundo va decayendo con respecto al de otras civilizaciones. La victoria de Occidente en la guerra fría no ha engendrado triunfo, sino agotamiento. Occidente cada vez se ocupa más de sus problemas y necesidades internos, ya que se enfrenta a un crecimiento económico lento, paro, déficit públicos enormes, ética laboral en decadencia, índices de ahorro bajos y, en muchos países entre los que se encuentran los Estados Unidos, disgregación social, drogas y crimen. El poder económico se está desplazando rápidamente al este de Asia, y el poderío militar y la influencia política están comenzando a seguir sus pasos. La India está a punto de iniciar un despegue económico y el mundo islámico es cada vez más hostil respecto a Occidente. La disposición de otras sociedades a aceptar los dictados de Occidente o a aguantar sus sermones se está desvaneciendo rápidamente, y lo mismo sucede con la confianza de Occidente en sí mismo y con su voluntad de dominio. El final de los años ochenta fue testigo de un importante debate acerca de la tesis de la decadencia respecto de los Estados Unidos, y a mediados de los noventa Aaron Fridberg concluía:
[E]n muchos aspectos importantes, su poder relativo [el de los Estados Unidos] decaerá a un ritmo acelerado. Desde el punto de vista de su potencial económico bruto, es probable que la posición de los Estados Unidos con relación a Japón y, a la larga a China, se deteriore aún más. En el ámbito militar, el equilibrio de potencial efectivo entre los Estados Unidos y varias potencias regionales en alza (entre las que se encuentran, quizá, Irán, la India y China) se desplazará del centro hacia la periferia. Parte del poder estructural de los EE.UU. pasará a otras naciones; parte (y algo de su poder flexible también) acabará en manos de agentes no estatales, como empresas multinacionales.2
¿Cuál de estas dos imágenes contradictorias del puesto de Occidente en el mundo se ajusta a la realidad? Por supuesto, la respuesta es: ambas. Occidente domina actualmente de forma abrumadora, y seguirá siendo el número uno desde el punto de vista del poder y la influencia hasta bien entrado el siglo xxi. Sin embargo, también se están produciendo cambios graduales, inexorables y fundamentales en los equilibrios de poder entre civilizaciones, y el poder de Occidente con respecto al de otras civilizaciones continuará decayendo. A medida que la primacía de Occidente se deteriore, gran parte de su poder simplemente se esfumará, y el resto se distribuirá siguiendo un criterio regional entre las diversas civilizaciones importantes y sus Estados núcleo. Los incrementos más significativos de poder corresponden y seguirán correspondiendo a civilizaciones asiáticas, entre las que China va apareciendo poco a poco como la sociedad con mayores posibilidades de competir con Occidente por la influencia a escala mundial. Estos cambios de poder entre civilizaciones conllevan, y seguirán haciéndolo, el renacimiento y una mayor afirmación cultural de las sociedades no occidentales y su creciente rechazo de la cultura occidental.
La decadencia de Occidente tiene tres características básicas.
En primer lugar, es un proceso lento. La progresión del poder occidental duró cuatrocientos años. Su regresión podría durar otro tanto. En la pasada década de los ochenta, el distinguido estudioso británico Hedley Bull afirmó que «la dominación europea u occidental de la sociedad internacional universal se podría decir que alcanzó su apogeo hacia el año 1900».3 El primer volumen de Spengler apareció en 1918, y la «decadencia de Occidente» ha sido un tema capital en la historia del siglo xx. El proceso como tal se ha prolongado durante la mayor parte del siglo. Sin embargo, cabe pensar que podría acelerarse. El crecimiento económico y otros incrementos en los potenciales de un país a menudo describen una curva en S: un inicio lento, luego una rápida aceleración seguida por tasas reducidas de expansión y estabilización. La decadencia de los países también puede producirse siguiendo una curva en S invertida, como fue el caso de la Unión Soviética: moderada al principio y en aceleración rápida después, antes de tocar fondo. La decadencia de Occidente está todavía en la primera fase, lenta, pero en algún momento podría aumentar su velocidad de forma espectacular.
En segundo lugar, la decadencia no avanza describiendo una línea recta. Es muy irregular, con pausas, retrocesos y reafirmaciones del poder occidental a renglón seguido de manifestaciones de su debilidad. Las sociedades democráticas abiertas de Occidente tienen grandes potenciales de renovación. Además, a diferencia de muchas civilizaciones, Occidente ha tenido dos centros principales de poder. La decadencia cuyo comienzo veía Bull hacia 1900 era esencialmente la decadencia del componente europeo de la civilización occidental. De 1910 a 1945, Europa estuvo dividida y preocupada por sus problemas internos económicos, sociales y políticos. En los años cuarenta, sin embargo, comenzó la fase norteamericana de la dominación occidental, y en 1945, fugazmente, los Estados Unidos casi dominaron el mundo en una proporción parecida a la de las potencias aliadas en 1918 combinadas. La descolonización que siguió a la guerra redujo aún más la influencia europea, pero no la de los Estados Unidos, que sustituyeron el tradicional imperio territorial por un nuevo imperialismo fuera de sus fronteras nacionales. Durante la guerra fría, sin embargo, el poderío militar estadounidense fue igualado por el de los soviéticos, y el poder económico norteamericano declinó con respecto al de Japón. Sin embargo, se realizaron esfuerzos periódicos de renovación militar y económica. En 1991, en efecto, otro distinguido estudioso británico, Barry Buzan, afirmaba: «La realidad de fondo es que el centro es ahora más dominante, y la periferia está más subordinada, que en cualquier otro momento desde que comenzó la descolonización».4 La exactitud de esta observación, sin embargo, se desvanece a medida que la victoria militar que le dio origen se desvanece y pasa a ser historia.
En tercer lugar, el poder es la capacidad de una persona o un grupo de cambiar la conducta de otra persona o grupo. La conducta se puede cambiar mediante incentivos, coacciones o exhortaciones, lo cual exige que quien ejerza el poder tenga recursos económicos, militares, institucionales, demográficos, políticos, tecnológicos, sociales o de otro tipo. Por tanto, el poder de un Estado o grupo se calcula normalmente evaluando los recursos de que dispone, frente a los de los demás Estados o grupos sobre los que intenta influir. La porción controlada por Occidente de la mayoría de los recursos importantes de poder (aunque no de todos) alcanzó su punto culminante a principios del siglo xx; después comenzó a declinar con respecto a la de otras civilizaciones.
Territorio y población. En 1490, las sociedades occidentales controlaban la mayor parte de la península europea, salvo los Balcanes, o sea, aproximadamente 3,8 millones de kilómetros cuadrados de los 135 millones que constituyen la superficie total del mundo (sin contar la Antártida). En el punto culminante de su expansión territorial en 1920, Occidente gobernaba directamente unos 66 millones de kilómetros cuadrados, o sea, cerca de la mitad de la tierra firme del planeta. Para 1993 este control territorial se había visto recortado en casi un 50 %, hasta unos 32,8 millones de kilómetros cuadrados. Occidente volvía a su núcleo europeo original, al que se sumaban extensos países poblados por colonos en Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda. El territorio de las sociedades islámicas independientes, por el contrario, aumentó de 4,6 millones de kilómetros cuadrados en 1920 a más de 28 millones en 1993. En el control de la población tuvieron lugar cambios parecidos. En 1900, los occidentales constituían aproximadamente el 30 % de la población mundial, y sin embargo los gobiernos occidentales gobernaban casi el 45 % de dicha población entonces y el 48 % en 1920. En 1993, salvo por unas pocas reliquias imperiales menores como Hong Kong, los gobiernos occidentales sólo gobernaban a occidentales. En esa fecha, la población de Occidente constituía algo más del 13 % de la humanidad y se prevé que descienda hasta el 11 % a principios del próximo siglo y al 10 % para el 2025.5 Desde el punto de vista de la población total, Occidente ocupa en 1993 el cuarto lugar detrás de las civilizaciones sínica, islámica e hindú.
Cuantitativamente, pues, los occidentales constituyen una minoría en disminución constante dentro de la población mundial. Cualitativamente, el equilibrio entre Occidente y otras poblaciones está cambiando también.
Tabla 4.1. Territorio bajo control político de las civilizaciones, 1900-1933.
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Estimaciones de territorio total de las civilizaciones en miles de kilómetros cuadrados
Año Occidental Africana Sínica Hindú Islámica Japonesa Latino- Ortodoxa Otras
Americana
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1900 52.511 424 11.181 140 9.303 417 19.997 22.618 19.342
1920 65.907 1.036 10.134 140 4.690 559 20.973 26.568 5.848
1971 33.167 12.007 10.194 3.408 23.783 367 20.287 26.796 5.962
1993 32.921 14.716 10.160 3.312 28.629 375 20.251 18.567 7.039
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Estimaciones del territorio mundial en porcentajes*
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1900 38,7 0,3 8,2 0,1 6,8 0,3 14,7 16,6 14,3
1920 48,5 0,8 7,5 0,1 3,5 0,5 15,4 19,5 4,3
1971 24,4 8,8 7,5 2,5 17,5 0,3 14,9 19,7 4,4
1993 24,2 10,8 7,5 2,4 21,1 0,3 14,9 13,7 5,2
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Nota: Las proporciones relativas del territorio mundial se basan en las fronteras estatales vigentes en el año indicado.
* La estimación del territorio mundial de 134,6 millones de kilómetros cuadrados no incluye la Antártida.
Fuentes: Statesman's Year-Book, Nueva York, St. Martin's Press, 1901-1927; World Book Atlas, Chicago, Field Enterprises Educational Corp., 1970; Britannica Book of the Year, Chicago, Encyclopaedia Britannica, Inc., 1992-1994).
Tabla 4.2. Poblaciones de los países pertenecientes a las principales
civilizaciones del mundo, 1993 (en miles).
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Sínica 1.340.900 Latinoamericana 507.500
Islámica 927.600 Africana 392.100
Hindú 915.800 Ortodoxa 261.300
Occidental 805.400 Japonesa 124.700
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Fuentes: Calculadas a partir de los datos publicados en la Encyclopedia Britannica, 1994 Book of the year, Chicago, Encyclopedia Britannica, 1994, págs. 764-769.
tabla 4.3. Porcentajes de la población mundial bajo control
político de las civilizaciones, 1900-2025.
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Año Occidental Africana Sínica Hindú Islámica Japonesa Latino- Ortodoxa Otras
[Total* americana
mundo]
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1900 [1,6] 44,3 0,4 19,3 0,3 4,2 3,5 3,2 8,5 16,3
1920 [1,9] 48,1 0,7 17,3 0,3 2,4 4,1 4,6 13,9 8,6
1971 [3,7] 14,4 5,6 22,8 15,2 13,0 2,8 8,4 10,0 5,5
1990 [5,3] 14,7 8,2 24,3 16,3 13,4 2,3 9,2 6,5 5,1
1995 [5,8] 13,1 9,5 24,0 16,4 15,9† 2,2 9,3 6,1‡ 3,5
2010 [7,2] 11,5 11,7 22,3 17,1 17,9† 1,8 10,3 5,4‡ 2,0
2025 [8,5] 10,1 10,4 21,0 16,9 19,2† 1,5 9,2 4,9‡ 2,8
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Notas: Las estimaciones relativas de la población mundial se basan en las fronteras estatales vigentes en el año indicado. Las estimaciones de población de 1995 al 2025 suponen las fronteras de 1994.
* Población mundial estimada en miles de millones.
† Las estimaciones no incluyen a los miembros de la Confederación de Estados Independientes ni a Bosnia.
‡Las estimaciones incluyen la Confederación de Estados Independientes, Georgia y la antigua Yugoslavia.
Fuentes: Naciones Unidas, Sección de Población, Departamento de Información Económica y Social y de Análisis Político, World Population Prospects, The 1992 Revision, Nueva York, Naciones Unidas, 1993; Statesman's Year-Book, Nueva York, St. Martins Press, 1901-1927; World Almanac and Book of Facts, Nueva York, Press Pub. Co., 1970-1993.
Los pueblos no occidentales van haciéndose más sanos, más urbanos, más alfabetizados, mejor educados. A principios de los años noventa, las tasas de mortalidad infantil en Latinoamérica, África, Oriente Medio, este y sur de Asia y el sudeste asiático eran entre un tercio y la mitad de lo que habían sido treinta años antes. La expectativa de vida en estas regiones había aumentado de forma significativa con incrementos que iban de once años en África a veintitrés en el este de Asia. A principios de los años sesenta, en la mayor parte del Tercer Mundo, menos de la tercera parte de la población adulta estaba alfabetizada. A principios de los noventa, la población alfabetizada en muy pocos países, aparte de África, era inferior a la mitad. El 50% de los indios y casi el 75 % de los chinos sabían leer y escribir. En 1970, las tasas de alfabetización en los países en vías de desarrollo eran por término medio el 41 % de las de los países desarrollados; en 1992, el 71 %. A principios de los años noventa, en todas las regiones, excepto África, el grupo de edad correspondiente estaba matriculado, prácticamente en su totalidad, en educación primaria. Y algo muy significativo: a principios de los años sesenta, en Asia, Latinoamérica, Oriente Medio y África, menos de un tercio del grupo de edad correspondiente estaba matriculado en educación secundaria; a principios de los noventa, estaba matriculada la mitad del grupo de edad, salvo en África. En 1960, los residentes en ciudades constituían menos de una cuarta parte de la población del mundo menos desarrollado. Entre 1960 y 1992, sin embargo, el porcentaje de población urbana creció del 49 al 75 % en Latinoamérica, del 34 al 55 % en los países árabes, de 14 al 29 % en África, del 18 al 27 % en China y del 19 al 26 % en la India.6
Estos cambios en alfabetización, educación y urbanización crearon poblaciones socialmente movilizadas con mayores capacidades y expectativas más elevadas, susceptibles de nuevas formas de movilización con fines políticos, inaplicables a los campesinos analfabetos. Una sociedad movilizada socialmente es una sociedad más poderosa. En 1953, cuando menos del 15 % de los iraníes estaban alfabetizados y menos del 17 % vivían en ciudades, Kermit Roosevel y unos pocos agentes de la CIA sofocaron bastante fácilmente una revuelta y devolvieron al sah su trono. Una distancia importante separa todavía a los chinos, indios, árabes y africanos de los occidentales, japoneses y rusos. Sin embargo, esa distancia se va reduciendo rápidamente. Al mismo tiempo se va abriendo una distancia diferente. La edad media de los occidentales, japoneses y rusos está aumentando de forma constante, y la creciente proporción de la población que ya no trabaja impone una carga cada vez mayor a quienes todavía están empleados de forma productiva. Las demás civilizaciones arrastran el lastre del gran número de hijos, pero los niños son futuros trabajadores y soldados.
Producción económica. La participación occidental en la producción económica mundial también pudo alcanzar su punto culminante en los años veinte y ha ido decayendo claramente desde la segunda guerra mundial. En 1750, China representaba casi un tercio, la India casi un cuarto y Occidente menos de un quinto de la producción manufacturada mundial. Ya en 1830, Occidente se había puesto ligeramente por delante de China. En las siguiente décadas, como señala Paul Bairoch, la industrialización de Occidente condujo a la desindustrialización del resto del mundo. En 1913, la producción manufacturera de países no occidentales apenas era dos tercios de lo que había sido en 1800. A partir de mediados del siglo xix la proporción occidental creció de forma espectacular, alcanzando su punto culminante en 1928, con el 84,2 % de la producción manufacturada mundial. A partir de ese momento, la proporción de Occidente fue declinando, debido a que su tasa de crecimiento se mantuvo modesta y al rápido incremento del volumen de producción de países menos industrializados tras la segunda guerra mundial. En 1980, Occidente representaba el 57,8 % de la producción manufacturada mundial, aproximadamente la proporción que tenía 120 años antes, en los años sesenta del siglo xix.7
Tabla 4.4. Proporción relativa del volumen de producción
manufacturada mundial por civilización o país, 1750-1980
(en porcentajes; el mundo = 100%).
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País 1750 1800 1830 1860 1880 1900 1913 1928 1938 1953 1963 1973 1980
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Occidente 18,2 23,3 31,1 53,7 68,8 77,4 81,6 84,2 78,6 74,6 65,4 61,2 57,8
China 32,8 33,3 29,8 19,7 12,5 6,2 3,6 3,4 3,1 2,3 3,5 3,9 5,0
Japón 3,8 3,5 2,8 2,6 2,4 2,4 2,7 3,3 5,2 2,9 5,1 8,8 9,1
India/
Paquistán 24,5 19,7 17,6 8,6 2,8 1,7 1,4 1,9 2,4 1,7 1,8 2,1 2,3
Rusia
/URSS* 5,0 5,6 5,6 7,0 7,6 8,8 8,2 5,3 9,0 16,0 20,9 20,1 21,1
Brasil
y México - - - 0,8 0,6 0,7 0,8 0,8 0,8 0,9 1,2 1,6 2,2
Otros 15,7 14,6 13,1 7,6 5,3 2,8 1,7 1,1 0,9 1,6 2,1 2,3 2,5
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* Incluye a los países del Pacto de Varsovia durante los años de la guerra fría.
Fuente: Paul Bairoch, «International Industrialization Levels from 1750 to 1980»,Journal of European Economic History 11 (otoño de 1982), 269-334.
No se dispone de datos fiables sobre el producto económico bruto del período anterior a la segunda guerra mundial. Sin embargo, en 1950 Occidente representaba aproximadamente el 64 % del producto bruto mundial; en los años ochenta esta proporción había descendido al 49 % (véase la tabla 4.5). En el año 2013, según una estimación, Occidente sólo representará el 30 % del producto mundial. En 1991, según otra estimación, cuatro de las siete mayores economías del mundo pertenecían a naciones no occidentales: Japón (en segundo lugar), China (tercero), Rusia (sexto) e India (séptimo). En 1992, los Estados Unidos contaban con la mayor economía del mundo y las diez economías punteras incluían las de cinco países occidentales más los principales Estados de otras cinco civilizaciones: China, Japón, India, Rusia y Brasil. En el 2020, proyecciones creíbles indican que China tendrá la mayor economía del mundo, las cinco economías punteras se encontrarán en cinco civilizaciones diferentes, y las diez economías punteras sólo incluirán a tres sociedades occidentales. Este declive relativo de Occidente se debe obviamente, en gran parte, al rápido ascenso del este asiático.8
Las cifras absolutas del volumen de producción económica oscurecen en parte la ventaja cualitativa de Occidente. Occidente y Japón dominan casi totalmente las industrias de tecnología avanzada. Sin embargo, las tecnologías se van divulgando, y si Occidente desea mantener su superioridad deberá minimizar esa divulgación. Gracias al mundo interconectado creado por Occidente, sin embargo, cada vez resulta más difícil retardar la difusión de tecnología a otras civilizaciones. Y resulta aún más difícil en ausencia de una amenaza única, de poder enorme, reconocida por todos, como la que existió durante la guerra fría y dio a las medidas de control de la tecnología cierta modesta eficacia.
Tabla 4.5. Proporción del producto económico bruto mundial por civilizaciones, 1950-1992 (en porcentajes).
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Año Occidental Africana Sínica Hindú Islámica Japonesa Latino- Ortodoxa* Otras†
Americana
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1950 64,1 0,2 3,3 3,8 2,9 3,1 5,6 16,0 1,0
1970 53,4 1,7 4,8 3,0 4,6 7,8 6,2 17,4 1,1
1980 48,6 2,0 6,4 2,7 6,3 8,5 7,7 16,4 1,4
1992 48,9 2,1 10,0 3,5 11,0 8,0 8,3 6,2 2,0
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* La estimación ortodoxa para 1992 incluye la antigua URSS y la antigua Yugoslavia.
† «Otras» incluye otras civilizaciones y el margen de error.
Fuentes: porcentajes de 1950, 1970 y 1980 calculados a partir de datos en dólares constantes por Herbert Block, The Planetary Product in 1980: A Creative Pause?, Washington, D.C., Bureau of Public Affairs, U.S. Dept. of State, 1981, págs. 30-45. Los porcentajes de 1992 están calculados a partir de las estimaciones de paridad de poder adquisitivo del Banco Mundial en la tabla 30 de World Development Report 1994, Nueva York, Oxford University Press, 1994.
Parece plausible que durante la mayor parte de la historia China haya contado con la mayor economía del mundo. La difusión de la tecnología y el desarrollo económico de sociedades no occidentales en la segunda mitad del siglo xx están produciendo actualmente una vuelta a la pauta histórica habitual. Éste será un proceso lento, pero para mediados del siglo xxi, si no antes, la distribución del producto económico y del volumen de producción manufacturada entre las principales civilizaciones es probable que se asemeje a la de 1800. Los doscientos años de «fugaz paréntesis» occidental en la economía mundial habrán acabado.
Potencial militar. El poderío militar tiene cuatro dimensiones: cuantitativa —el número de hombres, armas, material y recursos—; tecnológica —la eficacia y sofisticación de las armas y el material—; organizativa —la coherencia, disciplina, entrenamiento y moral de las tropas y la eficacia de las relaciones de mando y control—; y social —la capacidad y disposición de la sociedad para aplicar eficazmente la fuerza militar—. En los años veinte, Occidente estaba muy por delante de los demás en todas estas dimensiones. En los años transcurridos desde entonces, el poderío militar de Occidente ha declinado con respecto al de otras civilizaciones, y esta decadencia se pone de manifiesto en el equilibrio cambiante en cuestión de personal militar, un dato indicativo, aunque evidentemente no el más importante, del potencial militar. La modernización y el desarrollo económico generan los recursos y el deseo de los Estados de desarrollar sus potenciales militares, y pocos Estados dejan de hacerlo. En los años treinta, Japón y la Unión Soviética crearon fuerzas militares muy poderosas, como quedó demostrado en la segunda guerra mundial. Durante la guerra fría, la Unión Soviética tenía una de las dos fuerzas militares más poderosas del mundo. Actualmente, Occidente monopoliza la capacidad para desplegar una importante fuerza militar convencional en cualquier parte del mundo. No se sabe con certeza si continuará manteniendo esa aptitud. Parece razonablemente cierto, sin embargo, que ningún Estado o grupo de Estados no occidentales crearán un potencial semejante durante las décadas venideras.
En conjunto, los años de posguerra fría han estado dominados por cinco tendencias principales en la evolución de los potenciales militares a escala mundial.
En primer lugar, las fuerzas armadas de la Unión Soviética dejaron de existir poco después de que ésta desapareciera. Aparte de Rusia, sólo Ucrania heredó potenciales militares de importancia. Las fuerzas rusas quedaron muy reducidas en número y fueron retiradas de Europa Central y los Estados bálticos. El Pacto de Varsovia llegó a su fin. El objetivo de desafiar a la flota estadounidense se abandonó. El material militar, bien se destruyó, bien se abandonó al deterioro y acabó por dejar de funcionar. Las partidas presupuestarias para defensa se vieron reducidas drásticamente. La desmoralización cundió en las filas tanto de los oficiales como de los soldados. Al mismo tiempo, los militares rusos redefinieron sus misiones y doctrina y se reorganizaron para sus nuevas funciones en la protección de los rusos y el afrontamiento de conflictos regionales en el entorno externo inmediato a sus fronteras.
En segundo lugar, la repentina reducción del potencial militar ruso estimuló una disminución más lenta, pero significativa, del gasto, fuerzas y potencial militares en Occidente. Según los planes de los gobiernos de Bush y Clinton, el gasto militar de los EE.UU. debía bajar un 35 %, de 342.300 millones (de dólares de 1994) en 1990, a 222.300 en 1998. Ese año, la estructura de fuerzas sería entre la mitad y dos tercios de lo que era al final de la guerra fría. El personal militar total descendería de 2,1 millones a 1,4 millones. Muchos programas de armamento pesado han sido y están siendo cancelados. Entre 1985 y 1995, las compras anuales de armamento pesado descendieron de 29 barcos a 6, de 943 aviones a 127, de 720 tanques a 0 de 48 misiles estratégicos a 18. A partir de finales de los años ochenta, Gran Bretaña, Alemania y, en menor grado, Francia experimentaron reducciones parecidas en gastos de defensa y potencial militar. A mediados de los años noventa, las fuerzas armadas alemanas debían reducirse de 570.000 a 340.000 y probablemente a 320.000; estaba previsto que el ejército francés disminuyera el número de soldados, de 290.000 en 1990 a 225.000 en 1997. El personal militar británico bajó de 377.100 en 1985 a 274.800 en 1993. Los miembros continentales de la OTAN también acortaron el período de servicio militar obligatorio y debatieron el posible abandono del reclutamiento forzoso.
tabla 4.6. Proporciones de los efectivos de potencial militar mundial por civilizaciones (en porcentajes).
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Año Occidental Africana Sínica Hindú Islámica Japonesa Latino- Ortodoxa Otras
[Total americana
mundial]
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1900 [10.086] 43,7 1,6 10,0 0,4 16,7 1,8 9,4 16,6 0,1
1920 [8.645] 48,5 3,8 17,4 0,4 3,6 2,9 10,2 12,8* 0,5
1970 [23.991] 26,8 2,1 24,7 6,6 10,4 0,3 4,0 25,1 2,3
1991 [25,797] 21,1 3,4 25,7 4,8 20,0 1,0 6,3 14,3 3,5
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Notas: Estimaciones basadas en las fronteras estatales vigentes en el año indicado. El total mundial de las fuerzas armadas (en servicio activo) estimadas para cada año determinado se expresa en millares.
* La parte de esta cifra correspondiente a la URSS es una estimación para el año 1924 realizada por J. M. Mackintosh en B. H. Liddell-Hart, The Red Army: The Red Army—1918 to 1945, The Soviet Army—1946 to present, Nueva York, Harcourt, Brace, 1956.
Fuentes; U.S. Arms Control and Disarmament Agency, World Military Expenditures and Arms Transfers, Washington, D.C., The Agency, 1971-1994; Statesman's Year-Book, Nueva York, St. Martin's Press, 1901-1927.
En tercer lugar, las tendencias en el este de Asia diferían de forma significativa de las existentes en Rusia y Occidente. El aumento de los gastos militares y las mejoras en el ejército estaban a la orden del día; China era quien marcaba la pauta. Estimuladas tanto por su salud económica en alza como por el gradual incremento chino, otras naciones del este de Asia están modernizando y ampliando sus fuerzas militares. Japón ha continuado mejorando las suyas, ya muy perfeccionadas. Taiwán, Corea del Sur, Tailandia, Malaisia, Singapur e Indonesia están gastando más en defensa y compran aviones, tanques y barcos a Rusia, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros países. Mientras los gastos de defensa de la OTAN disminuyeron en aproximadamente un 10 % entre 1985 y 1993 (de 539.600 millones de dólares a 485.000) (de dólares constantes de 1993), durante ese mismo período los gastos en el este de Asia crecieron un 50 %, de 89.900 millones de dólares a 134.800.9
En cuarto lugar, la capacidad militar que incluye armas de destrucción masiva se está difundiendo ampliamente por el mundo. A medida que los países se desarrollan económicamente, generan la capacidad de producir armas. Entre los años sesenta y los ochenta, por ejemplo, el número de países del Tercer Mundo productores de aviones de combate aumentó de uno a ocho; el de fabricantes de tanques, de uno a seis; el de constructores de helicópteros de uno a seis; y el de productores de misiles tácticos de cero a siete. Los años noventa han conocido una tendencia importante hacia la «mundialización» de la industria armamentística, que probablemente mermará aún más las ventajas militares occidentales.10 Muchas sociedades no occidentales poseen armas nucleares (Rusia, China, Israel, India, Paquistán, y posiblemente Corea del Norte), o han estado haciendo arduos esfuerzos por conseguirlas (Irán, Irak, Libia y posiblemente Argelia) o se están situando en una posición ventajosa para hacerse con ellas si lo consideran necesario (Japón). Las armas nucleares y los vectores de lanzamiento, lo mismo que las armas químicas y biológicas, son los medios con los que los Estados muy inferiores a los Estados Unidos y Occidente en fuerza militar convencional pueden equilibrar la balanza a un costo relativamente bajo.
Finalmente, todas estas nuevas circunstancias hacen de la regionalización la tendencia fundamental en materia de estrategia y poder militares en el mundo de posguerra fría. La regionalización proporciona la base lógica de las reducciones de las fuerzas militares rusas y occidentales y de los incrementos en las de otros Estados. Rusia ya no tiene un potencial militar global, sino que está concentrando su estrategia y sus fuerzas en el exterior inmediato a sus fronteras. China ha dado una nueva orientación a su estrategia y a sus fuerzas para subrayar su proyección como potencia local y la defensa de los intereses chinos en el este de Asia. Los países europeos, así mismo, están remodelando sus fuerzas, a través de la OTAN y de la Unión Europea occidental, para afrontar la inestabilidad en la periferia de Europa Occidental. Los Estados Unidos han modificado explícitamente su organización militar, pasando, de disuadir y combatir a la Unión Soviética en todo el mundo, a prepararse para afrontar simultáneamente contingencias regionales en el golfo Pérsico y el noreste de Asia. Sin embargo, no es probable que los Estados Unidos tengan el potencial militar para alcanzar este objetivo. Para derrotar a Irak, los Estados Unidos desplegaron en el golfo Pérsico el 75 % de sus aviones tácticos en activo, el 42 % de sus modernos carros de combate, el 46 % de sus portaaviones, el 37 % de su personal militar de tierra y el 46 % del personal de la marina. En el futuro, con unas fuerzas significativamente reducidas, los Estados Unidos tendrán difícil llevar a cabo una intervención, y mucho más dos, contra potencias regionales importantes fuera del hemisferio occidental. La seguridad militar en todo el mundo depende cada vez más, no de la distribución planetaria del poder y de las acciones de las superpotencias, sino de la distribución del poder dentro de cada región del mundo y de las acciones de los Estados centrales de las civilizaciones.
En resumen, Occidente seguirá siendo en conjunto la civilización más poderosa hasta bien entradas las primeras décadas del siglo xxi. Después, es probable que continúe teniendo una ventaja importante en talento, investigación y progreso científicos, así como en innovación tecnológica civil y militar. Sin embargo, el control sobre los demás recursos generadores de poder se está difundiendo cada vez más entre los Estados centrales y los países principales de las civilizaciones no occidentales. El control de dichos recursos por parte de Occidente alcanzó su punto culminante en los años veinte del siglo xx y desde entonces ha ido disminuyendo de forma irregular pero significativa. En los años veinte del siglo xxi, cien años después de ese punto culminante, Occidente controlará probablemente alrededor de un 24 % del territorio mundial (frente al 49 % al que llegó en su punto más alto), el 10 % de la población total del mundo (frente al máximo registrado del 48 %) y quizá un 15-20 % de la población socialmente movilizada, aproximadamente el 30 % de la producción económica del mundo (frente a un máximo probable del 70 %), quizá el 25 % del volumen de producción manufacturera (frente a un punto culminante del 84 %) y menos del 10 % del potencial militar humano a escala mundial (frente al 45 % de su momento más alto).
En 1919, Woodrow Wilson, Lloyd George y Georges Clemenceau juntos controlaban prácticamente el mundo. Sentados en París, determinaban qué países existirían y que países no, que países nuevos se crearían, cuáles serían sus fronteras y quiénes los gobernarían, y cómo se repartirían entre las potencias vencedoras Oriente Próximo y Oriente Medio y otras partes del mundo. También decidían sobre la intervención militar en Rusia y sobre las concesiones económicas que se debían arrancar a China. Cien años después, ningún grupito de estadistas podría ejercer un poder parecido; en el caso de que algún grupo llegue a ejercerlo, no lo formarán tres occidentales, sino líderes de los Estados centrales de las siete u ocho principales civilizaciones del mundo. Los sucesores de Reagan, Thatcher, Mitterrand y Kohl tendrán como rivales a los de Deng Xiaoping, Nakasone, Gandhi, Yeltsin, Jomeini y Suharto. La era de la dominación occidental habrá pasado a la historia. Entre tanto, la decadencia de Occidente y el ascenso de otros centros de poder están promoviendo los procesos de indigenización a escala planetaria y el resurgimiento de culturas no occidentales.
La distribución de las culturas en el mundo refleja la distribución del poder. El comercio puede seguir o no seguir a la bandera, pero la cultura casi siempre sigue al poder. A lo largo de la historia, la expansión del poder de una civilización ha tenido lugar habitualmente a la vez que el florecimiento de su cultura y casi siempre ha supuesto el uso de tal poder por parte de la civilización para extender sus valores, prácticas e instituciones a otras sociedades. Una civilización universal requiere poder universal. El poder romano creó una civilización casi universal dentro de los limitados confines del mundo clásico. El poder occidental, bajo la forma del colonialismo europeo del siglo xix y de la hegemonía estadounidense en el siglo xx, extendió la cultura occidental por gran parte del mundo contemporáneo. El colonialismo europeo ha pasado; la hegemonía estadounidense va retrocediendo. Se sigue de ello la merma de la cultura occidental, a medida que se reafirman tradiciones, lenguas, creencias e instituciones autóctonas, enraizadas en la historia. El creciente poder de las sociedades no occidentales, producto de la modernización, está generando el renacimiento de culturas no occidentales en todo el mundo.*
Joseph Nye ha afirmado que existe una distinción entre «poder fuerte», que es el poder de mando que se apoya en la fuerza económica y militar, y «poder suave», que es la capacidad de un Estado para conseguir que «otros países quieran lo que él quiere» mediante el atractivo de su cultura e ideología. Como reconoce Nye, en el mundo se está difundiendo ampliamente el poder rígido, y las naciones principales «son menos capaces que en el pasado de usar sus recursos tradicionales de poder para alcanzar sus objetivos». Nye pasa después a decir que si «la cultura e ideología [de un Estado] son atractivas, los demás estarán más dispuestos a seguir» su liderazgo, y, por tanto, el poder suave es «tan importante como el poder fuerte de mando».11 Pero, ¿qué convierte en atractiva una cultura y una ideología? Se vuelven atractivas cuando los demás las consideran arraigadas en el éxito y la influencia materiales. El poder suave es poder sólo si se apoya en un fundamento de poder fuerte. El incremento de poder duro, económico y militar, produce en un pueblo mayor confianza en sí mismo, altanería y creencia en la superioridad de su propia cultura o poder suave con respecto a la de los demás, y acrecienta enormemente su atractivo para los otros pueblos. El declive del poder económico y militar de un pueblo le llevan a dudar de sí mismo, a la crisis de identidad y a los esfuerzos por encontrar en otras culturas las claves del éxito económico, militar y político. Conforme las sociedades no occidentales aumentan su capacidad económica, militar y política, pregonan cada vez más las bondades de sus propios valores, instituciones y cultura.
La ideología comunista atraía a gente de todo el mundo en los años cincuenta y sesenta, cuando estaba asociada con el éxito económico y la fuerza militar de la Unión Soviética. Ese atractivo se esfumó cuando la economía soviética se estancó y fue incapaz de mantener el poderío militar soviético. Los valores e instituciones occidentales han atraído a gente de otras culturas porque eran considerados la fuente del poder y la riqueza occidentales. Este proceso se ha desarrollado durante siglos. Como señala William McNeill, entre los años 1000 y 1300, el cristianismo, el derecho romano y otros elementos de la cultura occidental fueron adoptados por húngaros, polacos y lituanos, y esta «aceptación de la civilización occidental fue estimulada por una mezcla de temor y admiración ante la destreza militar de los príncipes occidentales».12 A medida que el poder occidental declina, la capacidad de Occidente para imponer en otras civilizaciones los conceptos occidentales de derechos humanos, liberalismo y democracia declina también, lo mismo que el atractivo de estos valores para otras civilizaciones.
Ya ha ocurrido. Durante varios siglos los pueblos no occidentales envidiaron la prosperidad económica, el refinamiento tecnológico, el poderío militar y la cohesión política de las sociedades occidentales. Buscaron el secreto de este éxito en los valores e instituciones occidentales, y cuando averiguaron lo que pensaban que podría ser la clave intentaron aplicarla en sus propias sociedades. Para hacerse ricos y poderosos tenían que parecerse a Occidente. En la actualidad, sin embargo, estas actitudes kemalistas han desaparecido en el este de Asia. Los asiáticos del este atribuyen su espectacular desarrollo económico, no a la importación de la cultura occidental, sino más bien a la adhesión a su propia cultura. Están teniendo éxito, afirman, porque son diferentes de Occidente. Así mismo, cuando las sociedades no occidentales se sentían débiles con respecto a Occidente, apelaban a los valores occidentales de autodeterminación, liberalismo, democracia e independencia para justificar su oposición a la dominación occidental. Ahora que ya no son débiles, sino cada vez más poderosas, no dudan en atacar esos mismos valores que anteriormente utilizaban para promover sus intereses. Inicialmente, la rebelión contra Occidente se legitimaba afirmando la universalidad de los valores occidentales; ahora se legitima afirmando la superioridad de los valores no occidentales.
El ascenso de estas actitudes es una manifestación de lo que Ronald Dore ha denominado el «fenómeno de la indigenización de segunda generación». En antiguas colonias occidentales, y también en países independientes como China y Japón, «la primera generación "modernizadora" o "posterior a la independencia" ha recibido a menudo su formación en universidades extranjeras (occidentales), en una lengua occidental cosmopolita. Resulta razonable que, debido en parte a que la primera vez que salieron al extranjero eran adolescentes impresionables, su absorción de los valores y estilos de vida occidentales fuera profunda». En cambio, la mayor parte de la segunda generación, mucho más amplia, recibe educación en su propio país, en universidades creadas por la primera generación y además la lengua local se usa cada vez más para la instrucción, en detrimento de la lengua colonial. Estas universidades «proporcionan un contacto mucho más diluido con la cultura metropolitana mundial», por lo que «el conocimiento se indigeniza mediante traducciones —por lo general de repertorio limitado y mala calidad—». Los licenciados de estas universidades no están conformes con la dominación de la generación anterior, de formación occidental y, por tanto, a menudo «sucumben a los atractivos de movimientos de oposición nativista».13 Dado que la influencia occidental retrocede, los jóvenes aspirantes a líderes no pueden esperar que Occidente les proporcione poder y riqueza. Tienen que encontrar los medios del éxito dentro de su propia sociedad, y por tanto tienen que acomodarse a los valores y cultura de esa sociedad.
El proceso de indigenización no ha de aguardar a la segunda generación. Los líderes de la primera generación con aptitudes, perspicacia y capacidad de adaptación se indigenizan. Tres casos notables son Mohammad Ali Jinnah, Harry Lee y Solomon Bandaranaike. Eran brillantes licenciados de Oxford, Cambridge y Lincoln's Inn, respectivamente, abogados magníficos y miembros completamente occidentalizados de las élites de sus sociedades. Jinnah era un laicista convencido. Lee, según palabras de un ministro británico, era «el inglés más cabal al este de Suez». A Bandaranaike se le dio una educación cristiana. Sin embargo, para guiar a sus naciones hasta la independencia, y para seguir haciéndolo luego tras alcanzarla, tuvieron que indigenizarse. Volvieron a sus culturas ancestrales, y en ese proceso a veces cambiaron de identidad, nombre, atuendo y creencias. El abogado inglés M.A. Jinnah se convirtió en el Quaid-i-Azam de Paquistán, Harry Lee pasó a ser Lee Kuan Yew. El laicista Jinnah se convirtió en el ferviente apóstol del islam entendido como la base del Estado paquistaní. El anglizado Lee aprendió el mandarín y se hizo promotor elocuente del confucianismo. El cristiano Bandaranaike se convirtió al budismo y apeló al nacionalismo cingalés.
La indigenización ha estado a la orden del día en todo el mundo no occidental en los años ochenta y noventa. El resurgimiento del islam y la «reislamización» son los temas centrales en las sociedades musulmanas. En la India, la tendencia predominante es el rechazo de las formas y valores occidentales y la «hinduización» de la política y la sociedad. En el este de Asia, los gobiernos están promoviendo el confucianismo y los líderes políticos e intelectuales hablan de la «asiatización» de sus países. A mediados de los años ochenta, Japón estaba obsesionado con «Nihonjinron o la teoría de Japón y lo japonés». Más tarde, un prestigioso intelectual japonés afirmaba que Japón ha atravesado «ciclos de importación de culturas exteriores» y de «"indigenización" de dichas culturas mediante la réplica exacta y el refinamiento, la inevitable confusión resultante de agotar el impulso importado y creativo y la reapertura final al mundo exterior». En la actualidad, Japón está «entrando en la segunda fase de este ciclo».14 Con el final de la guerra fría, Rusia se convirtió de nuevo en un país «desgarrado», en el que resurgía la lucha clásica entre occidentalizadores y eslavófilos. Durante una década, sin embargo, la tendencia fue ir pasando de los primeros a los segundos; el occidentalizado Gorbachov cedió el puesto a Yeltsin, ruso en su estilo, occidental en sus creencias expresadas, quien, a su vez, estaba amenazado por Zhirinovsky y otros nacionalistas que encarnan la indigenización ortodoxa rusa en persona.
La indigenización se ve alentada por la paradoja de la democracia: la adopción por parte de sociedades no occidentales de instituciones democráticas occidentales estimula y da acceso al poder a movimientos políticos nativistas y antioccidentales. En los años sesenta y setenta, los gobiernos occidentalizados y prooccidentales de países en vías de desarrollo estuvieron amenazados por golpes de Estado y revoluciones; en los ochenta y noventa están cada vez más en peligro de ser desbancados en las elecciones. La democratización está en conflicto con la occidentalización, y la democracia es, por su propia naturaleza, un proceso de efectos provincianos, no cosmopolitas. Los políticos de las sociedades no occidentales no ganan las elecciones demostrando lo occidentales que son. Al contrario, la competencia electoral les induce a adoptar lo que, creen ellos, serán las peticiones más populares, y por lo general éstas son de carácter étnico, nacionalista y religioso.
El resultado es una movilización popular contra las elites de educación y orientación occidentales. Los grupos fundamentalistas islámicos han obtenido buenos resultados en las pocas elecciones que han tenido lugar en países musulmanes, y habrían llegado al poder en Argelia si los militares no hubieran suspendido las elecciones de 1992. En la India, se puede decir que la competencia por el apoyo electoral ha estimulado los llamamientos comunitarios y la violencia colectiva.15 La democracia en Sri Lanka hizo posible que el Partido de la Libertad de Sri Lanka desbancara en 1956 al elitista Partido Nacional Unido, de orientación occidental, y brindó la oportunidad para el nacimiento del movimiento nacionalista cingalés Pathika Chintanaya en los años ochenta. Antes de 1949, tanto las elites surafricanas como las occidentales consideraban Sudáfrica un Estado occidental. Después de que el régimen del apartheid tomara forma, las elites occidentales fueron viendo poco a poco a Sudáfrica fuera del campo occidental, aunque los blancos sudafricanos continuaban considerándose occidentales. A fin de recuperar su puesto en el orden internacional occidental, sin embargo, éstos tuvieron que introducir instituciones democráticas occidentales, que dieron como resultado la llegada al poder de una elite negra muy occidentalizada. Sin embargo, si el factor de indigenización de la segunda generación funciona, sus sucesores tendrán una apariencia mucho más xhosa, zulú y africana, y Sudáfrica se definirá cada vez más como un Estado africano.
En varios momentos anteriores al siglo xix, los bizantinos, árabes, chinos, otomanos, mogoles y rusos confiaron mucho en su fuerza y sus logros, comparados con los de Occidente. En estos momentos, además, se mostraron desdeñosos respecto a la inferioridad cultural, el atraso institucional, la corrupción y decadencia de Occidente. A medida que el éxito de Occidente se desvanece relativamente, tales actitudes reaparecen. Un mayor poder trae consigo una mayor confianza cultural. La gente cree que «ya no tienen que aguantarlo todo». Irán es un caso extremo, pero, como advertía un observador, «los valores occidentales son rechazados de maneras diferentes, pero no menos firmes, en Malaisia, Indonesia, Singapur, China y Japón».16 Estamos asistiendo «al final de una era de progreso» dominada por las ideologías occidentales, y estamos entrando en una era en la que civilizaciones múltiples y diversas interaccionarán, competirán, convivirán y se acomodarán unas con otras.17 Este proceso planetario de indigenización se manifiesta ampliamente en el resurgir de la religión que está teniendo lugar en tantas partes del mundo, y más concretamente en el resurgimiento cultural en países asiáticos e islámicos, generado en parte por su dinamismo económico y demográfico.
En la primera mitad del siglo xx, las elites intelectuales generalmente suponían que la modernización económica y social estaba conduciendo a la extinción de la religión como elemento significativo en la existencia humana. Esta suposición era compartida tanto por quienes daban la bienvenida a esta tendencia, como por quienes la deploraban. Los laicistas modernizadores saludaban el hecho de que la ciencia, el racionalismo y el pragmatismo estaban eliminando las supersticiones, mitos, irracionalidades y rituales que formaban el núcleo de las religiones existentes. La sociedad naciente sería tolerante, racional, pragmática, progresista, humanista y laica. Por otra parte, los conservadores advertían preocupados respecto a las nefastas consecuencias de la desaparición de la creencias religiosas, las instituciones religiosas y la guía moral que la religión proporcionaba para la conducta humana individual y colectiva. El resultado final sería la anarquía, la depravación, el socavamiento de la vida civilizada. «Si no quieres tener Dios (y Él es un Dios celoso)», decía T.S. Eliot, «tendrás que rendir homenaje a Hitler o Stalin.»18
La segunda mitad del siglo xx demostró que estas esperanzas y temores eran infundados. La modernización económica y social adquirió dimensiones planetarias, y, al mismo tiempo, tuvo lugar un renacimiento de la religión. Dicho renacimiento, la revancha de Dios la llamó Gilles Kepel, se ha extendido por todos los continentes, todas las civilizaciones y prácticamente todos los países. A mediados de los años setenta, como observa Kepel, la tendencia a la laicización y hacia la acomodación de la religión al laicismo «dio marcha atrás. Tomó forma una nueva aproximación religiosa, ya no encaminada a adaptarse a los valores laicos, sino a recobrar un fundamento sagrado para la organización de la sociedad —cambiando la sociedad si era necesario—. Expresada en multitud de formas, esta aproximación abogaba por el abandono de un modernismo que había fracasado, atribuyendo sus reveses y callejones sin salida al alejamiento respecto a Dios. El tema no era ya el aggiornamento, sino una "segunda evangelización de Europa", el objetivo no era ya modernizar el islam, sino "islamizar la modernidad"».19
Este renacimiento religioso ha llevado consigo, entre otras cosas, la expansión de algunas religiones, que consiguieron nuevos adeptos en sociedades donde anteriormente no los habían tenido. Sin embargo, en una medida mucho más amplia, el resurgimiento religioso supuso que la gente volviera a las religiones tradicionales de sus colectividades, las vigorizara otra vez y les diera un nuevo significado. Cristianismo, islam, judaismo, hinduismo, budismo, ortodoxia, todas experimentaron nuevas oleadas de adhesión, actualización y práctica por parte de personas que con anterioridad eran creyentes despreocupados. En todas ellas surgieron movimientos fundamentalistas empeñados en la purificación extremista de las doctrinas e instituciones religiosas y la remodelación de la conducta personal, social y pública de acuerdo con dogmas religiosos. Los movimientos fundamentalistas son evidentes y pueden tener una influencia política importante. Sin embargo, sólo son las olas superficiales de la marea religiosa, mucho más amplia y fundamental, que está dando un tinte diferente a la vida humana a finales del siglo xx. La renovación de la religión por todo el mundo trasciende con mucho las actividades de los fundamentalistas radicales. En una sociedad tras otra, se manifiesta en las vidas y el trabajo diarios de la gente y en los intereses y proyectos de los gobiernos. El resurgimiento cultural que en la laica cultura confuciana toma la forma de una afirmación de los valores asiáticos, en el resto del mundo se manifiesta en la afirmación de los valores religiosos. La «deslaicización del mundo», como señalaba George Weigel, «es uno de los hechos sociales dominantes a finales del siglo xx».20
La evidencia de la ubicuidad y actualidad de la religión ha resultado espectacular en los antiguos Estados comunistas. Los renacimientos religiosos se han extendido por estos países, desde Albania a Vietnam, llenando el vacío dejado por el derrumbamiento de la ideología. En Rusia, la ortodoxia ha experimentado un resurgimiento importante. En 1994, el 30 % de los rusos menores de veinticinco años afirmaban haber pasado del ateísmo a creer en Dios. El número de iglesias abiertas en la región de Moscú creció de 50 en 1988 a 250 en 1993. Los líderes políticos pasaron a ser de forma invariable respetuosos con la religión, y el gobierno, a apoyarla. En las ciudades rusas, como informaba un agudo observador en 1993, «el sonido de las campanas de las iglesias llena de nuevo el aire. Cúpulas recién sobredoradas brillan al sol. Iglesias que hace muy poco estaban en ruinas resuenan con un canto magnífico. Las iglesias son el lugar más concurrido de la ciudad».21 Al mismo tiempo que se producía el renacimiento de la ortodoxia en las repúblicas eslavas, un renacimiento islámico se extendía por Asia Central. En 1989, en Asia Central existían en funcionamiento 160 mezquitas y una medressah (universidad o seminario islámica); a principios de 1993, había unas 10.000 mezquitas y diez medressah. Aunque este renacimiento llevaba aparejados algunos movimientos políticos fundamentalistas y estaba animado desde el exterior por Arabia Saudí, Irán y Paquistán, básicamente era un movimiento cultural mayoritario, de base sumamente amplia.22
¿Cómo se puede explicar este resurgimiento religioso a escala mundial? Evidentemente, en cada país y civilización operaron causas particulares. Sin embargo, resultaría ingenuo pensar que un gran número de causas diferentes haya producido hechos simultáneos y semejantes en la mayoría de las partes del mundo. Un fenómeno universal exige una explicación universal. Por mucho que los acontecimientos en cada país concreto se puedan haber visto influidos por factores únicos, resulta lógico pensar que han intervenido algunas causas generales. ¿Cuáles?
La causa más obvia, destacada y profunda del resurgimiento religioso mundial es precisamente lo que supuestamente había de provocar la muerte de la religión: los procesos de modernización social, económica y cultural que se difundieron por todo el mundo en la segunda mitad del siglo xx. Fuentes de identidad y sistemas de autoridad existentes desde mucho tiempo atrás se rompen. Los campesinos emigran del campo a la ciudad, se alejan de sus raíces y realizan trabajos nuevos o no trabajan. Interaccionan con gran número de extraños y se ven expuestos a nuevas series de relaciones. Necesitan nuevas fuentes de identidad, nuevas formas de agrupación estable y nuevos conjuntos de preceptos morales que les proporcionen un sentimiento de sentido y finalidad. La religión, sea moderada o fundamentalista, satisface tales necesidades. Como explicaba Lee Kuan Yew a propósito del este asiático:
Somos sociedades agrícolas que se han industrializado en una o dos generaciones. Lo que en Occidente sucedió a lo largo de 200 años o más está sucediendo aquí en 50 años o menos. Todo se amontona y agolpa en un marco temporal muy apretado, de modo que forzosamente tienen que producirse dislocaciones y disfunciones. Si nos fijamos en los países que crecen rápidamente —Corea, Tailandia, Hong Kong y Singapur— veremos que se ha producido un fenómeno notable: el ascenso de la religión... Las viejas costumbres y religiones —culto a los ancestros, chamanismo— ya no satisfacen completamente. Hay una búsqueda de explicaciones más elevadas acerca de la finalidad del hombre, sobre por qué estamos aquí. Esto se asocia con períodos de gran tensión en la sociedad.23
La gente no vive sólo con la razón. No puede calcular y actuar racionalmente persiguiendo su propio interés hasta que define su yo. La política de interés presupone la identidad. En tiempos de cambio social rápido, las identidades establecidas se disuelven, el yo tiene que definirse de nuevo y se deben crear nuevas identidades. Las cuestiones de identidad priman sobre las cuestiones de interés. La gente se enfrenta a la necesidad de dar una respuesta concreta a estas preguntas: ¿quién soy yo? ¿A dónde pertenezco? La religión proporciona respuestas convincentes, y los grupos religiosos ofrecen pequeñas comunidades sociales que reemplazan a aquellas otras perdidas durante la urbanización. Todas las religiones, como dijo Hassan Al-Turabi, ofrecen «a la gente un sentimiento de identidad y una dirección en la vida». En este proceso, además, vuelven a descubrir identidades históricas, o crean otras nuevas. Sean cuales sean las metas universalistas que puedan tener, las religiones dotan a la gente de identidad estableciendo una distinción básica entre creyentes y no creyentes, entre un grupo exclusivista superior y un grupo exterior diferente e inferior.24
En el mundo musulmán, afirma Bernard Lewis, se ha dado «una tendencia recurrente, en momentos de emergencia, a que los musulmanes encuentren su identidad y lealtad básicas en la comunidad religiosa, es decir, en una entidad definida por el islam, más que por criterios étnicos o territoriales». Así mismo, Gilles Kepel destaca el carácter fundamental de la búsqueda de identidad: «La reislamización "desde abajo" es, en primer lugar y sobre todo, un modo de reconstruir una identidad en un mundo que ha perdido su significado y se ha convertido en amorfo y alienante».25 En la India, «está surgiendo una nueva identidad hindú» como reacción ante las tensiones y la alienación generadas por la modernización.26 En Rusia, el renacimiento religioso es el resultado «de un apasionado deseo de identidad que sólo la Iglesia ortodoxa, el único vínculo intacto con el pasado de 1.000 años de los rusos, puede proporcionar», mientras que en las repúblicas islámicas el renacimiento procede así mismo «de la aspiración más profunda de los centroasiáticos: afirmar las identidades que Moscú suprimió durante décadas».27 Los movimientos fundamentalistas, en particular, son «un modo de afrontar la experiencia de caos, la pérdida de identidad, sentido y estructuras sociales seguras, circunstancias generadas por la rápida introducción de los modelos sociales y políticos modernos, el laicismo, la cultura científica y el desarrollo económico». Los «movimientos [fundamentalistas] que importan», coincide William H. McNeill, «...son los que reclutan sus adeptos en la sociedad en general y se difunden porque responden, o parecen responder, a necesidades humanas experimentadas de forma nueva. (...) No es casualidad que todos estos movimientos estén asentados en países donde la presión de la población sobre el país está imposibilitando a la mayoría de la población el continuar con sus viejas costumbres aldeanas, y donde los medios de comunicación de masas, afincados en las ciudades, han comenzado a deteriorar una estructura secular de vida campesina al penetrar en los pueblos».28
Más ampliamente, el resurgimiento religioso en todo el mundo es una reacción contra el laicismo, el relativismo moral y los excesos, y una reafirmación de los valores del orden, la disciplina, el trabajo, la ayuda mutua y la solidaridad humana. Los grupos religiosos cubren necesidades sociales que las burocracias estatales dejan desatendidas. Entre éstas se incluyen la provisión de servicios médicos y hospitalarios, guarderías y escuelas, atención a la tercera edad, ayuda inmediata en terremotos y otras catástrofes, y beneficencia y asistencia social durante períodos de escasez económica. La quiebra del orden y de la sociedad civil crea vacíos que a veces son llenados por grupos religiosos, a menudo fundamentalistas.29
Si las religiones tradicionalmente dominantes no satisfacen las necesidades emocionales y sociales de los desarraigados, entran en escena otros grupos religiosos dispuestos a hacerlo, y en ese proceso incrementan enormemente el número de sus miembros y la relevancia de la religión en la vida social y política. Históricamente, Corea del Sur fue un país abrumadoramente budista, donde, en 1950, los cristianos podían constituir entre el 1 y el 3 % de la población. Cuando Corea del Sur inició el despegue de un rápido desarrollo económico, con urbanización en gran escala y diferenciación ocupacional, el budismo comenzó a resultar insuficiente. «Para los millones de personas que afluían a las ciudades y para muchos que quedaron atrás en un campo cambiado, el budismo reposado de la era agraria de Corea perdió su atractivo. El cristianismo, con su mensaje de salvación personal y destino individual ofrecía un alivio más seguro en una época de confusión y cambio.»30 En los años ochenta, los cristianos, sobre todo presbiterianos y católicos, eran al menos el 30 % de la población de Corea del Sur.
Un cambio semejante y paralelo tuvo lugar en Latinoamérica, donde el número de protestantes se incrementó, pasando de aproximadamente 7 millones en 1960 a unos 50 millones en 1990. Entre las razones de este éxito, reconocían en 1989 los obispos católicos latinoamericanos, se encontraban la «lentitud [de la Iglesia católica] para adaptarse a los aspectos técnicos de la vida urbana» y «su estructura, que a veces la hace incapaz de responder a las necesidades psicológicas de la gente actual». A diferencia de la Iglesia católica, observaba un sacerdote brasileño, las iglesias protestantes satisfacen «las necesidades básicas de la persona —calor humano, curación, profunda experiencia espiritual—». La difusión del protestantismo entre los pobres en Latinoamérica no es principalmente la sustitución de una religión por otra, sin más bien un importante incremento neto del compromiso y la participación religiosos, ya que católicos nominales y pasivos se convierten en evangélicos activos y devotos. En Brasil a principios de los años noventa, por ejemplo, el 20 % de la población se identificaba como protestante y el 73 % como católica; sin embargo, los domingos acudían 20 millones de personas a las iglesias protestantes y unos 12 millones a las católicas.31 Como las demás religiones de ámbito mundial, el cristianismo está experimentado un resurgimiento conectado con la modernización, y en Latinoamérica esto ha tomado una forma protestante más que católica.
Estos cambios en Corea del Sur y Latinoamérica reflejan la incapacidad del budismo y del catolicismo dominante para satisfacer las necesidades psicológicas, emocionales y sociales de la gente atrapada en los traumas de la modernización. Que se produzcan o no cambios adicionales importantes en la adhesión religiosa en otros lugares depende de la medida en que la religión predominante sea capaz de satisfacer esas necesidades. Dada su aridez emocional, el confucianismo podría ser particularmente vulnerable. En países confucionistas, el protestantismo y el catolicismo podrían tener un atractivo semejante al del protestantismo evangélico para los latinoamericanos, el cristianismo para los surcoreanos y el fundamentalismo para musulmanes e hinduistas. En China, a finales de los años ochenta, cuando el crecimiento económico estaba en plena actividad, el cristianismo se difundió también «particularmente entre los jóvenes». Quizá sean cristianos unos 50 millones de chinos. El gobierno ha intentado impedir su incremento encarcelando a pastores, misioneros y evangelizadores, prohibiendo y suprimiendo las ceremonias y actividades religiosas, y aprobando en 1994 una ley que prohíbe a los extranjeros hacer proselitismo o establecer escuelas religiosas u otras organizaciones religiosas, y a los grupos religiosos dedicarse a actividades independientes o con financiación extranjera. En Singapur, como en China, aproximadamente el 5 % de la población es cristiana. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, las autoridades advirtieron a los evangelizadores que no perturbaran el «delicado equilibrio religioso» del país, detuvieron a trabajadores religiosos, entre ellos funcionarios de organizaciones católicas, y persiguieron de diversas formas a los grupos e individuos cristianos.32 Con el final de la guerra fría y las aperturas políticas que lo siguieron, las Iglesias occidentales se introdujeron también en las antiguas repúblicas soviéticas ortodoxas, compitiendo con las reavivadas Iglesias ortodoxas. También aquí, como en China, se hizo un esfuerzo por refrenar su proselitismo. En 1993, a instancias de la Iglesia ortodoxa, el Parlamento ruso aprobó una legislación que exigía a los grupos religiosos extranjeros que, si se iban a dedicar al trabajo misionero o educativo, estuvieran autorizados por el Estado o afiliados a una organización religiosa rusa. Sin embargo, el presidente Yeltsin se negó a dar con su firma carácter de ley a este proyecto legislativo.33 En conjunto, los datos indican que, allí donde entran en conflicto, la revancha de Dios le gana la partida a la indigenización: si las necesidades religiosas de la modernización no se pueden satisfacer con la fe tradicional, la gente se vuelve a importaciones religiosas emocionalmente satisfactorias.
Además de los traumas psicológicos, emocionales y sociales de la modernización, otros estimulantes del renacimiento religioso serían la retirada de Occidente y el final de la guerra fría. A partir del siglo xix, las reacciones de las civilizaciones no occidentales ante Occidente por lo general conocieron una progresión de ideologías importadas de Occidente. En el siglo xix, las elites no occidentales se embebían de valores liberales occidentales, y sus primeras expresiones de oposición a Occidente adoptaron la forma de nacionalismo liberal. En el siglo xx, se importaron el socialismo y el marxismo, se adaptaron a las circunstancias y objetivos locales y se combinaron con el nacionalismo en oposición al imperialismo occidental. En Rusia, China y Vietnam, el marxismo-leninismo se desarrolló, adaptó y usó para atacar a Occidente. El derrumbamiento del comunismo en la Unión Soviética, su modificación profunda en China y el fracaso de las economías socialistas a la hora de conseguir un desarrollo sostenido han creado en la actualidad un vacío ideológico. Los gobiernos, grupos e instituciones internacionales occidentales, tales como el FMI y el Banco Mundial, han intentado llenar este vacío con las doctrinas de la economía neoortodoxa y la política democrática. La medida en que estas doctrinas dejen huella duradera en las culturas no occidentales es incierta. Pero, mientras tanto, la gente ve el comunismo únicamente como el último dios laico que ha caído, y a falta de nuevas deidades laicas convincentes, se vuelve con alivio y pasión a lo auténtico. La religión ha tomado el relevo a la ideología, y el nacionalismo religioso reemplaza al nacionalismo laico.34
Los movimientos favorables al renacimiento religioso son antilaicos, antiuniversalistas y, salvo en sus manifestaciones cristianas, antioccidentales. Además se oponen al relativismo, egotismo y consumismo asociados con lo que Bruce B. Lawrence ha denominado «modernismo», como distinto de «modernidad». Por lo general no rechazan la urbanización, la industrialización, el desarrollo, el capitalismo, la ciencia ni la tecnología, ni lo que todo esto supone para la organización de la sociedad. En este sentido, no son antimodernos. Aceptan la modernización, como observa Lee Kuan Yew, y «lo inevitable de la ciencia y la tecnología, y el cambio en los estilos de vida que traen consigo», pero son «poco receptivos a la idea de ser occidentalizados». Ni el nacionalismo ni el socialismo, afirma Al-Turabi, produjeron desarrollo en el mundo islámico. «La religión», sin embargo, «es el motor del desarrollo», y un islam purificado desempeñará en la época contemporánea un papel parecido al de la ética protestante en la historia de Occidente, pues el islam no es una religión incompatible con el desarrollo de un Estado moderno.35 Los movimientos fundamentalistas islámicos han sido fuertes en las sociedades musulmanas más avanzadas y al parecer más laicas, como Argelia, Irán, Egipto, Líbano y Túnez.36 Los movimientos religiosos, incluidos particularmente los fundamentalistas, son muy dados al uso de los medios de comunicación y las técnicas de organización modernas para difundir su mensaje, algo muy claramente ejemplificado por el éxito del teleevangelismo protestante en Centroamérica.
Los participantes en el resurgimiento religioso son de toda condición, pero proceden mayoritariamente de dos colectivos, personas urbanas y con movilidad. Los recién emigrados a las ciudades generalmente necesitan apoyo y guía emocional, social y material, que los grupos religiosos proporcionan más que ninguna otra fuente. Para ellos, como dice Régis Debray, la religión no es «el opio del pueblo, sino las vitaminas de los débiles».37 El otro colectivo importante es la nueva clase media que encarna «el fenómeno de indigenización de segunda generación» de Dore. Como señala Kepel, los activistas de los grupos fundamentalistas islámicos no son «conservadores entrados en años o campesinos analfabetos». En su gran mayoría son jóvenes, con buena formación, a menudo son la primera generación de su familia que va a la universidad o a la escuela técnica, y trabajan como médicos, abogados, ingenieros, tecnólogos, científicos, maestros, funcionarios públicos u oficiales militares.38 Entre los musulmanes, los jóvenes son religiosos, sus padres laicistas. Prácticamente es el mismo caso del hinduismo, donde los líderes de los movimientos de resurgimiento también proceden de la segunda generación indigenizada y a menudo son «administradores y hombres de negocios con éxito» etiquetados en la prensa india como «scuppies», yuppies vestidos de color azafrán (saffron-clad). Sus partidarios a principios de los años noventa procedían cada vez más de «los hindúes de la sólida clase media de la India —sus mercaderes y asesores fiscales, sus abogados e ingenieros—» y de sus «funcionarios estatales de nivel superior, intelectuales y periodistas».39 En Corea del Sur, esos mismos tipos de personas llenaron cada vez más las iglesias católicas y presbiterianas durante los años sesenta y setenta.
La religión, autóctona o importada, da sentido y dirección a las elites en desarrollo en las sociedades que se modernizan. «La atribución de valor a una religión tradicional», comentaba Ronald Dore, «es una reivindicación de paridad de respeto formulada contra naciones "distintas y dominantes" y a menudo, de manera simultánea y más inmediata, contra una clase dirigente local que ha adoptado los valores y estilos de vida de esas naciones distintas y dominantes.» «Más que ninguna otra cosa», dice William McNeill, «la reafirmación del islam, sea cual sea su forma sectaria específica, significa el repudio de la influencia europea y estadounidense en la sociedad, la política y la moral local.»40 En este sentido, el renacimiento de religiones no occidentales es la manifestación más intensa de antioccidentalismo de las sociedades no occidentales. Dicho renacimiento no es rechazo de la modernidad; es rechazo de Occidente y de la cultura laica, relativista y degenerada asociada con Occidente. Es un rechazo de la llamada «occidentoxicación» de las sociedades no occidentales. Es una declaración de independencia cultural respecto a Occidente, una declaración orgullosa: «Queremos ser modernos, pero no queremos ser vosotros».