En la historia de todas las civilizaciones, la historia termina al menos una vez, y a veces más. Cuando aparece el Estado universal de la civilización, sus gentes quedan cegadas por lo que Toynbee llamaba «el espejismo de la inmortalidad», convencidas de que la suya es la forma final de la sociedad humana. Así ocurrió con el imperio romano, el califato abasí, el imperio mogol y el imperio otomano. Los ciudadanos de tales Estados universales, «en contra de hechos claros en apariencia... son propensos a considerarlos, no como el refugio de una noche en el desierto, sino como la Tierra Prometida, la meta de todos los esfuerzos humanos». Lo mismo ocurrió en el apogeo de la pax britannica. En 1897, para la clase media británica, «desde su punto de vista, la historia había terminado para ellos... Y tenían toda la razón al congratularse por el permanente estado de felicidad que este final de la historia les había conferido».1 Sin embargo, las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar.
¿Es Occidente una excepción a esta regla? Las dos preguntas clave fueron bien formuladas por Melko:
En primer lugar, ¿es la civilización occidental una especie nueva, una clase en sí misma, diferente, sin parangón posible respecto a todas las demás civilizaciones que han existido?
En segundo lugar, ¿su expansión a escala planetaria amenaza (o promete) acabar con la posibilidad de desarrollo de todas las restantes civilizaciones?2
La mayoría de los occidentales se siente inclinados, de forma absolutamente natural, a responder afirmativamente a ambas preguntas. Y quizá tienen razón. Sin embargo, en el pasado los pueblos de otras civilizaciones pensaron de modo semejante y se equivocaron.
Occidente difiere obviamente de todas las demás civilizaciones que han existido, por cuanto ha dejado una huella profunda en todas las demás civilizaciones que han existido desde el año 1500. Además, inició los procesos de modernización e industrialización que se han convertido en universales, y, como consecuencia de ello, sociedades de todas las demás civilizaciones han estado intentando alcanzar a Occidente en opulencia y modernidad. Sin embargo, ¿significan estas características de Occidente que su evolución y dinámica como civilización son fundamentalmente diferentes de las leyes que han prevalecido en todas las demás civilizaciones? La evidencia de la historia y los juicios de los investigadores de la historia comparada de las civilizaciones indican lo contrario. El desarrollo de Occidente hasta hoy no se ha apartado significativamente de las leyes evolutivas comunes a las civilizaciones a lo largo de la historia. El Resurgimiento islámico y el dinamismo económico de Asia demuestran que otras civilizaciones están vivas y con buena salud, y amenazan, al menos potencialmente, a Occidente. Una gran guerra en la que intervengan Occidente y los Estados centrales de otras civilizaciones no es inevitable, pero podría suceder. Por otra parte, la decadencia gradual e irregular de Occidente, que empezó a principios del siglo xx, podría prolongarse en el futuro durante décadas, quizá siglos. También es posible que Occidente experimente un período de renacimiento, invierta la tendencia decadente de su influencia en los asuntos mundiales y confirme de nuevo su posición como líder al que las demás civilizaciones siguen e imitan.
Carroll Quigley, en la que probablemente es la determinación más útil de los períodos de evolución de las civilizaciones históricas, ve una trayectoria común de siete fases: mezcla, gestación, expansión, época de conflicto, imperio universal, decadencia, invasión.3 (Véase pág. 49.) Según este autor, la civilización occidental comenzó a tomar forma gradualmente entre el 370 y el 750 d.C. a través de la mezcla de elementos de las culturas clásica, semítica, sarracena y bárbara. Su período de gestación, que duró desde mediados del siglo viii hasta finales del siglo x, fue seguido por un movimiento, inusitado en otras civilizaciones, de avances y retrocesos entre fases de expansión y fases de conflicto. En su opinión, coincidente con las de otros estudiosos de las civilizaciones, Occidente en ese momento parece estar saliendo de su fase de conflicto. La civilización occidental se ha convertido en una zona de seguridad; las guerras dentro de Occidente, aparte de alguna guerra fría ocasional, son prácticamente impensables. Occidente va desarrollando, como afirmamos en el capítulo 2, su equivalente de un imperio universal en forma de un complejo sistema de confederaciones, federaciones, regímenes y otros tipos de instituciones de cooperación que encarnan en el plano de la civilización su adhesión a una política democrática y pluralista. Dicho brevemente, Occidente se ha convertido en una sociedad madura que entra en lo que futuras generaciones, siguiendo la trayectoria recurrente de las civilizaciones, verán retrospectivamente como una «edad dorada», un período de paz producto, según Quigley, de «la ausencia de unidades rivales dentro de la zona de la civilización misma, y de la lejanía o incluso ausencia de luchas con otras sociedades foráneas». Es también un período de prosperidad que nace del «fin de la beligerancia destructiva interna, la reducción de las barreras comerciales interiores, el establecimiento de un sistema común de pesos, medidas y moneda, y del amplio sistema de gasto estatal asociado con el establecimiento de un imperio universal».
En civilizaciones anteriores, esta fase de deleitosa edad dorada, con sus visiones de inmortalidad, terminó, o espectacular y rápidamente con la victoria de una sociedad exterior, o de forma lenta e igualmente penosa por desintegración interna. Lo que sucede dentro de una civilización es crucial, tanto para su capacidad de resistir a la destrucción procedente de fuentes exteriores, como para alejar la decadencia que amenaza desde dentro. Las civilizaciones crecen, afirmaba Quigley en 1961, porque tienen un «instrumento de expansión», esto es, una organización militar, religiosa, política o económica que acumula excedentes y los invierte en innovaciones productivas. Las civilizaciones decaen cuando dejan de «aplicar el excedente a nuevos modos de hacer cosas. En términos modernos diríamos que cuando el índice de inversión decrece». Esto sucede porque los grupos sociales que controlan el excedente tienen interés particular en usarlo para «fines no productivos, pero que satisfacen al ego... que distribuyen los excedentes para su consumo, pero no proporcionan métodos más eficaces de producción». La gente vive de su capital, y la civilización pasa de la fase del Estado universal a la fase de decadencia. Éste es un período de grave depresión económica, niveles de vida en decadencia, guerras civiles entre los diversos intereses creados, y creciente analfabetismo. La sociedad se hace cada vez más débil. Se hacen vanos esfuerzos por detener el desgaste promulgando leyes. Pero la decadencia continúa. Los ámbitos religioso, intelectual, social y político de la sociedad comienzan a perder en gran medida la lealtad de las masas del pueblo. Comienzan a difundirse por la sociedad nuevos movimientos religiosos. Hay una reticencia cada vez mayor a luchar por la sociedad o incluso a mantenerla pagando impuestos.
Después, la decadencia conduce a la fase de invasión, «en la que la civilización, incapaz ya de defenderse porque ya no está dispuesta a hacerlo, queda abierta de par en par a los "invasores bárbaros"», que a menudo proceden de «otra civilización más joven y poderosa».4
Sin embargo, la lección primordial de la historia de la civilización es que muchas cosas son probables, pero nada es inevitable. Las civilizaciones pueden reformarse y renovarse, y lo han hecho. La cuestión fundamental para Occidente es si, dejando totalmente a un lado las amenazas exteriores, es capaz de detener e invertir los procesos internos de decadencia. ¿Puede Occidente renovarse, o la continua degeneración interna simplemente acelerará su final o su subordinación a otras civilizaciones económica y demográficamente más dinámicas?*
A mediados de los años noventa, Occidente tenía muchas características que Quigley catalogaba como las de una civilización madura en la antesala de la decadencia. Económicamente, Occidente era mucho más rico que ninguna otra civilización, pero también tenía índices bajos de crecimiento económico, de ahorro y de inversión, particularmente en comparación con las sociedades del este de Asia. El consumo individual y colectivo tenía prioridad sobre la creación de los potenciales para un futuro poder económico y militar. El crecimiento vegetativo de la población era bajo, particularmente en comparación con el de los países islámicos. Sin embargo, ninguno de estos problemas tenía por qué implicar, inevitablemente, consecuencias catastróficas. Las economías occidentales estaban creciendo todavía; los países occidentales en general iban mejorando su posición acomodada; y Occidente seguía siendo el líder en investigación científica e innovación tecnológica. No era probable que los gobiernos pudieran remediar las bajas tasas de natalidad (sus esfuerzos por conseguirlo tienen menos éxito aún, en general, que sus esfuerzos por reducir el crecimiento de la población). Sin embargo, la inmigración era una fuente potencial de nuevo vigor y capital humano, con tal de que se cumplieran dos condiciones: en primer lugar, que se diera prioridad a gente capaz, cualificada y dinámica, con el talento y los conocimientos necesarios para el país anfitrión; en segundo lugar, que los nuevos inmigrantes y sus hijos se integraran en las culturas del país y de Occidente. Era posible que los Estados Unidos tuvieran problemas en cumplir la primera condición, y los países europeos en cumplir la segunda. Sin embargo, establecer criterios que rijan las categorías, fuentes, características e integración de los inmigrantes atañe plenamente a la experiencia y competencia de los gobiernos occidentales.
Mucho más importantes que la economía y la demografía son los problemas de decadencia moral, suicidio cultural y desunión política en Occidente. Entre las manifestaciones de decadencia moral a las que a menudo se hace referencia se encuentran:
1. el aumento de la conducta antisocial, como crímenes, drogadicción y violencia en general;
2. la decadencia familiar, que incluye mayores tasas de divorcio, ilegitimidad, embarazos de adolescentes y familias monoparentales;
3. al menos en los Estados Unidos, el descenso del «capital social», esto es, del número de miembros de asociaciones de voluntariado y de la confianza interpersonal asociada con tal colectivo;
4. el debilitamiento general de la «ética del trabajo» y el auge de un culto de tolerancia personal;
5. el interés cada vez menor por el estudio y la actividad intelectual, manifestado en los Estados Unidos en unos niveles inferiores de rendimiento escolar.
La salud futura de Occidente y su influencia en otras sociedades depende en una medida considerable de su éxito a la hora de afrontar esas tendencias, que, por supuesto, son la fuente de las declaraciones de superioridad moral por parte de musulmanes y asiáticos.
La cultura occidental está cuestionada por grupos situados dentro de las sociedades occidentales. Uno de esos cuestionamientos procede de los inmigrantes de otras civilizaciones que rechazan la integración y siguen adhiriéndose y propagando los valores, costumbres y culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes en Europa, que, sin embargo, son una pequeña minoría. También es manifiesto, en menor grado, entre los hispanos de los Estados Unidos, que son una gran minoría. Si la integración fracasa en este caso, los Estados Unidos se convertirán en un país escindido, con todos los potenciales de contienda y desunión internas que eso entraña. En Europa, la civilización occidental también podría quedar socavada por el debilitamiento de su componente central, el cristianismo. El número de europeos que profesan creencias religiosas, observan prácticas de una religión y participan en sus actividades son cada vez menores.5 Esta tendencia refleja, no tanto hostilidad respecto a la religión, cuanto indiferencia ante ella. Sin embargo, los conceptos, valores y prácticas cristianos impregnan la civilización europea. «Los suecos son probablemente el pueblo más irreligioso de Europa», comentaba uno de ellos, «pero no se puede entender este país de ningún modo a menos que se caiga en la cuenta de que nuestras instituciones, prácticas sociales, familias, política y forma de vida están configuradas de forma fundamental por nuestra herencia luterana.» Los estadounidenses, a diferencia de los europeos, creen mayoritariamente en Dios, se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en gran número. Aunque no había indicios de un resurgimiento de la religión en Estados Unidos a mediados de los años ochenta, la década siguiente fue testigo de una actividad religiosa intensificada.6 El desgaste del cristianismo entre los occidentales es probable que sea, en el peor de los casos, sólo una amenaza a muy largo plazo para la salud de la civilización occidental.
En los Estados Unidos existía un peligro más inmediato y grave. Históricamente, la identidad nacional estadounidense se ha definido culturalmente por la herencia de la civilización occidental y políticamente por los principios del credo norteamericano en el que coinciden abrumadoramente los estadounidenses: libertad, democracia, individualismo, igualdad ante la ley, constitucionalismo, propiedad privada. A finales del siglo xx, ambos componentes de la identidad norteamericana se vieron sometidos a un violento ataque, concentrado y continuo, por parte de un número pequeño pero influyente de intelectuales y publicistas. En nombre del multiculturalismo, atacaban la identificación de los Estados Unidos con la civilización occidental, negaban la existencia de una cultura estadounidense común y promovían identidades y agrupamientos raciales, étnicos y otros de tipo cultural subnacional. Condenaban, según palabras de uno de sus informes, la «propensión sistemática hacia la cultura europea y sus derivados» en educación y «el dominio de la perspectiva monocultural europeo-estadounidense». Como decía Arthur M. Schlesinger, Jr., los multiculturalistas eran «muy a menudo separatistas etnocéntricos que veían poco en la herencia occidental aparte de los crímenes de Occidente». Su «talante es el de despojar a los estadounidenses de la pecaminosa herencia europea y buscar inyecciones redentoras de culturas no occidentales».7
La tendencia multicultural se manifestó también en una variada legislación que siguió a las leyes de derechos civiles de los años sesenta, y en los años noventa el gobierno de Clinton hizo del estímulo de la diversidad uno de sus objetivos principales. El contraste con el pasado es llamativo. Los Padres Fundadores veían la diversidad como una realidad y como un problema: de ahí el lema nacional, e pluribus unum, escogido por un comité del Congreso Continental formado por Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y John Adams. Los líderes políticos posteriores también temían los peligros de la diversidad racial, regional, étnica, económica y cultural (que de hecho provocó la mayor guerra del siglo que medió entre 1815 y 1914), reaccionaron a la llamada de «unámonos» e hicieron de la promoción de la unidad nacional su responsabilidad fundamental. «El único modo absolutamente seguro de llevar esta nación a la ruina, de impedirle toda posibilidad de continuar como nación», advertía Theodore Roosevelt, «sería permitir que se convirtiera en una maraña de nacionalidades enfrentadas.»8 Sin embargo, en los años noventa, los líderes de los Estados Unidos, no sólo lo permitían, sino que promovían asiduamente la diversidad del pueblo al que gobernaban, en lugar de su unidad.
Los líderes de otros países, como hemos visto, a veces han intentado rechazar su herencia cultural y cambiar la identidad de su país de una civilización a otra. Hasta la fecha, ninguno ha tenido éxito; en cambio, han creado países desgarrados y esquizofrénicos. Los multiculturalistas estadounidenses rechazan igualmente la herencia cultural de su país. Sin embargo, en lugar de intentar identificar a los Estados Unidos con otra civilización, desean crear un país de muchas civilizaciones, lo que equivale a decir un país que no pertenezca a ninguna civilización y carezca de núcleo cultural. La historia demuestra que ningún país así constituido puede pervivir largo tiempo como una sociedad coherente. Unos Estados Unidos de múltiples civilizaciones no serán los Estados Unidos, serán las Naciones Unidas.
Los multiculturalistas también cuestionaban un elemento fundamental del credo estadounidense, al sustituir los derechos de los individuos por los derechos de los grupos, definidos ampliamente desde el punto de vista de la raza, la etnia, el sexo y la preferencia sexual. Dicho credo, decía Gunnar Myrdal en los años cuarenta, reforzando los comentarios de observadores extranjeros que se remontan a Héctor St. John de Crèvecoeur y Alexis de Tocqueville, ha sido «el cemento en la estructura de esta nación grande y dispar». «Nuestro destino como nación no ha sido», coincidía Richard Hofstader, «tener ideologías, sino ser una.»9 ¿Qué les sucederá, pues, a los Estados Unidos si esa ideología es rechazada por una parte importante de sus ciudadanos? El destino de la Unión Soviética, el otro gran país cuya unidad, más aún que la de los Estados Unidos, estaba definida en términos ideológicos, es un ejemplo aleccionador para los estadounidenses. «[E]l fracaso total del marxismo... y la espectacular desmembración de la Unión Soviética», ha indicado el filósofo japonés Takeshi Umehara, «sólo son los precursores del hundimiento del liberalismo occidental, la corriente principal de la modernidad. Lejos de ser la alternativa al marxismo y la ideología imperante al final de la historia, el liberalismo será la siguiente ficha de dominó que caiga.»10 En una época en la que los pueblos de todas partes se definen en términos culturales, ¿qué lugar hay para una sociedad sin un núcleo cultural, y definida sólo por un credo político? Los principios políticos son una base poco firme para construir sobre ella una colectividad duradera. En un mundo de múltiples civilizaciones donde la cultura cuenta, los Estados Unidos podrían ser simplemente la última y anómala reliquia de un mundo occidental en vías de desaparición donde la ideología contaba.
El rechazo del credo y de la civilización occidental supone el final de los Estados Unidos de América tal y como los hemos conocido. También significa realmente el final de la civilización occidental. Si los Estados Unidos se desoccidentalizan, Occidente queda reducido a Europa y a unos pocos países ultramarinos de colonos europeos escasamente poblados. Sin los Estados Unidos, Occidente se convierte en una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una península pequeña y sin trascendencia, situada en el extremo de la masa continental euroasiática.
El choque entre los multiculturalistas y los defensores de la civilización occidental y del credo estadounidense es, según la frase de James Kurth, «el verdadero choque» dentro del sector americano de la civilización occidental.11 Los estadounidenses no pueden evitar la pregunta: ¿somos un pueblo occidental o somos algo más? El futuro de los Estados Unidos y el de Occidente dependen de que los norteamericanos reafirmen su adhesión a la civilización occidental. Dentro del país, esto significa rechazar los diversos y subversivos cantos de sirena del multiculturalismo. En el plano internacional supone rechazar los esquivos e ilusorios llamamientos a identificar los Estados Unidos con Asia. Sean cuales sean las conexiones económicas que puedan existir entre ellas, la importante distancia cultural existente entre las sociedades asiáticas y estadounidense impide su unión en una casa común. Culturalmente, los norteamericanos son parte de la familia occidental; los multiculturalistas pueden dañar e incluso destruir esa relación, pero no pueden reemplazarla. Cuando los estadounidenses buscan sus raíces culturales, las encuentran en Europa.
A mediados de los años noventa, se produjo una nueva discusión acerca de la naturaleza y el futuro de Occidente, un renovado reconocimiento de que tal realidad había existido y un mayor interés por lo que pudiera asegurar el mantenimiento de su existencia. En cierto modo, esto brotó de la necesidad constatada de ampliar la principal institución occidental, la OTAN, para incluir a los países occidentales del este, y de las serias divisiones que surgieron dentro de Occidente acerca de cómo reaccionar ante la disgregación de Yugoslavia. Más en general, expresaba también inquietud acerca de la futura unidad de Occidente al faltar la amenaza soviética y particularmente por lo que esto significaba para el compromiso de los Estados Unidos con Europa. A medida que los países occidentales han ido interactuando más con sociedades no occidentales cada vez más poderosas, han cobrado progresivamente una mayor conciencia del núcleo cultural occidental común que los vincula. Dirigentes de ambos lados del Atlántico han insistido en la necesidad de remozar la colectividad atlántica. A finales de 1994 y en 1995, los ministros de Defensa alemán y británico, los ministros de Exteriores francés y estadounidense, Henry Kissinger y otras diversas figuras destacadas se adhirieron a esta causa. Su argumento fue sintetizado por el ministro de Defensa británico Malcolm Rifkind, quien, en noviembre de 1994, afirmaba la necesidad de «una Comunidad Atlántica» apoyada en cuatro pilares: defensa y seguridad materializada en la OTAN; «fe compartida en el imperio de la ley y en la democracia parlamentaria»; «capitalismo liberal y libre comercio»; y «la común herencia cultural europea procedente de Grecia y Roma, a través del Renacimiento, y que llega hasta los valores, creencias y civilización comunes de nuestro siglo».12 En 1995, la Comisión Europea puso en marcha un proyecto para «renovar» la relación transatlántica, lo que llevó a la firma de un pacto a gran escala entre la Unión y los Estados Unidos. Simultáneamente, muchos dirigentes políticos y empresariales europeos apoyaron la creación de una zona de libre comercio transatlántica. Aunque la AFL-CIO [Federación Americana de Trabajadores y Congreso de Organizaciones Industriales] se opuso al NAFTA y a otras medidas de liberalización del comercio, su dirección respaldó cordialmente dicho acuerdo transatlántico de libre comercio que no amenazaba los puestos de trabajo estadounidenses con la competencia de países con salarios bajos. También fue apoyado por conservadores tanto europeos (Margaret Thatcher) como estadounidenses (Newt Gingrich), y también por líderes canadienses y otros dirigentes británicos.
Occidente, como se dijo en el capítulo 2, atravesó una primera fase europea de desarrollo y expansión que duró varios siglos, y después una segunda fase americana en el siglo xx. Si Norteamérica y Europa renuevan su vida moral, construyen sobre su coincidencia cultural y desarrollan formas exclusivas de integración económica y política para complementar su colaboración en materia de seguridad en la OTAN, podrían generar una tercera fase euroamericana de prosperidad económica e influencia política occidentales. Una integración política significativa contrarrestaría en cierta medida la decadencia relativa en la proporción de Occidente respecto a la población, el producto económico y el potencial militar del mundo, y restablecería el poder de Occidente a los ojos de los líderes de otras civilizaciones. «Con su influencia comercial», advertía a los asiáticos el Primer ministro Mahathir, «la confederación UE-NAFTA podría dictar las condiciones al resto del mundo».13 Sin embargo, el que Occidente se una o no política y económicamente depende sobre todo de que los Estados Unidos se reafirmen en su identidad como nación occidental y definan su papel a escala mundial como líder de la civilización occidental.
Un mundo en el que las identidades culturales —étnicas, nacionales, religiosas, de civilización— son fundamentales, y las afinidades y diferencias culturales configuran las alianzas, antagonismos y líneas de conducta de los Estados, tiene tres consecuencias claras para Occidente en general y para los Estados Unidos en particular.
En primer lugar, los estadistas sólo pueden alterar la realidad de forma constructiva si la reconocen y entienden. La política de la cultura que está surgiendo, el poder en alza de las civilizaciones no occidentales y la creciente afirmación cultural de estas sociedades han sido ampliamente reconocidos en el mundo no occidental. Los líderes europeos han señalado las fuerzas culturales que congregan y disgregan a la gente. Las elites estadounidenses, en cambio, han sido lentas para aceptar estas realidades que están surgiendo y para enfrentarse a ellas. Los gobiernos de Bush y Clinton apoyaron la unidad de la Unión Soviética, Yugoslavia, Bosnia y Rusia, países de múltiples civilizaciones, esforzándose en vano por detener las poderosas fuerzas étnicas y culturales que presionaban en favor de la desunión. Promovieron planes de integración económica de las diversas civilizaciones, planes que, o bien son inútiles, como ocurre con la APEC, o bien suponen costos económicos y políticos importantes e imprevistos, como en el caso del NAFTA y México. Intentaron establecer estrechas relaciones con los Estados centrales de otras civilizaciones, en forma de «asociación a escala mundial» con Rusia, o de «compromiso constructivo» con China, ante los conflictos naturales de intereses entre los Estados Unidos y esos países. Al mismo tiempo, el gobierno de Clinton no supo implicar incondicionalmente a Rusia en la búsqueda de la paz en Bosnia, pese al gran interés de Rusia en esa guerra como Estado central de la ortodoxia. Al perseguir la quimera de un país de múltiples civilizaciones, el gobierno de Clinton negó la autodeterminación a las minorías serbia y croata y ayudó a crear en los Balcanes un aliado de Irán, islamista y con régimen de partido único. De manera parecida, el gobierno de los EE.UU. apoyó también el sometimiento de los musulmanes al dominio ortodoxo, manteniendo que «Sin duda Chechenia es parte de la Federación Rusa».14
Aunque los europeos admiten universalmente la importancia fundamental de la línea divisoria entre la cristiandad occidental, por un lado, y la ortodoxia y el islam, por otro, los Estados Unidos, decía su secretario de Estado, «no reconocen ninguna línea divisoria fundamental entre las partes católica, ortodoxa e islámica de Europa». Sin embargo, quienes no reconocen líneas divisorias fundamentales están condenados a verse contrariados por ellas. Al principio, el gobierno de Clinton no pareció consciente del cambiante equilibrio de poder entre los Estados Unidos y las sociedades del este asiático, y por eso de vez en cuando anunciaba metas con respecto al comercio, los derechos humanos, la proliferación nuclear y otras cuestiones, que era incapaz de realizar. En conjunto, el gobierno estadounidense ha tenido una dificultad extraordinaria para adaptarse a una época en la que la política mundial está configurada por mareas culturales y de civilización.
En segundo lugar, el pensamiento estadounidense en materia de política exterior adolecía también de una renuencia a abandonar, alterar o, a veces, incluso reconsiderar posturas adoptadas para satisfacer las necesidades de la guerra fría. Algunos demostraban esta actitud persistiendo en ver como amenaza potencial a una resucitada Unión Soviética. Más en general, las personas tendían a considerar intocables las alianzas y acuerdos de limitación de armamento establecidos durante la guerra fría. La OTAN se debe mantener en la forma que tenía en la guerra fría. El Tratado de Seguridad norteamericano-japonés es fundamental para la seguridad del este asiático. El tratado de misiles antibalísticos (ABM) es inviolable. El tratado de fuerzas convencionales en Europa (CFE) se debe cumplir. Obviamente ninguno de éstos u otros legados de la guerra fría se debe desechar a la ligera. Sin embargo, tampoco redunda necesariamente en interés de los Estados Unidos o de Occidente el que mantengan la forma que tenían durante la guerra fría. La realidad de un mundo multicivilizatorio indica que la OTAN debe ampliarse para incluir a otras sociedades occidentales que desean ingresar en ella, y debe reconocer el tremendo absurdo de contar entre sus miembros a dos Estados que son enemigos acérrimos uno del otro y carecen de afinidad cultural con los demás miembros. Un tratado de misiles antibalísticos pensado para satisfacer la necesidad, surgida en la guerra fría, de garantizar la mutua vulnerabilidad de las sociedades soviética y estadounidense, e impedir así la guerra nuclear soviético-norteamericana puede perfectamente estorbar la capacidad de los Estados Unidos y otras sociedades para protegerse contra amenazas o ataques impredecibles por parte de movimientos terroristas y dictadores irracionales. El tratado de seguridad entre los EE.UU. y Japón ayudó a impedir una agresión soviética contra Japón. ¿Para qué se supone que sirve en la era posterior a la guerra fría? ¿Para contener y disuadir a China? ¿Para lentificar la acomodación japonesa a una China pujante? ¿Para retrasar una mayor militarización japonesa? Cada vez se están planteando más dudas en Japón acerca de la presencia militar norteamericana en aquel país, y en los Estados Unidos respecto a la necesidad de un compromiso de defender Japón sin contraprestaciones. El acuerdo de fuerzas convencionales en Europa (CFE) fue ideado para atemperar la confrontación OTAN-Pacto de Varsovia en Europa Central, confrontación que ha desaparecido. El principal efecto del acuerdo ahora es crear dificultades a Rusia a la hora de afrontar lo que considera amenazas procedentes de los pueblos musulmanes del sur.
En tercer lugar, la diversidad cultural y civilizatoria cuestiona la creencia occidental, y particularmente estadounidense, en la validez universal de la cultura occidental. Esta creencia se expresa tanto descriptiva como normativamente. Descriptivamente, sostiene que los pueblos de todas las sociedades quieren adoptar los valores, instituciones y prácticas occidentales. Si parecen no tener ese deseo y estar adheridos a sus propias culturas tradicionales, son víctimas de una «conciencia errónea» comparable a la que los marxistas encontraban entre los proletarios que apoyaban el capitalismo. Normativamente, la creencia universalista occidental postula que la gente de todo el mundo debe abrazar los valores, instituciones y cultura occidentales porque representan el pensamiento más elevado, más ilustrado, más liberal, más racional, más moderno y más civilizado del género humano.
En el mundo que está surgiendo, de conflicto étnico y choque entre civilizaciones, la creencia de Occidente en la universalidad de su cultura adolece de tres males: es falsa; es inmoral; y es peligrosa. Que es falsa ha sido la tesis central de este libro, tesis perfectamente resumida por Michael Howard: la «común suposición occidental de que la diversidad cultural es una curiosidad histórica que se va desgastando rápidamente con el crecimiento de una cultura mundial común, de orientación occidental y anglohablante, que configuraría nuestros valores básicos... simplemente, no es verdadera».15 Un lector que a estas alturas no esté convencido de la sabiduría del comentario de sir Michael vive en un mundo alejado de la realidad.
La creencia de que los pueblos no occidentales deben adoptar los valores, instituciones y cultura occidentales es inmoral debido a lo que sería necesario para llevarla a la práctica. El alcance casi universal del poder europeo a finales del siglo xix y la dominación a escala mundial de los Estados Unidos a finales del siglo xx difundieron gran parte de la civilización occidental por el mundo. Sin embargo, el mundialismo universal ya no existe. La hegemonía norteamericana está retrocediendo, aunque sólo sea porque ya no es necesario proteger a los Estados Unidos contra una amenaza militar soviética del estilo de la guerra fría. La cultura, como hemos sostenido, sigue al poder. Si las sociedades no occidentales han de ser configuradas una vez más por la cultura occidental, tal cosa sólo sucederá como resultado de la expansión, despliegue e influencia del poder occidental. El imperialismo es la necesaria consecuencia lógica del universalismo. Además, por su condición de civilización madura, Occidente ya no posee el dinamismo económico o demográfico requerido para imponer su voluntad a otras sociedades, y cualquier esfuerzo por hacer tal cosa es además contrario a los valores occidentales de la autodeterminación y la democracia. A medida que las civilizaciones asiática y musulmana comiencen a afirmar cada vez más la validez universal de sus culturas, los occidentales irán comprendiendo cada vez mejor la conexión entre universalismo e imperialismo.
El universalismo occidental es peligroso porque se basa en un espejismo, el de la centralidad de Occidente en la historia universal. Es peligroso para el mundo porque podría conducir a una gran guerra entre Estados centrales de diferentes civilizaciones, y es peligroso para Occidente porque podría llevar a la derrota de Occidente. Con el hundimiento de la Unión Soviética, los occidentales ven su civilización en una posición de dominio sin parangón, mientras que, al mismo tiempo, sociedades más débiles, asiáticas y musulmanas, entre otras, están empezando a cobrar fuerza. De ahí que pudieran verse inducidos a aplicar la lógica de Bruto:
...nuestras legiones están rebosantes
y madura nuestra causa. El enemigo
aumenta día tras día; nosotros
en la cumbre, bordeamos el declive.
En los asuntos humanos hay un flujo,
que lleva a la fortuna si aprovechas la pleamar.
Si la dejas, harás el viaje de la vida
tropezando en escollos y miserias.
Ahora navegamos con marea alta
y, si no seguimos la corriente favorable,
ponemos en peligro nuestra empresa.
Sin embargo, esta lógica provocó la derrota de Bruto en Filipos, y el curso prudente para Occidente no es intentar detener el cambio en el poder, sino aprender a navegar entre escollos, soportar las miserias, moderar sus empresas y salvaguardar su cultura.
Todas las civilizaciones pasan por procesos semejantes de aparición, ascenso y decadencia. Occidente difiere de las demás civilizaciones, no en el modo en que se ha desarrollado, sino en el carácter peculiar de sus valores e instituciones. Entre éstos se encuentran sobre todo su cristianismo, pluralismo, individualismo e imperio de la ley, que hicieron posible que Occidente inventara la modernidad, se extendiera por el mundo y se convirtiera en la envidia de las demás sociedades. Estas características, en conjunto, son peculiares de Occidente. Europa, como ha dicho Arthur M. Schlesinger, Jr., es «la fuente —la fuente única—» de las «ideas de libertad individual, democracia política, del imperio de la ley, los derechos humanos y la libertad cultural... Estas son ideas europeas, no asiáticas, ni africanas, ni de Oriente Próximo u Oriente Medio, salvo por adopción».16 Ellas convierten en única a la civilización occidental, y la civilización occidental es valiosa, no porque sea universal, sino porque es única. Por consiguiente, la principal responsabilidad de los líderes occidentales no es intentar remodelar otras civilizaciones a imagen de Occidente, cosa que escapa a su poder en decadencia, sino preservar, proteger y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental. Puesto que los Estados Unidos de América son el más poderoso país occidental, sobre él recae mayormente esa responsabilidad.
Preservar la civilización occidental ante la decadencia de su poder redunda en interés de los Estados Unidos y los países europeos:
para conseguir una mayor integración política, económica y militar y para coordinar sus posturas a fin de impedir que Estados de otras civilizaciones exploten las diferencias entre ellos;
para incorporar a la Unión Europea y la OTAN a los Estados occidentales de Europa Central, es decir, a los países de Visegrado, las repúblicas bálticas, Eslovenia y Croacia;
para estimular la «occidentalización» de Latinoamérica y, hasta donde sea posible, el estrecho alineamiento de los países latinoamericanos con Occidente;
para refrenar el desarrollo del poderío militar convencional y no convencional de los países islámicos y sínicos;
para retrasar la deriva de Japón alejándose de Occidente y su acomodo con China;
para aceptar a Rusia como el Estado central de la ortodoxia y como gran potencia regional con legítimos intereses en la seguridad de sus fronteras del sur;
para mantener la superioridad tecnológica y militar occidental sobre otras civilizaciones;
y, lo más importante, para reconocer que la intervención occidental en asuntos de otras civilizaciones es probablemente la fuente más peligrosa de inestabilidad y de conflicto potencial a escala planetaria en un mundo multicivilizatorio.
En las circunstancias posteriores a la guerra fría, los Estados Unidos se llenaron de debates a gran escala sobre el rumbo adecuado de la política exterior norteamericana. Sin embargo, en esta época los Estados Unidos no pueden ni dominar el mundo ni escapar de él. Ni el internacionalismo ni el aislacionismo, ni el multilateralismo ni el unilateralismo serán lo que mejor sirva a sus intereses. El mejor modo de fomentarlos será renunciar a estos extremos opuestos y adoptar en cambio una postura occidental de estrecha cooperación con sus socios europeos para proteger y promocionar los intereses y valores de la civilización única de Occidente.
Una guerra a escala planetaria en la que participasen los Estados centrales de las principales civilizaciones del mundo es muy improbable, pero no imposible. Una guerra así, lo hemos indicado, podría producirse a partir de la intensificación de una guerra de línea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que muy posiblemente se encontrarían musulmanes por un lado y no musulmanes por el otro. La intensificación se hace más probable si los aspirantes musulmanes a Estado central rivalizan en proporcionar asistencia a sus correligionarios dispuestos a la lucha. La hacen menos probable los intereses que países emparentados secundarios y terciarios pueden tener en no implicarse a fondo en la guerra. Una fuente más peligrosa de guerra a escala planetaria entre civilizaciones es el cambiante equilibio de poder entre las civilizaciones y sus Estados centrales. A lo largo de la historia, tales cambios de poder entre Estados importantes han producido guerras significativas. Si continúan, el ascenso de China y la creciente seguridad en sí mismo de ésta, «el mayor actor de la historia del hombre», ejercerán una tremenda presión sobre la estabilidad internacional a principios del siglo xxi. La aparición de China como la potencia dominante en el este y sudeste asiático sería contraria a los intereses estadounidenses tal y como éstos han sido interpretados históricamente. Dichos intereses eran reafirmados explícitamente en el borrador de la Guía de Planificación del Ministerio de Defensa filtrada a la prensa en febrero de 1992. Los Estados Unidos, afirma este documento, «deben impedir que cualquier potencia hostil domine una región cuyos recursos, bajo un control consolidado, fueran suficientes para generar una potencia mundial. Entre tales regiones se incluyen Europa Occidental, el este asiático, los territorios de la antigua Unión Soviética y el sudoeste asiático... Nuestra estrategia actualmente se debe volver a concentrar en impedir la aparición de futuros competidores potenciales a escala mundial».17
Dado este interés estadounidense, ¿cómo podría producirse una guerra entre los Estados Unidos y China? Supongamos que es el año 2010. Las tropas norteamericanas han salido de Corea, que se ha reunificado, y los Estados Unidos han reducido sustancialmente su presencia militar en Japón. Taiwán y China continental han llegado a un acuerdo por el que Taiwán continúa teniendo la mayor parte de su independencia de facto, pero reconoce explícitamente la soberanía de Pekín y, con el apadrinamiento de China, ha sido admitido en las Naciones Unidas siguiendo el modelo de Ucrania y Bielorrusia en 1946. La explotación de los recursos petrolíferos en el mar de la China meridional ha avanzado deprisa, en buena parte auspiciada por los chinos, pero en algunas zonas bajo control vietnamita la explotación corre a cargo de empresas estadounidenses. China anuncia que va a establecer su control pleno y total sobre el conjunto del mar, cuya soberanía ha reivindicado siempre. Los vietnamitas se resisten y se producen combates entre barcos de guerra chinos y vietnamitas. Los chinos, ansiosos de vengar su humillación de 1979, invaden Vietnam. Los vietnamitas piden la ayuda estadounidense. Los chinos advierten a los Estados Unidos que permanezcan al margen. Japón y las demás naciones de Asia no saben qué hacer. Los Estados Unidos dicen que no pueden aceptar una conquista china de Vietnam, exigen sanciones económicas contra China y envían una de las pocas fuerzas expedicionarias con portaaviones que le quedan al mar de la China meridional. Los chinos condenan esto como una violación de las aguas territoriales chinas y lanzan ataques aéreos contra la fuerza expedicionaria. Los esfuerzos del secretario general de la ONU y del Primer ministro japonés por negociar un alto el fuego fracasan, y la lucha se extiende a otros lugares del este de Asia. Japón prohíbe el uso de las bases estadounidenses instaladas en ese país para actuar contra China, los Estados Unidos ignoran tal prohibición, y Japón anuncia su neutralidad y pone en cuarentena las bases. Los submarinos y los aviones chinos con base en tierra, que operan tanto desde Taiwán como desde el continente, infligen graves daños a barcos e instalaciones estadounidenses en el este asiático. Mientras tanto, las fuerzas de infantería chinas entran en Hanoi y ocupan gran parte de Vietnam.
Puesto que tanto China como Estados Unidos tienen misiles capaces de transportar armas nucleares al territorio rival, se produce un implícito punto muerto, y estas armas no se usan en las primeras fases de la guerra. Sin embargo, el temor a tales ataques existe en ambas sociedades y es particularmente intenso en los Estados Unidos. Esto hace que muchos norteamericanos comiencen a preguntar: ¿por qué nos estamos viendo sometidos a este peligro? ¿Qué importa que China controle el mar de la China meridional, Vietnam o incluso todo el sudeste de Asia? La oposición a la guerra es particularmente fuerte en el sudoeste de los Estados Unidos dominado por los hispanos, donde la gente y los gobiernos estatales dicen «ésta no es nuestra guerra» e intentan optar por no intervenir, siguiendo el ejemplo de Nueva Inglaterra en la guerra de 1812. Después de que los chinos consoliden sus victorias iniciales en el este de Asia, la opinión estadounidense comienza a moverse en la dirección esperada por Japón en 1942: los costos de frustrar esta última afirmación de poder hegemónico son demasiado grandes; aceptaremos un final negociado a la lucha esporádica o «extraña guerra» ahora en curso en el Pacífico occidental.
Pero, mientras tanto, la guerra está teniendo repercusión en los grandes Estados de otras civilizaciones. La India aprovecha la oportunidad ofrecida por el hecho de que China se concentre en el este asiático para lanzar un ataque devastador contra Paquistán con vistas a aniquilar totalmente el potencial militar nuclear y convencional de ese país. Al principio tiene éxito, pero la alianza militar entre Paquistán, Irán y China entra en acción, e Irán acude en ayuda de Paquistán con fuerzas militares modernas y muy perfeccionadas. La India queda atascada combatiendo a las tropas iraníes y a las guerrillas paquistaníes de varios grupos étnicos diferentes. Tanto Paquistán como la India piden ayuda a Estados árabes —la India advirtiendo del peligro de dominación iraní del sudoeste asiático—, pero los éxitos iniciales de China contra los Estados Unidos han estimulado importantes movimientos antioccidentales en las sociedades musulmanas. Uno a uno, los pocos gobiernos prooccidentales que quedan en los países árabes y en Turquía son derribados por movimientos islamistas potenciados por los últimos grupos del auge demográfico de jóvenes musulmanes. La oleada de antioccidentalismo provocada por la debilidad occidental lleva a un ataque árabe en gran escala contra Israel, que la sexta flota de los EE.UU., muy reducida, es incapaz de detener.
China y los Estados Unidos intentan conseguir el respaldo de otros Estados clave. Cuando China se anota éxitos militares, Japón comienza nerviosamente a subirse al carro de China, cambiando su posición, de una neutralidad formal, a una neutralidad positiva proChina, y cediendo después a las exigencias de China y convirtiéndose en cobeligerante. Las fuerzas japonesas ocupan las bases estadounidenses que quedan en Japón, y los Estados Unidos evacúan precipitadamente sus tropas. Los Estados Unidos decretan un bloqueo de Japón, y barcos norteamericanos y japoneses entablan duelos esporádicos en el Pacífico occidental. Al comienzo de la guerra, China habría propuesto un pacto de seguridad mutuo a Rusia (que recordaba vagamente el pacto entre Hitler y Stalin). Sin embargo, los éxitos chinos tienen en Rusia justamente el efecto contrario al que tuvieron en Japón. La perspectiva de una victoria china y de una dominación china total en el este asiático aterroriza a Moscú. Cuando Rusia empieza a adoptar una postura antiChina y a reforzar sus tropas en Siberia, los numerosos colonos chinos de Siberia estorban sus movimientos. Entonces China interviene militarmente para proteger a sus compatriotas y ocupa Vladivostock, el valle del río Amur y otras zonas clave de Siberia oriental. A medida que la lucha entre tropas rusas y chinas se extiende en Siberia central, se producen alzamientos en Mongolia, que China había puesto anteriormente bajo un régimen de «protectorado».
El control y el acceso al petróleo es de importancia fundamental para todos los combatientes. Pese a su gran inversión en energía nuclear, Japón es todavía muy dependiente de las importaciones de petróleo, y esto refuerza su inclinación a acomodarse a China y a asegurar su suministro de petróleo desde el golfo Pérsico, Indonesia y el mar de la China meridional. Durante el curso de la guerra, conforme los países árabes pasan a estar controlados por extremistas islámicos, los suministros de petróleo a Occidente se acaban, y éste, por consiguiente, pasa a depender cada vez más de las fuentes rusas, caucasianas y centroasiáticas. Esto lleva a Occidente a intensificar sus esfuerzos por conseguir que Rusia entre en su bando, y a apoyarla en extender su control al sur de sus fronteras sobre los países musulmanes, ricos en petróleo.
Mientras tanto, los Estados Unidos se esfuerzan al máximo para movilizar todo el apoyo de sus aliados europeos. Éstos, aunque ofrecen ayuda diplomática y económica, se muestran reticentes a intervenir militarmente. Sin embargo, China e Irán tienen miedo de que los países occidentales acaben acudiendo en apoyo de los Estados Unidos, lo mismo que los Estados Unidos acabaron viniendo en ayuda de Gran Bretaña y Francia en las dos guerras mundiales. Para impedir tal cosa, despliegan secretamente en Bosnia y Argelia misiles de alcance medio capaces de transportar armas nucleares y advierten a las potencias europeas que permanezcan al margen de la guerra. Como ha ocurrido casi siempre con los esfuerzos chinos por intimidar a países distintos de Japón, esta medida tiene justamente las consecuencias contrarias a las pretendidas por China. Los servicios de información de los EE.UU. detectan el despliegue y lo comunican, y el Consejo de la OTAN declara que los misiles deben ser retirados inmediatamente. Sin embargo, antes de que la OTAN pueda actuar, Serbia, deseosa de recuperar su papel histórico como la defensora del cristianismo contra los turcos, invade Bosnia. Croacia se le une, y los dos países ocupan Bosnia, se apoderan de los misiles, se reparten el país y prosiguen sus esfuerzos por completar la limpieza étnica que habían sido forzados a detener en la última década del siglo xx. Albania y Turquía intentan ayudar a los bosnios; Grecia y Bulgaria ponen en marcha invasiones de la Turquía europea, y el pánico estalla en Estambul cuando los turcos huyen a través del Bósforo. Mientras tanto, un misil con carga nuclear, lanzado desde Argelia, explota en las afueras de Marsella y la OTAN contraataca con devastadores ataques aéreos contra objetivos norteafricanos.
Así, los Estados Unidos, Europa, Rusia y la India se han visto envueltos en una lucha verdaderamente planetaria contra China, Japón y la mayor parte del islam. ¿Cómo terminaría una guerra así? Ambos bandos tienen un importante potencial nuclear, y está claro que si tal potencial llegara a usarse en una proporción que no fuera mínima, los principales países de ambos bandos podrían quedar en gran parte destruidos. Si la disuasión mutua funcionara, el agotamiento de ambos bandos podría llevar a un armisticio negociado, que, sin embargo, no resolvería el problema fundamental de la hegemonía china en el este asiático. Por otro lado, Occidente podría intentar derrotar a China mediante el uso de su poder militar convencional. Sin embargo, el alineamiento de Japón con China da a ésta la protección de un cordón sanitario insular que impide a los Estados Unidos usar su poderío naval contra los centros de población e industria chinos situados a lo largo de la costa. La alternativa es acercarse a China desde el oeste. La lucha entre Rusia y China lleva a la OTAN a dar la bienvenida a Rusia como miembro, y a cooperar con ella en impedir las incursiones chinas en Siberia, mantener el control ruso sobre los países musulmanes productores de petróleo y gas de Asia Central, promover insurrecciones de tibetanos, uighures y mongoles contra el dominio chino, y movilizar y desplegar gradualmente hacia el este, en Siberia, fuerzas occidentales y rusas para el asalto final a través de la Gran Muralla hasta Pekín, Manchuria y el corazón del país han.
Sea cual sea el resultado inmediato de esta guerra planetaria entre civilizaciones —la mutua devastación nuclear, una pausa negociada como resultado del agotamiento de ambos bandos o la marcha final de fuerzas rusas y occidentales hasta la plaza de Tiananmen— el resultado más claro a largo plazo sería, casi inevitablemente, la radical decadencia del poderío económico, demográfico y militar de todos los grandes contendientes de la guerra. Como resultado de ello, el poder a escala mundial que había pasado a lo largo de los siglos de Oriente a Occidente y después había comenzado a cambiar de nuevo de Occidente a Oriente, se desplazaría ahora del norte al sur. Los grandes beneficiarios de la guerra de civilizaciones son aquellas civilizaciones que se abstuvieron de entrar en ella. Con Occidente, Rusia, China y Japón devastados en grados diversos, el camino está expedito para que la India, si escapó a tal devastación aun cuando fuera uno de los contendientes, intente remodelar el mundo según criterios hindúes. Amplios sectores de la opinión pública estadounidense culpan del grave debilitamiento de los Estados Unidos a la estrecha orientación occidental de las elites WASP [= blancas, anglosajonas y protestantes], y los líderes hispanos llegan al poder apoyados por la promesa de una amplia ayuda del tipo del plan Marshall procedente de los países latinoamericanos que habría quedado al margen de la guerra y se encuentran en pleno auge económico. África, por otro lado, tiene poco que ofrecer a la reconstrucción de Europa y en cambio arroja hordas de gente movilizada socialmente que devora lo que queda. En Asia, si China, Japón y Corea están devastadas por la guerra, el poder también se desplaza hacia el sur, e Indonesia, que habría permanecido neutral, se convierte en el Estado dominante y, bajo la guía de sus consejeros australianos, toma medidas para determinar el curso de los acontecimientos desde Nueva Zelanda, al este, hasta Birmania y Sri Lanka al oeste y Vietnam al norte. Todo lo cual presagia un futuro conflicto con la India y con una China restablecida. En cualquier caso, el centro de la política global se desplaza al sur.
Si esta hipótesis le parece al lector una fantasía insensata e inverosímil, todo es inútil. Esperemos que ninguna otra hipótesis de guerra planetaria entre civilizaciones tenga mayor verosimilitud. Sin embargo, lo más verosímil, y por tanto más inquietante, de esta hipótesis es la causa de la guerra: la intervención del Estado central de una civilización (los Estados Unidos) en una disputa entre el Estado central de otra civilización (China) y un Estado miembro de dicha civilización (Vietnam). Para los Estados Unidos, tal intervención era necesaria para defender el derecho internacional, repeler una agresión, proteger la libertad de navegación, mantener su acceso al petróleo del mar de la China meridional e impedir la dominación del este asiático por una sola potencia. Para China, esa intervención era un intento totalmente intolerable y, como de costumbre, arrogante del principal Estado occidental de humillar e intimidar a China, provocar la oposición a ella dentro de su zona cultural y negarle un papel propio en los asuntos mundiales.
En la era que viene, dicho brevemente, para evitar grandes guerras entre civilizaciones es preciso que los Estados centrales se abstengan de intervenir en conflictos que se produzcan dentro de otras civilizaciones. Ésta es una verdad que a algunos Estados, particularmente a los Estados Unidos, sin duda les resultará difícil de aceptar. Esta norma de abstención, según la cual los Estados centrales deben evitar intervenir en conflictos dentro de otras civilizaciones, es el primer requisito de la paz en un mundo multicivilizatorio y multipolar. El segundo requisito es la norma de mediación conjunta, según la cual los Estados centrales han de negociar unos con otros la contención o interrupción de las guerras de línea divisoria entre Estados o grupos de sus civilizaciones.
La aceptación de estas normas y de un mundo con mayor igualdad entre las civilizaciones no será fácil para Occidente o para aquellas civilizaciones que pueden aspirar a complementar o a suplantar a Occidente en su papel dominante. En un mundo así, por ejemplo, es razonable que los Estados centrales puedan considerar prerrogativa suya el poseer armas nucleares y negar tales armas a otros miembros de su civilización. En una mirada retrospectiva sobre sus esfuerzos por obtener «plena capacidad nuclear» para Paquistán, Zulfikar Ali Bhutto justificaba dichos esfuerzos: «Sabemos que Israel y Sudáfrica tienen plena capacidad nuclear. Las civilizaciones cristiana, judía e hindú tienen esa capacidad. Sólo la civilización islámica carecía de ella, pero esa situación está a punto de cambiar».18 La rivalidad por el liderazgo dentro de civilizaciones que carecen de un Estado central simple puede estimular también la rivalidad por la posesión de armas nucleares. Aun cuando Irán mantiene estrechas relaciones de cooperación con Paquistán, es claramente consciente de que necesita armas nucleares tanto como Paquistán. Por otro lado, Brasil y Argentina abandonaron sus programas encaminados a este fin, y Sudáfrica destruyó sus armas nucleares, aunque podría perfectamente desear adquirirlas de nuevo si Nigeria comienza a desarrollar tal potencial. Aunque, obviamente, la proliferación nuclear supone riesgos, como han señalado Scott Sagan y otros, un mundo en el que uno o dos Estados centrales en cada una de las principales civilizaciones tuvieran armas nucleares y ningún otro Estado las poseyera podría ser un mundo razonablemente estable.
La mayoría de las principales instituciones internacionales datan de poco después de la segunda guerra mundial y están configuradas de acuerdo con los intereses, valores y prácticas occidentales. A medida que el poder occidental decline con respecto al de otras civilizaciones, se producirán presiones para remodelar dichas instituciones ajustándolas a los intereses de tales civilizaciones. La cuestión más obvia, más importante y probablemente más controvertida concierne a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Dichos miembros han sido las grandes potencias victoriosas de la segunda guerra mundial, circunstancia que cada vez guarda menos relación con la realidad del poder en el mundo. A la larga, o se realizan cambios en sus miembros, o es probable que se adopten procedimientos menos formales para tratar cuestiones de seguridad, lo mismo que los encuentros de los «siete grandes» (G-7) han tratado las cuestiones económicas a escala planetaria. En un mundo multicivilizatorio, lo ideal sería que cada gran civilización tuviera al menos un puesto permanente en el Consejo de Seguridad. Actualmente sólo tres lo tienen. Brasil ha sugerido cinco nuevos miembros permanentes, aunque sin derecho de veto: Alemania, Japón, la India, Nigeria y el mismo Brasil. Sin embargo, eso dejaría sin representación a los 1.000 millones de musulmanes del mundo, salvo en la medida en que Nigeria pudiera asumir esa responsabilidad. Desde un punto de vista civilizatorio, está claro que Japón y la India deberían ser miembros permanentes, y África, Latinoamérica y el mundo musulmán deberían tener puestos permanentes, que podrían ser ocupados, siguiendo un criterio rotatorio, por los principales Estados de esas civilizaciones; la selección de dichos Estados se encargarían de hacerla la Organización de la Conferencia Islámica, la Organización para la Unidad Africana y la Organización de Estados Americanos (salvo los Estados Unidos). También sería apropiado concentrar los puestos británico y francés en uno sólo, el de la Unión Europea, cuyo ocupante rotatorio sería seleccionado por la Unión. Así, siete civilizaciones tendrían cada una un puesto permanente, y Occidente tendría dos, un reparto que en general responde a la distribución de la población, la riqueza y el poder en el mundo.
Algunos estadounidenses han promovido el multiculturalismo dentro de su país; otros han promovido el universalismo fuera de él; y los hay que han hecho ambas cosas. El multiculturalismo dentro del país amenaza a los Estados Unidos y a Occidente; el universalismo fuera de él amenaza a Occidente y al mundo. Ambos niegan la unicidad de la cultura occidental. Los monoculturalistas a escala mundial pretenden hacer el mundo como Estados Unidos. Los multiculturalistas quieren hacer Estados Unidos como el mundo. Un norteamericano multicultural es imposible porque unos Estados Unidos no occidentales no son estadounidenses. Un mundo multicultural es inevitable porque un imperio planetario es imposible. La preservación de los Estados Unidos y de Occidente requiere la renovación de la identidad occidental. La seguridad del mundo requiere la aceptación de la multiculturalidad a escala planetaria.
La vacuidad del universalismo occidental y la realidad de la diversidad cultural a escala mundial, ¿conducen inevitable e irrevocablemente al relativismo moral y cultural? Si el universalismo legitima el imperialismo, ¿el relativismo legitima la represión? Una vez más, la respuesta a estas preguntas es sí y no. Las culturas son relativas; la moralidad es absoluta. Las culturas, como ha sostenido Michael Walzer, son «densas»; prescriben instituciones y modelos de conducta para guiar a los seres humanos por los caminos correctos en una sociedad particular. Sin embargo, por encima de esta moralidad maximalista, superándola y naciendo al mismo tiempo de ella, hay una moralidad minimalista, «tenue», que incorpora «características reiteradas de las moralidades densas o maximalistas particulares». Los conceptos morales mínimos de verdad y justicia se encuentran en todas las moralidades densas y no se pueden separar de ellas. También hay mínimos «mandatos [morales] negativos, muy probablemente normas contra el asesinato, el engaño, la tortura, la opresión y la tiranía». Lo que la gente comparte es «más el sentido de un enemigo [o mal] común que la adhesión a una cultura común». La sociedad humana es «universal porque es humana, particular porque es una sociedad». A veces caminamos con otros; la mayor parte del tiempo caminamos solos.19 Sin embargo, de la común condición humana se deriva una moralidad mínima «tenue», y «las disposiciones universales» se encuentran en todas las culturas.20 En lugar de promover las características supuestamente universales de una civilización, los requisitos de la convivencia cultural exigen investigar lo que es común a la mayoría de las civilizaciones. En un mundo de múltiples civilizaciones, la vía constructiva es renunciar al universalismo, aceptar la diversidad y buscar atributos comunes.
Un esfuerzo oportuno por identificar tales atributos comunes en un lugar muy pequeño tuvo lugar en Singapur a principios de los años noventa. La población de Singapur se compone aproximadamente por un 76 % de chinos, un 15 % de malayos y musulmanes y un 6 % de sikhs e hinduistas indios. En el pasado, el gobierno ha intentado promover «valores confucianos» entre su pueblo, pero también ha insistido en que todos sean educados en inglés y hablen esta lengua con soltura. En enero de 1989, el presidente Wee Kim Wee, en su alocución de apertura del Parlamento señalaba la importante medida en que los 2,7 millones de habitantes de Singapur habían experimentado influencias culturales foráneas llegadas de Occidente que les habían «puesto en íntimo contacto con nuevas ideas y tecnologías del exterior», pero que les habían «expuesto también» «a valores y estilos de vida extraños». «Las ideas asiáticas tradicionales de moralidad, deber y sociedad que nos han sostenido en el pasado», advertía, «están dando paso a una visión de la vida más occidentalizada, individualizada y centrada en el yo.» Es necesario, afirmaba, identificar los valores fundamentales que las diferentes colectividades étnicas y religiosas de Singapur tenían en común y «que captan la esencia de lo que es ser de Singapur».
El presidente Wee señalaba cuatro de esos valores: «situar la sociedad por encima del yo, defender la familia como la piedra angular fundamental de la sociedad, resolver los problemas importantes mediante el consenso y no la contienda, y subrayar la tolerancia y la armonía racial y religiosa». Su discurso generó una amplia discusión sobre los valores de los habitantes de Singapur y, dos años después, un Libro Blanco que exponía la postura del gobierno. El Libro Blanco suscribía los cuatros valores indicados por el presidente, pero añadía un quinto en apoyo del individuo, en buena medida debido a la necesidad de subrayar la prioridad del mérito individual en la sociedad de Singapur, en contraste con los valores confucianos de jerarquía y familia, que podían llevar al nepotismo. El Libro Blanco definía así los «valores comunes» de los habitantes de Singapur:
La nación antes que la colectividad [étnica], y la sociedad por encima del yo.
La familia como la célula básica de la sociedad.
Atención y apoyo de la colectividad al individuo.
Consenso en lugar de contienda.
Armonía racial y religiosa.
Aunque mencionaba la adhesión de Singapur a la democracia parlamentaria y a la perfección en el gobierno, la declaración de valores comunes excluía explícitamente de su esfera los valores políticos. El gobierno subrayaba que Singapur era «en aspectos fundamentales una sociedad asiática» y debía seguir siéndolo. «Los habitantes de Singapur no son estadounidenses ni anglosajones, aunque puedan hablar inglés y vestir ropa occidental. Si a la larga los ciudadanos de Singapur no se pudieran distinguir de los estadounidenses, británicos o australianos, o, peor aún, se convirtieran en una mala imitación de ellos [esto es, en un país desgarrado], perderíamos nuestra ventaja sobre estas sociedades occidentales, que nos permite mantener lo nuestro en el plano internacional.»21
El proyecto de Singapur era un esfuerzo ambicioso e inteligente por definir una identidad cultural de Singapur que sus colectividades étnicas y religiosas compartían y que les distinguía de Occidente. Ciertamente, una declaración de valores occidentales, y particularmente estadounidenses, daría mucho más peso a los derechos del individuo en comparación con los de la colectividad, a la libertad de expresión y a la verdad que surge de la pugna de ideas, a la participación y competencia políticas y al imperio de la ley en contraste con el imperio de gobernantes expertos, sabios y responsables. Pero, aun así, aunque pudieran complementar los valores de Singapur y darles una prioridad algo menor, pocos occidentales rechazarían esos valores como indignos. Al menos en un nivel básico de moralidad «tenue», existen algunas coincidencias entre Asia y Occidente. Además, como muchos han señalado, sea cual sea el grado en que las principales religiones del mundo —cristianismo, ortodoxia, hinduismo, budismo, islam, confucianismo, taoísmo, judaísmo— dividan al género humano, también comparten valores clave. Si los seres humanos llegan alguna vez a crear una civilización universal, ésta surgirá gradualmente mediante el examen y expansión de estos elementos comunes. Así, además de la norma de abstención y de mediación conjunta, la tercera norma para la paz en un mundo multicivilizatorio es la norma de los atributos comunes: los pueblos de todas las civilizaciones deben buscar e intentar ampliar los valores, instituciones y prácticas que tienen en común con los pueblos de otras civilizaciones.
Este esfuerzo contribuiría, no sólo a limitar el choque de las civilizaciones, sino también a fortalecer la civilización en singular. La civilización en singular presumiblemente hace referencia a una mezcla compleja de grados superiores de moralidad, religión, saber, arte, filosofía, tecnología, bienestar material y, probablemente, otras cosas. Obviamente, estos ámbitos no cambian necesariamente de grado a la vez. Sin embargo, los investigadores determinan fácilmente, en la historia de las civilizaciones, puntos altos y bajos a escala de civilización. La pregunta, entonces, es ésta: ¿cómo se puede registrar en un gráfico los altos y bajos de la evolución de la civilización humana? ¿Existe una tendencia general a lo largo de los siglos, que trascienda las civilizaciones individuales, hacia niveles superiores de civilización? Si existe tal tendencia, ¿es producto de los procesos de modernización que incrementan el control de los seres humanos sobre su entorno y, por tanto, generan grados cada vez más altos de perfeccionamiento tecnológico y de bienestar material? En la época contemporánea, ¿es, pues, un nivel superior de modernidad requisito previo de un nivel superior de civilización? ¿O el nivel de civilización varía ante todo dentro de la historia de cada civilización?
Esta cuestión es otra manifestación del debate sobre la naturaleza lineal o cíclica de la historia. Cabe pensar que la modernización y la evolución moral humana, producidas por una mayor educación, conciencia y comprensión de la sociedad humana y de su entorno natural, producen un movimiento sostenido hacia niveles cada vez más altos de civilización. Otra posibilidad es que los niveles de civilización simplemente reflejen fases de la evolución de las civilizaciones. Cuando las civilizaciones aparecen por primera vez, su gente es habitualmente vigorosa, dinámica, cruel, brutal, móvil y expansionista. Está relativamente incivilizada. A medida que la civilización evoluciona, se hace más sedentaria y desarrolla las técnicas y habilidades que la hacen más civilizada. Cuando la competencia entre sus elementos constituyentes va disminuyendo y aparece un Estado universal, la civilización alcanza su nivel más alto de civilización, su «edad dorada», con un florecimiento de la moralidad, el arte, la literatura, la filosofía, la tecnología y la capacidad militar, económica y política. Cuando empieza a decaer como civilización, su nivel de civilización también declina hasta que desaparece ante el embate de una civilización diferente que se presenta con un nivel también bajo de civilización.
La modernización generalmente ha elevado el nivel material de civilización en todo el mundo. Pero, ¿ha elevado también sus dimensiones morales y culturales? En algunos aspectos parece que sí. La esclavitud, la tortura, los malos tratos crueles a los individuos se han ido haciendo cada vez menos aceptables en el mundo contemporáneo. Sin embargo, ¿se debe esto simplemente a la influencia de la civilización occidental en las demás culturas, y, por tanto, se producirá una marcha atrás moral a medida que el poder occidental decaiga? En los años noventa existen muchas pruebas de un quebrantamiento de la ley y el orden a escala mundial, de Estados debilitados y de una anarquía cada vez mayor en muchas partes del mundo, de una ola de crímenes a nivel planetario, de mafias internacionales y de cárteles de droga, de una creciente drogadicción en muchas sociedades, de un debilitamiento generalizado de la familia, de un descenso de la confianza y la solidaridad social en muchos países, de violencia étnica, religiosa y de civilización, y del imperio de las armas que predomina en gran parte del mundo. En una ciudad tras otra —Moscú, Rio de Janeiro, Bangkok, Shanghai, Londres, Roma, Varsovia, Tokio, Johannesburgo, Delhi, Karachi, El Cairo, Bogotá, Washington—, el crimen parecía estar extendiéndose rápidamente, y los elementos básicos de la civilización, desvaneciéndose. La gente hablaba de una crisis planetaria de autoridad. El desarrollo de empresas internacionales productoras de bienes económicos se vio igualado cada vez más por el de organizaciones internacionales como mafias criminales, cárteles de droga y bandas terroristas que atacaban violentamente la civilización. Ley y orden es el primer requisito para que la civilización exista, y en gran parte del mundo —África, Latinoamérica, la antigua Unión Soviética, sur de Asia, Oriente Próximo y Medio— parecía estar esfumándose, al tiempo que se veía sometida a serios ataques en China, Japón y Occidente. A escala mundial, parecía que, en muchos aspectos, la civilización estaba cediendo ante la barbarie, lo cual generaba la imagen de un fenómeno sin precedentes, el de una Edad Oscura universal que podía caer sobre la humanidad.
En los años cincuenta, Lester Pearson advertía que los seres humanos estaban entrando en «una época en la que las diferentes civilizaciones tendrían que aprender a convivir en intercambio pacífico, aprendiendo unas de otras, estudiando cada una la historia e ideales, el arte y la cultura de las demás y enriqueciendo unas las vidas de las otras. La alternativa, en este pequeño mundo superpoblado, es el malentendido, la tensión, el choque y la catástrofe».22 El futuro de la paz y de la civilización depende de la comprensión y cooperación entre los líderes políticos e intelectuales de las principales civilizaciones del mundo En el choque de civilizaciones, Europa y los Estados Unidos pueden permanecer asociados o no En el choque máximo, el «verdadero choque» a escala planetaria, entre civilización y barbarie, también las grandes civilizaciones del mundo, con sus ricas realizaciones en el ámbito de la religión, el arte, la literatura, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la moralidad y la compasión, pueden asociarse o seguir separadas En la época que está surgiendo, los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la protección más segura contra la guerra mundial.