La première guerre civilisationnelle, así calificó a la guerra del Golfo, mientras se estaba librando, el distinguido estudioso marroquí Mahdi El-mandira.1 En realidad era la segunda. La primera fue la guerra soviético-afgana de 1979-1989. Ambas guerras comenzaron como simples invasiones de un país por otro, pero se transformaron y en gran parte se redefinieron como guerras de civilizaciones. En efecto, eran guerras de transición a una era dominada por el conflicto étnico y las guerras de línea de fractura entre grupos de diferentes civilizaciones.
La guerra afgana comenzó como un esfuerzo por parte de la Unión Soviética por sostener un régimen satélite. Se convirtió en una guerra de la guerra fría cuando los Estados Unidos reaccionaron enérgicamente y organizaron, financiaron y equiparon a los insurgentes afganos que resistían a las fuerzas soviéticas. Para los estadounidenses, la derrota soviética supuso la justificación de la doctrina de Reagan de promover la resistencia armada a los regímenes comunistas y una alentadora humillación de los soviéticos comparable a la que los Estados Unidos habían sufrido en Vietnam. Fue además una derrota cuyas ramificaciones se extendieron por toda la sociedad soviética y el establishment político, contribuyendo de forma importante a la desintegración del imperio soviético. Para los estadounidenses y los occidentales en general, Afganistán fue la victoria decisiva y final, el Waterloo de la guerra fría.
Sin embargo, para quienes combatían a los soviéticos, la guerra afgana fue algo más. Fue «la primera resistencia con éxito a una potencia extranjera», decía un estudioso occidental,2 «que no se basaba en principios nacionalistas o socialistas», sino más bien en principios islámicos, que fue librada como una yihad y que dio un tremendo impulso a la confianza y poder islámicos. Su repercusión en el mundo islámico fue, en efecto, semejante a la que la derrota rusa en 1905 a manos de los japoneses tuvo en el mundo oriental. Lo que Occidente ve como una victoria para el mundo libre, los musulmanes lo ven como una victoria para el islam.
Los dólares y los misiles estadounidenses fueron indispensables para la derrota de los soviéticos. Sin embargo, también fue indispensable el esfuerzo colectivo del islam, en el cual una amplia variedad de gobiernos y grupos competían entre sí en el intento de derrotar a los soviéticos y conseguir una victoria que sirviera a sus intereses. El apoyo financiero musulmán para la guerra proceda principalmente de Arabia Saudí. Entre 1984 y 1986, los saudíes entregaron 525 millones de dólares a la resistencia; en 1989 acordaron proporcionar el 61 % de un total de 715 millones de dólares, o sea, 436 millones de dólares; el resto lo pusieron los Estados Unidos. En 1993 proporcionaron 193 millones de dólares al gobierno afgano. La cantidad total que aportaron mientras duró la guerra igualó, por lo menos, los entre 3.000 y 3.300 millones de dólares gastados por los Estados Unidos, y probablemente los superó. Durante la contienda, unos 25.000 voluntarios de otros países islámicos, principalmente árabes, participaron en la guerra. Reclutados en su mayor parte en Jordania, estos voluntarios fueron entrenados por la dirección general de Inteligencia Inter-Servicio de Paquistán. Además, Paquistán proporcionó la indispensable base exterior para la resistencia, así como apoyo logístico y de otros tipos. Paquistán fue también quien gestionó y distribuyó el desembolso de dinero estadounidense, y con toda intención asignó el 75 % de estos fondos a los grupos islamistas más fundamentalistas; el 50 % del total fue a parar a la facción fundamentalista sunnita más extremista dirigida por Gulbuddin Hekmatyar. Aunque combatían a los soviéticos, los árabes que luchaban en esta guerra eran mayoritariamente antioccidentales y condenaban a los organismos de ayuda humanitaria occidentales como inmorales y subversores del islam. Al final, los soviéticos fueron derrotados por tres factores que no pudieron igualar o contrarrestar eficazmente: la tecnología estadounidense, el dinero saudí y la demografía y celo musulmanes.3
La guerra dejó tras de sí una coalición inestable de organizaciones islamistas resueltas a promover el islam contra todas las fuerzas no musulmanas. También dejó un legado de combatientes expertos y experimentados, campamentos, campos de entrenamiento e instalaciones logísticas, complejas redes de relaciones personales y organizativas extendidas por todo el mundo islámico, una importante cantidad de material militar, por ejemplo de 300 a 500 misiles Stinger cuya suerte se ignora, y, lo que era más importante, una sensación embriagadora de poder y confianza en sí mismos por lo que se había conseguido y un deseo impetuoso de avanzar hacia otras victorias. Las «credenciales de la yihad, religiosas y políticas», de los voluntarios afganos, decía un funcionario estadounidense en 1994, «son impecables. Han derrotado a una de las dos superpotencias del mundo y ahora están trabajando en la segunda».4
La guerra afgana se convirtió en una guerra de civilizaciones porque los musulmanes de todas partes la veían como tal y se unieron contra la Unión Soviética. La guerra del Golfo se convirtió en una guerra de civilizaciones porque Occidente intervino militarmente en un conflicto musulmán, los occidentales apoyaron mayoritariamente tal intervención, y los musulmanes de todo el mundo llegaron a ver dicha intervención como una guerra contra ellos y se unieron contra lo que consideraban un ejemplo más de imperialismo occidental.
Al principio, los gobiernos árabes y musulmanes estaban divididos sobre la guerra. Saddam Hussein quebrantó la inviolabilidad de las fronteras, y en agosto de 1990 la Liga Árabe votó por amplia mayoría (catorce a favor y dos en contra; cinco países se abstuvieron o no votaron) condenar su acción. Egipto y Siria acordaron aportar contingentes importantes de soldados a la coalición antiIrak organizada por los Estados Unidos, y Paquistán, Marruecos y Bangladesh también lo hicieron, en menor número. Turquía cerró el oleoducto que cruza su territorio desde Irak al Mediterráneo y permitió a la coalición usar sus bases aéreas. A cambio de estas medidas, Turquía reforzó su pretensión de conseguir entrar en Europa; Paquistán y Marruecos reafirmaron su estrecha relación con Arabia Saudí; Egipto consiguió que se le cancelara su deuda; y Siria consiguió el Líbano. En cambio, los gobiernos de Irán, Jordania, Libia, Mauritania, Yemen, Sudán y Túnez, lo mismo que organizaciones como la OLP, Hamas y el FIS, pese al apoyo financiero que muchos habían recibido de Arabia Saudí, apoyaron a Irak y condenaron la intervención occidental. Otros gobiernos musulmanes, como el de Indonesia, adoptaron posturas de compromiso o intentaron evitar la toma de partido.
Aunque los gobiernos musulmanes estuvieron divididos al principio, la opinión de árabes y musulmanes fue desde el primer momento mayoritariamente antioccidental. El «mundo árabe», informaba un observador estadounidense tras visitar Yemen, Siria, Egipto, Jordania y Arabia Saudí tres semanas después de la invasión de Kuwait, «está... lleno de resentimiento contra los EE.UU., apenas puede contener su júbilo ante la perspectiva de un líder musulmán lo bastante valiente para desafiar a la mayor potencia de la tierra».5 Millones de musulmanes desde Marruecos a China se solidarizaron con Saddam Hussein y «lo aclamaron como un héroe musulmán».6 La paradoja de la democracia fue «la gran paradoja de este conflicto»: el apoyo a Saddam Hussein fue más «ferviente y generalizado» en aquellos países árabes donde la política era más abierta y la libertad de expresión estaba menos restringida.7 En Marruecos, Paquistán, Jordania, Indonesia y otros países, manifestaciones masivas vituperaban a Occidente y a líderes políticos como el rey Hassan, Benazir Bhutto y Suharto, que eran vistos como lacayos de Occidente. La oposición a la coalición se hizo patente incluso en Siria, donde «un amplio abanico de ciudadanos se oponía a la presencia de fuerzas extranjeras en el Golfo», y Hafiz al-Assad tuvo que justificar su envío de tropas como algo necesario para equilibrar, y finalmente reemplazar, a las fuerzas aliadas. El 75 % de los 100 millones de musulmanes indios culpaban de la guerra a los Estados Unidos, y los 171 millones de musulmanes de Indonesia estaban «casi en su totalidad» contra la acción militar estadounidense en el Golfo. Los intelectuales árabes se alinearon de manera parecida y formularon intrincados análisis para pasar por alto la brutalidad de Saddam y denunciar la intervención occidental.8
En general, los árabes y otros musulmanes estaban de acuerdo en que Saddam Hussein podría ser un tirano sanguinario, pero, como sostuvo el pensamiento de Franklin Delano Roosevelt, «es nuestro tirano sanguinario». En su opinión, la invasión era un asunto de familia que se debía zanjar dentro de la familia, y quienes intervenían en nombre de una grandiosa teoría de justicia internacional lo hacían para proteger sus propios intereses egoístas y mantener la subordinación árabe a Occidente. Los intelectuales árabes, decía un estudio, «desprecian el régimen iraquí y deploran su brutalidad y autoritarismo, pero consideran que constituye un centro de resistencia al gran enemigo del mundo árabe, Occidente». «Definen el mundo árabe en oposición a Occidente.» «Lo que ha hecho Saddam está mal», decía un profesor universitario palestino, pero no podemos condenar a Irak por resistir a una intervención militar occidental.» Los musulmanes afincados en Occidente y en otros lugares condenaron la presencia de tropas no musulmanas en Arabia Saudí y la consiguiente «profanación» de los lugares santos musulmanes.9 La opinión predominante, dicha en pocas palabras, era: Saddam hizo mal en invadir, Occidente hizo peor en intervenir, luego Saddam hace bien en combatir a Occidente, y nosotros hacemos bien en apoyarle.
Saddam Hussein, como los principales contendientes en otras guerras de línea de fractura, identificó su régimen anteriormente laico con la causa que podía tener mayor atractivo: el islam. Dada la distribución en forma de U de las identidades en el mundo musulmán, a Saddam apenas le quedaba otra alternativa que identificarse con el islam. Esta elección del islam por encima del nacionalismo árabe o de un vago antioccidentalismo del Tercer Mundo, decía un comentarista egipcio, «da testimonio del valor del islam como ideología política para movilizar apoyo».10 Aunque Arabia Saudí es más estrictamente musulmana en sus prácticas e instituciones que los demás Estados musulmanes, salvo posiblemente Irán y Sudán, y aunque había financiado grupos islamistas por todo el mundo, ningún movimiento islamista de ningún país apoyó la coalición occidental contra Irak, y prácticamente todos condenaron la intervención occidental.
Así, para los musulmanes, la guerra se convirtió rápidamente en una guerra entre civilizaciones; en la que la inviolabilidad del islam estaba en juego. Grupos fundamentalistas de Egipto, Siria, Jordania, Paquistán, Malaisia, Afganistán, Sudán y de otros lugares la condenaron como una guerra contra «el islam y su civilización» por parte de una alianza de «cruzados y sionistas», y proclamaron su respaldo a Irak ante «la agresión militar y económica contra su pueblo». En el otoño de 1990, el decano de la Universidad Islámica de La Meca, Safar al-Hawali, declaraba en una grabación que se difundió ampliamente en Arabia Saudí, que la guerra «no es el mundo contra Irak. Es Occidente contra el Islam». En términos parecidos, el rey Hussein de Jordania afirmaba que era «una guerra contra todos los árabes y todos los musulmanes, y no contra Irak sólo». Además, como señala Fatima Mernissi, las frecuentes invocaciones retóricas de Dios hechas por el presidente Bush en nombre de los Estados Unidos reforzaban la impresión árabe de que era «una guerra religiosa», y las observaciones de Bush apestaban «a los ataques calculadores y mercenarios de las hordas preislámicas del siglo vii y las posteriores cruzadas cristianas». Los argumentos de que la guerra era una cruzada fruto de una conspiración occidental y sionista justificaban a su vez, e incluso exigían, la movilización de una yihad como respuesta.11
La definición musulmana de la guerra, Occidente contra el islam, facilitó la reducción o suspensión de los antagonismos dentro del mundo musulmán. La viejas diferencias entre los musulmanes menguaban en importancia comparadas con la diferencia decisiva entre el islam y Occidente. En el curso de la guerra, los gobiernos y grupos musulmanes se fueron distanciando continuamente de Occidente. Como su predecesora afgana, la guerra del Golfo unió a los musulmanes que anteriormente habían andado a la greña unos con otros: árabes laicistas, nacionalistas y fundamentalistas; el gobierno jordano y los palestinos; la OLP y Hamas; Irán e Irak; los partidos de oposición y los gobiernos en general. «Esos baasitas de Irak», como decía Safar Al-Hawali, «son nuestros enemigos durante unas pocas horas, pero Roma es nuestro enemigo hasta el día del juicio.»12 La guerra puso también en marcha el proceso de reconciliación entre Irak e Irán. Los líderes religiosos chiítas de Irán condenaron la intervención occidental y llamaron a una yihad contra Occidente. El gobierno iraní se distanció de las medidas dirigidas contra su antiguo enemigo, y a la guerra siguió un mejoramiento gradual de las relaciones entre los dos regímenes.
Además, un enemigo externo reduce el conflicto dentro de un país. En enero de 1991, por ejemplo, se informaba de que Paquistán estaba «inmerso en una polémica antioccidental» que reconcilió al país, al menos por un tiempo breve. «Paquistán nunca ha estado tan unido. En la provincia sureña de Sind, donde los sindhis nativos y los inmigrantes de la India se han estado matando unos a otros durante cinco años, gente de ambos bandos se manifiesta contra los estadounidenses codo con codo. En la regiones tribales ultraconservadoras de la frontera noroeste, hasta las mujeres están fuera en las calles protestando, a menudo en lugares donde la gente nunca se ha reunido para nada salvo las oraciones del viernes.»13
A medida que la opinión pública se iba haciendo más inflexible contra la guerra, los gobiernos que inicialmente se habían asociado con la coalición se echaron atrás, se dividieron o elaboraron complejas justificaciones para sus actuaciones. Los gobiernos que aportaron tropas sostenían que éstas eran necesarias para equilibrar y al final reemplazar a las fuerzas occidentales en Arabia Saudí y que, en cualquier caso, se usarían únicamente con fines defensivos y para la protección de los lugares santos. En Turquía y Paquistán, altos jefes militares condenaban públicamente el alineamiento de sus gobiernos con la coalición. Los gobiernos egipcio y sirio, que aportaron la mayoría de las tropas, tenían control suficiente de sus sociedades para poder suprimir e ignorar la presión antioccidental. Los gobiernos de países musulmanes algo más abiertos se vieron inducidos a separarse de Occidente y a adoptar posturas cada vez más antioccidentales. En el Magreb, «la explosión de apoyo a Irak» fue «una de las mayores sorpresas de la guerra». La opinión pública tunecina era intensamente antioccidental, y el presidente Ben Ali se apresuró a condenar la intervención occidental. El gobierno de Marruecos al principio aportó 1.500 soldados a la coalición, pero después, cuando se movilizaron grupos antioccidentales, también apoyó una huelga general en favor de Irak. En Argelia, una manifestación proiraquí de 400.000 personas movió al presidente Bendjedid, que inicialmente se inclinaba hacia Occidente, a cambiar su postura, condenar a Occidente y declarar que «Argelia estará al lado de su hermano Irak».14 En agosto de 1990, los tres gobiernos magrebíes habían votado en la Liga Árabe a favor de condenar a Irak. En otoño, reaccionando ante los intensos sentimientos de su pueblo, votaron a favor de una moción para que se condenara la intervención estadounidense, moción que fue desestimada por un estrecho margen, diez votos contra once.
El esfuerzo militar occidental tampoco contó con mucho apoyo de las personas de civilizaciones que no eran ni islámicas ni occidentales. En enero de 1991, el 53 % de los japoneses manifestaban en una encuesta que eran contrarios a la guerra, mientras que el 25 % la apoyaba. Los hindúes andaban igualmente divididos a la hora de culpar de la guerra a Saddam Hussein y a George Bush; una guerra que, advertía The Times of India, podía conducir a «una confrontación mucho más generalizada entre un mundo judeo-cristiano fuerte y arrogante y un mundo musulmán débil inflamado de celo religioso». Así, la guerra del Golfo empezó como una guerra entre Irak y Kuwait, pasó después a ser una guerra entre Irak y Occidente, después entre el islam y Occidente y, al final, fue considerada por muchos no occidentales como una guerra de Oriente contra Occidente, «una guerra del hombre blanco, un nuevo estallido de imperialismo anticuado».15
Aparte de los kuwaitíes, ningún otro pueblo islámico fue entusiasta de la guerra, y la mayoría se opuso de forma contundente a la intervención occidental. Cuando la guerra terminó, los desfiles de la victoria celebrados en Londres y Nueva York no se repitieron en ningún otro lugar. La «conclusión de la guerra», dijo Sohail H. Hashmi, «no brindaba razones para el regocijo» entre los árabes. Al contrario, el ambiente predominante era de intensa decepción, consternación, humillación y resentimiento. Una vez más, Occidente había ganado. Una vez más, el último Saladino que había suscitado las esperanzas árabes había caído derrotado ante el impresionante poder occidental que se había entrometido a la fuerza en la comunidad del islam. «¿Qué les podría haber ocurrido a los árabes», preguntaba Fatima Mernissi, «peor que lo que la guerra produjo: Occidente entero con toda su tecnología arrojándonos bombas? Fue el horror definitivo.»16
Tras la guerra, la opinión árabe fuera de Kuwait se fue haciendo cada vez más crítica respecto a la presencia militar de los EE.UU. en el Golfo. La liberación de Kuwait eliminó cualquier base lógica para oponerse a Saddam Hussein y dejó pocas razones sólidas para una presencia militar continuada de los estadounidenses en el Golfo. De ahí que, incluso en países como Egipto, la opinión pública se hiciera cada vez más favorable a Irak. Los gobiernos árabes que se habían unido a la coalición cambiaron de postura.17 Egipto y Siria, lo mismo que los demás, se opusieron al establecimiento de una zona prohibida a los aviones en el sur de Irak en agosto de 1992. Los gobiernos árabes más Turquía también se opusieron a los ataques aéreos contra Irak en enero de 1993. Si el poderío aéreo occidental se podía usar en respuesta a los ataques contra kurdos y chiítas musulmanes por parte de musulmanes sunnitas, ¿por qué no se usaba también para responder a los ataques contra los musulmanes bosnios por parte de los serbios ortodoxos? En junio de 1993, cuando el presidente Clinton ordenó un bombardeo de Bagdad en represalia por el intento iraquí de asesinar al ex presidente Bush, la reacción internacional siguió estrictamente los cauces de las civilizaciones. Israel y los gobiernos europeos occidentales apoyaron enérgicamente el ataque; Rusia lo aceptó como un acto de defensa propia «justificada»; China expresó «una profunda inquietud»; Arabia Saudí y los emiratos del Golfo no dijeron nada; otros gobiernos musulmanes, entre ellos el de Egipto, lo condenaron como otro ejemplo de los criterios dobles occidentales, e Irán lo denominó «agresión flagrante» impulsada por el «neoexpansionismo y egotismo» norteamericano.18 La pregunta siguiente se planteó reiteradamente: ¿por qué los Estados Unidos y la «comunidad internacional» (que es Occidente) no reaccionan de manera parecida ante la escandalosa conducta de Israel y sus violaciones de las resoluciones de la ONU?
La guerra del Golfo fue la primera guerra de recursos intercivilizatoria de la posguerra fría. Lo que estaba en juego era si el grueso de las mayores reservas petrolíferas del mundo sería controlado por los gobiernos de Arabia Saudí y de los emiratos, dependientes del poderío militar occidental para su seguridad, o por regímenes antioccidentales independientes, que podrían y estarían dispuestos a usar el arma del petróleo contra Occidente. Occidente no consiguió derrocar a Saddam Hussein, pero se anotó en cierto modo una victoria al poner de manifiesto la dependencia respecto a Occidente de los Estados del Golfo en materia de seguridad y al conseguir una mayor presencia militar en el Golfo en tiempo de paz. Antes de la guerra, Irán, Irak, el Consejo de Cooperación del Golfo y los Estados Unidos pugnaban para asegurar su influencia sobre el Golfo. Tras la guerra, el Golfo Pérsico era un lago estadounidense.
Las guerras entre clanes, tribus, grupos étnicos, comunidades religiosas y naciones han predominado en todas las épocas y en todas las civilizaciones, porque están enraizadas en las identidades de las personas. Estos conflictos tienden a ser particularistas, por cuanto no afectan a cuestiones ideológicas o políticas más amplias de interés directo para los no contendientes, aunque pueden provocar inquietudes humanitarias en grupos exteriores. También tienden a ser crueles y sangrientas, pues están en juego los temas fundamentales de la identidad. Además, tienden a ser largas; pueden ser interrumpidas por treguas o acuerdos, pero éstos son propensos a romperse, y el conflicto continúa. Por otro lado, una victoria militar decisiva de uno de los bandos en una guerra civil de identidad incrementa la probabilidad de genocidio.19
Los conflictos de línea de fractura son conflictos colectivos entre Estados o grupos de diferentes civilizaciones. Las guerras de línea de fractura son conflictos que han devenido violentos. Tales guerras pueden darse entre Estados, entre grupos no gubernamentales y entre Estados y grupos no gubernamentales. Los conflictos de línea de fractura dentro de los Estados pueden afectar a grupos predominantemente situados en zonas geográficamente distintas, en cuyo caso el grupo que no controla el gobierno normalmente lucha por la independencia y tal vez (o tal vez no) está dispuesto a conformarse con algo menos. Los conflictos de línea de fractura dentro de un Estado también pueden afectar a grupos geográficamente entremezclados, en cuyo caso las relaciones siempre tensas estallan de forma violenta de vez en cuando, como ocurre con los hinduistas y musulmanes en la India y los musulmanes y los chinos en Malaisia; o puede darse una lucha en gran escala, particularmente cuando se están determinando nuevos Estados y sus fronteras, lucha que puede acabar en intentos, a menudo brutales, de separar a unos pueblos de otros por la fuerza.
Los conflictos de línea de fractura son a menudo luchas por el control sobre las personas. Más frecuentemente, el problema es el control de un territorio. El objetivo de al menos uno de los bandos es conquistar el territorio y liberarlo de otra gente expulsándola, matándola o haciendo ambas cosas, esto es, mediante una «limpieza étnica». Estos conflictos tienden a ser violentos y repugnantes, y en ellos ambos bandos se dedican a perpetrar masacres, actos terroristas, violaciones y torturas. El territorio en disputa a menudo se convierte para uno o ambos bandos en un símbolo muy denso de su historia e identidad, tierra sagrada sobre la que tienen un derecho inviolable: la Cisjordania ocupada, Cachemira, Nagorno-Karabaj, el valle del Drina, Kosovo.
Las guerras de línea de fractura tienen en común algunas, no todas, de las características de las guerras colectivas en general. Son conflictos prolongados. Cuando se producen dentro de los Estados duran una media de seis veces más que las guerras interestatales. Puesto que afectan a cuestiones fundamentales de poder e identidad de grupo, son difíciles de resolver mediante negociaciones y compromisos. Cuando se alcanzan acuerdos, a menudo no son suscritos por todas las facciones de cada bando, y habitualmente no duran mucho. Las guerras de línea de fractura son guerras intermitentes que pueden estallar con violencia imponente y después se reducen a un chisporroteo bélico de baja intensidad o a una hosca hostilidad, para más tarde volver a estallar otra vez. Los fuegos del odio y la identidad colectivos rara vez se extinguen totalmente, salvo con el genocidio. Debido a su carácter prolongado, las guerras de línea de fractura, como otras guerras colectivas, tienden a producir altas cifras de muertos y refugiados. Las estimaciones de ambas cosas han de ser manejadas con prudencia, pero las cifras normalmente aceptadas de muertes en las guerras de línea de fractura en curso a principios de los años noventa incluían: 50.000 en Filipinas, entre 50.000 y 100.000 en Sri Lanka, 20.000 en Cachemira, entre 500.000 y 1,5 millones en Sudán, 100.000 en Tadzjikistán, 50.000 en Croacia, entre 50.000 y 200.000 en Bosnia, entre 30.000 y 50.000 en Chechenia, 100.000 en el Tibet y 200.000 en Timor oriental.20 Prácticamente todos estos conflictos generaron un número de refugiados mucho mayor.
Muchas de estas guerras contemporáneas son simplemente el último asalto de una historia prolongada de conflictos sangrientos, y la violencia de finales del siglo xx ha resistido a los intentos para acabar con ella definitivamente. La lucha en Sudán, por ejemplo, estalló en 1956, continuó hasta 1972, momento en que se alcanzó un acuerdo que otorgaba cierta autonomía al sur de Sudán, pero se reanudó otra vez en 1983. La rebelión tamil en Sri Lanka comenzó en 1983; las negociaciones de paz para acabar con ella se rompieron en 1991 y se retomaron en 1994, llegándose a un acuerdo de alto el fuego en enero de 1995. Sin embargo, cuatro meses después, los «tigres» insurgentes rompieron la tregua y se retiraron de las conversaciones de paz, y la guerra volvió a comenzar con violencia intensificada. La rebelión musulmana en Filipinas comenzó a principios de los años setenta y se hizo menos intensa en 1976 tras establecerse un acuerdo que otorgaba autonomía a algunas regiones de Mindanao. En 1993, sin embargo, se daba ya con frecuencia una violencia renovada y en una escala cada vez mayor, pues grupos insurgentes disidentes rechazaron los intentos de paz. Los líderes rusos y chechenos llegaron en julio de 1995 a un acuerdo de desmilitarización pensado para poner fin a la violencia que había empezado el mes de diciembre anterior. La guerra se suavizó por un tiempo, pero después se reavivó con los ataques chechenos contra líderes rusos o prorrusos, las represalias rusas, la incursión chechena en Daguestán en enero de 1996 y la ofensiva rusa a gran escala a principios de ese mismo año.
Aunque las guerras de línea de fractura tienen en común con otras guerras colectivas la duración prolongada, el alto grado de violencia y la ambivalencia ideológica, también difieren de ellas en dos cosas. En primer lugar, las guerras colectivas pueden darse entre grupos étnicos, religiosos, raciales o lingüísticos. Sin embargo, dado que la religión es la principal característica definitoria de las civilizaciones, las guerras de línea de fractura se producen casi siempre entre pueblos de religiones diferentes. Algunos analistas restan importancia a este factor. Indican, por ejemplo, la etnia y la lengua comunes, la pacífica convivencia del pasado y los abundantes matrimonios mixtos de serbios y musulmanes en Bosnia, y rechazan el factor religioso haciendo referencias al «narcisismo de las pequeñas diferencias» de Freud.21 Sin embargo, este juicio se enraíza en una miopía prolongada. Milenios de historia humana han demostrado que la religión no es una «pequeña diferencia», sino posiblemente la diferencia más profunda que puede existir entre la gente. La frecuencia, intensidad y violencia de las guerras de línea de fractura quedan enormemente intensificadas por las creencias en dioses diferentes.
En segundo lugar, otras guerras colectivas tienden a ser particularistas, y por tanto es relativamente improbable que se extiendan e impliquen a otros contendientes. Las guerras de línea de fractura, en cambio, son por definición entre grupos que forman parte de entidades culturales mayores. En el habitual conflicto colectivo, el grupo A está en lucha con el grupo B, y los grupos C, D y E no tienen ninguna razón para involucrarse, a menos que A o B ataquen directamente los intereses de C, D o E. Por el contrario, en una guerra de línea de fractura, el grupo A1 está en lucha con el grupo B1, y cada uno de ellos intentará extender la guerra y movilizar el apoyo de grupos emparentados de su civilización, A2, A3, A4, y B2, B3 y B4, y estos grupos se identificarán con su «pariente» en lucha. Los avances de los transportes y las comunicaciones en el mundo moderno han facilitado el establecimiento de estas conexiones y, por tanto, la «internacionalización» de los conflictos de línea de fractura. La emigración ha creado diásporas en terceras civilizaciones. Las comunicaciones hacen más fácil a las facciones en liza pedir ayuda, y a sus grupos afines o emparentados conocer inmediatamente la suerte de dichas facciones. Así, el empequeñecimiento general del mundo posibilita el que grupos emparentados proporcionen apoyo moral, diplomático, financiero y material a las facciones en liza —y dificulta el no hacerlo—. Se crean redes internacionales para brindar tal apoyo, y el apoyo a su vez sostiene a los contendientes y prolonga el conflicto. Este «síndrome de país emparentado o afín», según la expresión de H.D.S. Greenway, es una característica fundamental de las guerras de línea de fractura de finales del siglo xx.22 Más en general, incluso las pequeñas dosis de violencia entre gente de diferentes civilizaciones tienen ramificaciones y consecuencias de las que carece la violencia dentro de las civilizaciones. Cuando pistoleros sunnitas mataron a dieciocho fieles chiítas en una mezquita de Karachi en febrero de 1995, también perturbaron la paz de la ciudad y crearon un problema a Paquistán. Cuando, exactamente un año antes, un colono judío mató a veintinueve musulmanes que rezaban en la Gruta de los Patriarcas, en Hebrón, perturbó el proceso de paz en Oriente Próximo y le creó un problema al mundo.
Los conflictos colectivos y las guerras de línea de fractura forman parte de la historia; según una estimación, durante la guerra fría se produjeron unos treinta y dos conflictos étnicos, entre ellos guerras de línea de fractura entre árabes e israelíes, indios y paquistaníes, sudaneses musulmanes y cristianos, budistas y tamiles de Sri Lanka, y libaneses chiítas y maronitas. Las guerras por motivos de identidad constituyeron aproximadamente la mitad de todas las guerras civiles durante los años cuarenta y cincuenta, pero aproximadamente las tres cuartas partes de las guerras civiles de las décadas siguientes, y la intensidad de las rebeliones que afectaban a grupos étnicos se triplicó entre principios de los años cincuenta y finales de los años ochenta.23 Sin embargo, dada la exagerada rivalidad de las superpotencias, estos conflictos, con algunas excepciones notables, llamaron relativamente poco la atención y a menudo fueron vistos a través del prisma de la guerra fría. Cuando ésta tocó a su fin, los conflictos colectivos se hicieron más notables que antes, y puede decirse que también más frecuentes. De hecho, tuvo lugar algo muy parecido a un «incremento repentino» de los conflictos étnicos.24
Estos conflictos étnicos y guerras de línea de fractura no se han distribuido de manera uniforme entre las civilizaciones del mundo. Luchas importantes de línea de fractura se han producido entre serbios y croatas en la antigua Yugoslavia y entre budistas e hinduistas en Sri Lanka, mientras que conflictos menos violentos tuvieron lugar entre grupos no musulmanes en otros pocos lugares. Sin embargo, la inmensa mayoría de los conflictos de línea de fractura han tenido lugar a lo largo de la frontera que serpentea a través de Eurasia y África y que separa a los musulmanes de los no musulmanes. Mientras que, en el plano macro o global de la política mundial, el choque fundamental de civilizaciones se da entre Occidente y las demás, en el plano micro o local se da entre el islam y las demás.
Entre los pueblos musulmanes y no musulmanes de ámbito local están generalizados los antagonismos intensos y los conflictos violentos. En Bosnia, los musulmanes han librado una guerra sangrienta y desastrosa con los serbios ortodoxos y han mantenido otro enfrentamiento violento con los croatas católicos. En Kosovo, los musulmanes albaneses padecen amargamente el dominio serbio y mantienen su propio gobierno paralelo en la clandestinidad, y la probabilidad de que entre ambos grupos surja la violencia es alta. Los gobiernos albanés y griego están enfrentados por los derechos de sus respectivas minorías en el país vecino. Históricamente, turcos y griegos andan a la greña, y sus relaciones están dominadas por conflictos acerca de Chipre, de sus reivindicaciones contrapuestas de la soberanía en el Egeo, y sobre su poderío militar relativo. En Chipre, los turcos musulmanes y los griegos ortodoxos mantienen Estados colindantes hostiles. En el Cáucaso, Turquía y Armenia son enemigos históricos, y los azerbaiyanos y los armenios han estado en guerra por el control de Nagorno-Karabaj. En el Cáucaso norte, durante doscientos años, chechenos, ingush y otros pueblos musulmanes han luchado de forma intermitente por su independencia de Rusia, lucha sangrientamente reanudada por Rusia y Chechenia en 1994. También se han producido combates entre los ingush y los osetianos ortodoxos. En la cuenca del Volga, los tártaros musulmanes han combatido a los rusos en el pasado y actualmente han alcanzado un compromiso inestable con Rusia acerca de una soberanía limitada.
A lo largo del siglo xix, de forma gradual, Rusia extendió por la fuerza su control sobre los pueblos musulmanes de Asia Central. Durante los años ochenta del siglo xx, afganos y rusos libraron una guerra importante, y, tras la retirada rusa, su continuación se prolonga en Tadzjikistán entre las fuerzas rusas que apoyan al gobierno existente y los insurgentes, en gran parte radicales islamistas. En Xinjiang, los uigures y otros grupos musulmanes luchan contra la «sinificación» y están fomentando las relaciones con sus parientes étnicos y religiosos de las antiguas repúblicas soviéticas. En el subcontinente asiático, Paquistán y la India han librado tres guerras, una sublevación musulmana cuestiona el dominio indio en Cachemira, los inmigrantes musulmanes combaten a los pueblos tribales en Assam, y musulmanes e hinduistas provocan disturbios y violencia periódicos por toda la India, estallidos éstos estimulados por el ascenso de los movimientos fundamentalistas en ambas comunidades religiosas. En Bangladesh, los budistas se quejan de que los musulmanes, que constituyen la mayoría, los discriminan, mientras que en Birmania son los musulmanes quienes protestan por la discriminación a la que los somete la mayoría budista. En Malaisia e Indonesia, los musulmanes provocan disturbios periódicamente contra los chinos, protestando así por el modo en que éstos dominan la economía. En el sur de Tailandia, grupos musulmanes han estado implicados en una sublevación intermitente contra un gobierno budista, mientras que en el sur de Filipinas unos insurgentes musulmanes luchan por la independencia respecto a un país y un gobierno católicos. En Indonesia, por otro lado, los católicos de Timor oriental luchan contra la represión de un gobierno musulmán.
En Oriente Próximo, el conflicto entre árabes y judíos en Palestina se remonta al establecimiento del «hogar nacional» judío; se han producido cuatro guerras entre Israel y los Estados árabes, y los palestinos promovieron la intifada contra el dominio israelí. En Líbano, los cristianos maronitas han librado y perdido una batalla contra los chiítas y otros musulmanes. En Etiopía, los amharas ortodoxos han reprimido a lo largo de la historia a los grupos étnicos musulmanes y ahora se enfrentan a una sublevación de los oromos musulmanes. A lo largo y ancho de África se han producido varios conflictos entre los pueblos árabes y musulmanes del norte y pueblos negros animistas-cristianos del sur. La guerra cristiano-musulmana más sangrienta ha sido la de Sudán, que se ha prolongado durante décadas, produciendo cientos de miles de víctimas. La política nigeriana ha estado dominada por el conflicto entre los musulmanes fulani-hausa, del norte, y las tribus cristianas del sur, con frecuentes disturbios y golpes de Estado y una guerra importante. En Chad, Kenia y Tanzania, han tenido lugar luchas parecidas entre grupos musulmanes y cristianos.
En todos estos lugares, las relaciones entre los musulmanes y las personas de otras civilizaciones —católicos, protestantes, ortodoxos, hindúes, chinos, budistas, judíos— han sido por lo general antagónicas; la mayoría de dichas relaciones han sido violentas en algún momento del pasado; muchas han sido violentas en los años noventa. Donde quiera que miremos a lo largo del perímetro del islam, los musulmanes tienen problemas para vivir pacíficamente con sus vecinos. La pregunta nace de forma espontánea: esta tónica de conflicto a finales del siglo xx, entre grupos musulmanes y no musulmanes, ¿se observa igualmente en las relaciones entre grupos de otras civilizaciones? Ciertamente no. Los musulmanes constituyen aproximadamente un quinto de la población mundial, pero en los años noventa han estado más implicados que la gente de ninguna otra civilización en la violencia intergrupal. Las pruebas son aplastantes.
1. Los musulmanes participaron en veintiséis de los cincuenta conflictos etnopolíticos de 1993-1994 analizados en profundidad por Ted Robert Gurr (tabla 10.1). Veinte de dichos conflictos se dieron entre grupos de diferentes civilizaciones, y de ellos quince fueron entre musulmanes y no musulmanes. Dicho brevemente, hubo tres veces más conflictos internacionales con participación musulmana que conflictos entre civilizaciones no musulmanas. El número de conflictos dentro del islam también fue más alto que en cualquier otra civilización, incluidos los conflictos tribales en África. A diferencia del islam, Occidente se vio envuelto en sólo dos conflictos dentro de su civilización y dos entre civilizaciones. Los conflictos donde intervenían musulmanes también tendían a causar numerosas víctimas. De las seis guerras en las que Gurr estima que murieron 200.000 personas o más, tres (Sudán, Bosnia, Timor oriental) eran entre musulmanes y no musulmanes, dos (Somalia, Irak-kurdos) eran entre musulmanes, y sólo una (Angola) afectaba únicamente a no musulmanes.
2. El New York Times indicó cuarenta y ocho lugares donde en 1993 estaban teniendo lugar unos cincuenta y nueve conflictos étnicos. En la mitad de esos sitios, los musulmanes estaban chocando con otros musulmanes o con no musulmanes. Treinta y uno de los cincuenta y nueve conflictos eran entre grupos de diferentes civilizaciones, y, a semejanza de los datos de Gurr, dos tercios (veintiuno) de estos conflictos entre civilizaciones eran entre musulmanes y otros (tabla 10.2).
3. En otro análisis, Ruth Leger Sivard catalogó veintinueve guerras (definidas como conflictos que entrañaban 1.000 muertes o más al año) en curso en 1992. Nueve de los doce conflictos entre civilizaciones eran entre musulmanes y no musulmanes, y una vez más los musulmanes estaban librando más guerras que la gente de cualquier otra civilización.
Así, tres compilaciones diferentes de datos llegan a la misma conclusión: a principios de los años noventa, los musulmanes estaban envueltos en más violencia entre grupos que los no musulmanes, y aproximadamente de dos terceras a tres cuartas partes de las guerras entre civilizaciones eran entre musulmanes y no musulmanes. Las fronteras del islam son sangrientas, y también lo son sus áreas y territorios internos.*
TABLA 10.1. Conflictos etnopolíticos, 1993-1994.
————————————————————————————————————
Intracivilizatorios Intercivilizatorios Total
————————————————————————————————————
Islam 11 15 26
Otras 19* 5 24
Total 30 20 50
————————————————————————————————————
* De las cuales 10 eran conflictos tribales en África.
Fuente: Ted Robert Gurr, «Peoples Against States: Ethnopolitical Conflict and the Changing World System», International Studies Quarterly n° 38 (septiembre de 1994), págs. 347-378. He usado la clasificación de conflictos de Gurr excepto en lo referente al conflicto chino-tibetano (que él no considera civilizatorio, sino de categoría internacional), puesto que claramente es un choque entre chinos han confuciano y tibetanos budistas lamaístas.
TABLA 10.2. Conflictos étnicos.
————————————————————————————————————
Intracivilizatorios Intercivilizatorios Total
————————————————————————————————————
Islam 7 21 28
Otros 21* 10 31
Total 28 31 59
————————————————————————————————————
* De los cuales, 10 eran conflictos tribales en África.
Fuente: New York Times, 7 de febrero de 1993, págs. 1, 14.
La propensión musulmana al conflicto violento queda indicada también por el grado en que están militarizadas sus sociedades. En los años ochenta, los países musulmanes tenían ratios de personal militar (esto es, número de personal militar por cada 1.000 habitantes) e índices de esfuerzo militar (la ratio de fuerza militar en relación a la riqueza de un país) significativamente más altos que el de los demás países. Los países cristianos, por el contrario, tenían ratios de fuerzas e índices de esfuerzo militar significativamente más bajos que los de los demás países. Los promedios de las ratios de fuerzas y de los índices de esfuerzo militar de los países musulmanes eran aproximadamente dos veces los de los países cristianos (tabla 10.3). «Resulta absolutamente claro», concluye James Payne, «que existe una relación entre islam y militarismo.»25
TABLA 10.3. Militarismo de los países musulmanes
————————————————————————————————————
Promedio de Promedio de
ratio de fuerza militar esfuerzo militar
————————————————————————————————————
Países musulmanes (n = 25) 11,8 17,7
Demás países (n = 112) 7,1 12,3
Países cristianos (n = 57) 5,8 8,2
Demás países (n = 80) 9,5 16,9
————————————————————————————————————
Fuente: James L. Payne, Why Nations Arm, Oxford, Basil Blackwell, 1989, págs. 125, 138-139. Países musulmanes y cristianos son aquellos en los que más del 80 % de la población son adeptos a la religión en cuestión.
Además, los Estados musulmanes han sido muy propensos a recurrir a la violencia en crisis internacionales, empleándola para resolver 76 del total de 142 crisis en que estuvieron implicados entre 1928 y 1979. En 25 casos la violencia fue el principal medio de afrontar la crisis; en 51 casos, los Estados musulmanes usaron la violencia además de otros medios. Cuando usaron la violencia, los Estados musulmanes utilizaron violencia de alta intensidad, recurriendo a una guerra en gran escala en el 41 % de los casos en que se usó la violencia y provocando enfrentamientos importantes en otro 38 % de los casos. Mientras que los Estados musulmanes recurrieron a la violencia en el 53,5 % de sus crisis, la violencia fue usada por el Reino Unido en sólo el 11,5 % de las crisis en que estuvo implicado, por los Estados Unidos en el 17,9 % de los casos y por la Unión Soviética en el 28,5 %. Entre las grandes potencias, sólo la propensión a la violencia de China excedió a la de los Estados musulmanes: empleó la violencia en el 76,9 % de sus crisis.26 La belicosidad y violencia musulmanas son hechos de finales del siglo xx que ni musulmanes ni no musulmanes pueden negar.
¿A qué se debe el gran aumento, a finales del siglo xx, de las guerras de línea de fractura y del papel central de los musulmanes en tales conflictos? En primer lugar, estas guerras hunden sus raíces en la historia. La violencia intermitente de línea de fractura entre grupos de civilizaciones diferentes existió en el pasado, y los recuerdos de ese pasado persisten en el presente, generando a su vez temores e inseguridades en ambas partes. Musulmanes e hinduistas en el subcontinente asiático, rusos y caucasianos en el Cáucaso norte, armenios y turcos en Transcaucasia, árabes y judíos en Palestina, católicos, musulmanes y ortodoxos en los Balcanes, rusos y etnias turcas en Asia Central, cingaleses y tamiles en Sri Lanka, árabes y negros en toda África: todas ellas son relaciones que a lo largo de los siglos han llevado aparejadas alternancias entre una convivencia desconfiada y una violencia cruel. Existe un legado histórico de conflicto susceptible de ser explotado y utilizado por quienes ven razones para hacerlo. En estas relaciones la historia está viva, goza de buena salud y es aterradora.
Sin embargo, una historia de violentos ataques intermitentes no explica por sí sola el hecho de que la violencia se activara de nuevo a finales del siglo xx. Después de todo, como muchos han señalado, serbios, croatas y musulmanes convivieron pacíficamente en Yugoslavia durante décadas. También los musulmanes e hinduistas en la India. Los numerosos grupos étnicos y religiosos de la Unión Soviética convivían, con unas pocas excepciones notables, provocadas por el gobierno soviético. Tamiles y cingaleses también convivieron tranquilamente en una isla a menudo descrita como un paraíso tropical. La historia no impidió que estas relaciones relativamente pacíficas predominaran durante períodos prolongados de tiempo; de ahí que la historia no pueda por sí misma explicar la quiebra de la paz. Otros factores deben de haber intervenido en las últimas décadas del siglo xx.
Los cambios en el equilibrio demográfico fueron uno de tales factores. La expansión numérica de un grupo genera presiones políticas, económicas y sociales en otros y provoca reacciones compensatorias. Y, lo que es aún más importante, produce presiones militares sobre grupos menos dinámicos demográficamente. El hundimiento a principios de los años setenta del ordenamiento constitucional con treinta años de antigüedad en el Líbano fue en gran parte el resultado del incremento espectacular de la población chiíta respecto a los cristianos maronitas. En Sri Lanka, como ha demostrado Gary Fuller, el punto máximo de la sublevación nacionalista cingalesa en 1970 y del levantamiento tamil a finales de los años ochenta coincidió exactamente con los años en que el «súbito aumento de los jóvenes» entre quince y veinticuatro años de edad en estos grupos superaba el 20 % de la población total.27 (Véase la figura 10.1.) Prácticamente todos los insurgentes cingaleses, señalaba un diplomático estadounidense en Sri Lanka, tenían menos de veinticuatro años, y los «tigres» tamiles, según las informaciones, poseían «la peculiaridad de depender de lo que viene a ser un ejército de niños», reclutaban «a chicos y chicas de incluso once años», y contaban en su haber con muertos en combate «que no habían cumplido aún los diez años cuando murieron, y sólo [con] unos pocos mayores de dieciocho». Los «tigres», decía The Economist, estaban librando una «guerra de menores de edad».28 De manera parecida, las guerras de línea de fractura entre los rusos y los pueblos musulmanes situados al sur de su territorio fueron estimuladas por importantes diferencias de crecimiento de la población. A principios de los años noventa, el índice de fecundidad de las mujeres de la Federación Rusa era de 1,5, mientras que en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, fundamentalmente musulmanas, dicho índice estaba aproximadamente en el 4,4, y en estas últimas la tasa de incremento neto de la población (índice total de natalidad menos índice total de mortalidad) a finales de los años ochenta fue de cinco a seis veces la de Rusia.29 Chechenia era uno de los lugares de Rusia más densamente poblados, y sus altos índices de natalidad producían emigrantes y soldados. De manera parecida, los altos índices de natalidad y la emigración musulmana a Cachemira desde Paquistán estimuló una resistencia renovada al dominio indio.
FIGURA 10.1. Sri Lanka: incremento de la juventud cingalesa y tamil. Porcentaje de la población total, edad 15-24.
Los complicados procesos que desembocaron en guerras entre civilizaciones en la antigua Yugoslavia tuvieron muchas causas y muchos puntos de partida. Probablemente, el factor más importante que condujo a esos conflictos fue, sin embargo, el cambio demográfico que tuvo lugar en Kosovo. Kosovo era una provincia autónoma dentro de la república serbia, con los poderes de facto de las seis repúblicas yugoslavas excepto el derecho a la secesión. En 1961, su población era en un 67 % musulmana albanesa y en un 24 % serbia ortodoxa. Sin embargo, el índice de natalidad albanés era el más alto de Europa, y Kosovo se convirtió en la región más densamente poblada de Yugoslavia. Con un 4 % del territorio yugoslavo, Kosovo albergaba al 8 % de los yugoslavos. En los años ochenta, cerca del 50 % de los albaneses tenían menos de veinte años. Ante estas cifras, los serbios emigraron de Kosovo en busca de oportunidades económicas en Belgrado y otros lugares. Como consecuencia de ello, en 1991 Kosovo era en un 90 % o musulmán y en un 10 % serbio.30 Sin embargo, los serbios veían Kosovo como su «tierra santa» o su «Jerusalén», el lugar, entre otras cosas, de la gran batalla del 28 de junio de 1389, en la que fueron derrotados por los turcos otomanos y, a resultas de la cual, sufrieron el dominio otomano durante casi cinco siglos.
A finales de los años ochenta, el cambiante equilibrio demográfico llevó a los albaneses a exigir que Kosovo fuera elevado a la condición de república yugoslava. Los serbios y el gobierno yugoslavo se resistieron, temerosos de que una vez que Kosovo tuviera el derecho a la secesión hiciera uso de él y, posiblemente, se uniera con Albania. En marzo de 1981, estallaron las protestas y disturbios albaneses en apoyo de su demanda de estatuto de república. Según los serbios, la discriminación, persecución y violencia contra los serbios se intensificó a partir de entonces. «En Kosovo, desde finales de los años setenta», decía un protestante croata, «...tuvieron lugar numerosos incidentes violentos, entre ellos daños a la propiedad, pérdida de empleos, acoso, violaciones, peleas y asesinatos.» Como consecuencia de ello, los «serbios declararon que para ellos la amenaza tenía las proporciones de un genocidio y que ya no podían tolerarlo». La difícil situación de los serbios de Kosovo encontró eco en otras partes dentro de Serbia y en 1986 provocó una declaración de 200 importantes intelectuales, figuras políticas, líderes religiosos y oficiales militares serbios, entre ellos los editores del diario de la oposición liberal Praxis, declaración en la que exigían que el gobierno tomara medidas enérgicas para poner fin al genocidio de serbios en Kosovo. Desde el punto de vista de cualquier definición razonable de genocidio, esta acusación era enormemente exagerada, aunque según un observador extranjero bien dispuesto hacia los albaneses, «durante los años ochenta, los nacionalistas albaneses fueron responsables de varios ataques violentos contra serbios y de la destrucción de alguna propiedad serbia».31
Todo esto despertó el nacionalismo serbio, y Slobodan Milosevic vio su oportunidad. En 1987 pronunció un importante discurso en Kosovo llamando a los serbios a reclamar su propia tierra e historia. «Inmediatamente, un gran número de serbios —comunistas, no comunistas e incluso anticomunistas— comenzaron a congregarse en torno a él y determinaron, no sólo proteger a la minoría serbia de Kosovo, sino reprimir a los albaneses y convertirlos en ciudadanos de segunda clase. Milosevic fue pronto reconocido como un líder nacional.»32 Dos años después, el 28 junio de 1989, Milosevic regresó a Kosovo junto a una muchedumbre de entre 1 y 2 millones de serbios para celebrar el 600 aniversario de la gran batalla que simbolizaba su guerra constante con los musulmanes.
Los temores y el nacionalismo serbios provocados por las cifras y el poder en alza de los albaneses fueron exacerbados aún más por los cambios demográficos en Bosnia. En 1961, los serbios constituían el 43 % de la población de Bosnia-Herzegovina, y los musulmanes el 26 %. En 1991 las proporciones ya se habían invertido casi exactamente: los serbios habían bajado al 31 %, y los musulmanes habían subido hasta el 44 %. Durante estos treinta años, los croatas pasaron del 22 al 17 %. La expansión étnica de un grupo llevó a la limpieza étnica por parte del otro. «¿Por qué matamos niños?», preguntaba un combatiente serbio en 1992, y respondía: «Porque algún día crecerían y tendríamos que matarlos entonces». Menos brutalmente, las autoridades bosnio-croatas tomaron medidas para impedir que sus localidades fueran «ocupadas demográficamente» por los musulmanes.33
Los cambios en los equilibrios demográficos y el súbito aumento del grupo de los jóvenes hasta el 20 % o más explican muchos de los conflictos entre civilizaciones de finales del siglo xx. Sin embargo, no los explican todos. La lucha entre serbios y croatas, por ejemplo, no se puede explicar por la demografía y, si vamos a eso, sólo parcialmente por la historia, puesto que estos dos pueblos convivieron en una paz relativa hasta que los ustashe croatas mataron brutalmente a serbios al final de la segunda guerra mundial. Aquí y en otros lugares, la política fue también motivo de disensión. El hundimiento de los imperios austro-húngaro, otomano y ruso a finales de la primera guerra mundial estimularon los conflictos étnicos y de civilización entre los pueblos y Estados que los sucedieron. El final de los imperios británico, francés y holandés produjeron efectos parecidos tras la segunda guerra mundial. La caída de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Yugoslavia propició la misma situación al final de la guerra fría. La gente ya no podía seguir identificándose como comunista, ciudadana soviética o yugoslava, estaba desesperadamente necesitada de encontrar nuevas identidades y las encontró en los viejos recursos de la etnia y la religión. El ordenamiento represivo, pero pacífico, de los Estados adheridos a la proposición de que Dios no existe, fue reemplazado por la violencia de los pueblos adheridos a dioses diferentes.
Este proceso se vio agravado por la necesidad de que las entidades políticas que iban apareciendo adoptaran los procedimientos de la democracia. Cuando la Unión Soviética y Yugoslavia comenzaron a disgregarse, las elites en el poder no organizaron elecciones nacionales. Si lo hubieran hecho, los líderes políticos habrían rivalizado por el poder central y podrían haber intentado atraer al electorado desde la perspectiva de la pluralidad de etnias y civilizaciones y formar coaliciones mayoritarias de ese tenor en el Parlamento. En vez de eso, tanto en la Unión Soviética como en Yugoslavia, las elecciones se organizaron primero a nivel de repúblicas, lo cual creó un estímulo irresistible para que los líderes políticos hicieran campaña contra el poder central, apelaran al nacionalismo étnico y promovieran la independencia de sus repúblicas. Incluso dentro de Bosnia, en las elecciones de 1990 el pueblo votó siguiendo estrictamente criterios étnicos. El multiétnico Partido Reformista y el antiguo Partido Comunista consiguieron cada uno menos del 10 % del voto. Los votos obtenidos por el Partido de Acción Democrática (musulmán, 34 %), el Partido Democrático (serbio, 30 %) y la Unión Democrática (croata, 18 %) son eco fiel de las proporciones de musulmanes, serbios y croatas entre la población. Las primeras elecciones, bastante cuestionadas, fueron ganadas en casi todas las repúblicas ex soviéticas y ex yugoslavas por líderes políticos que apelaban a los sentimientos nacionalistas y prometían una acción enérgica para defender su nacionalidad contra otros grupos étnicos. La competencia electoral estimula las reivindicaciones nacionalistas y promueve así la intensificación de los conflictos de línea de fractura, que pasan a convertirse en guerras de línea de fractura. Cuando, según la expresión de Bogdan Denitch, «el ethnos se convierte en demos»,34 el resultado es polemos (guerra).
Sigue en pie la pregunta de por qué, cuando está terminando el siglo xx, los musulmanes están envueltos en mucha más violencia intergrupal que gentes de otras civilizaciones. ¿Ha sido siempre así? En el pasado, los cristianos mataban a otros cristianos y a otras personas en gran número. Evaluar la propensión de las civilizaciones a la violencia a lo largo de la historia requeriría una amplia investigación, que aquí resulta imposible realizar. Lo que se puede hacer, sin embargo, es identificar las posibles causas de la actual violencia de los grupos musulmanes, tanto dentro como fuera del islam, y distinguir entre las causas que explican una mayor propensión hacia el conflicto de grupo a lo largo de la historia, si es que se da, y las que sólo explican esa propensión al final del siglo xx. Se me ocurren seis causas posibles. Tres explican sólo la violencia entre musulmanes y no musulmanes, y tres explican tanto esa violencia como la que se da dentro del islam. Además, tres explican sólo la propensión musulmana contemporánea a la violencia, mientras que las otras tres explican tanto la contemporánea como la histórica, si es que existe. Sin embargo, si esa propensión histórica no existe, entonces sus supuestas causas, que no pueden explicar una propensión histórica inexistente, presumiblemente tampoco explicarán la demostrada propensión musulmana contemporánea a la violencia grupal. Esta última, entonces, sólo se podría explicar por causas específicas del siglo xx, inexistentes en siglos anteriores (véase la tabla 10.4).
En primer lugar, se argumenta que el islam ha sido desde el principio una religión glorificadora de la espada, que exalta las virtudes castrenses. El islam se originó entre «tribus nómadas beduinas en guerra», y este «origen violento está grabado en el cimiento del islam. Mahoma mismo es recordado como un guerrero duro y un diestro caudillo militar».35 (Nadie diría esto de Cristo o Buda.) Las doctrinas del islam, se afirma, prescriben la guerra contra los infieles, y, cuando la expansión inicial del islam fue disminuyendo, los grupos musulmanes, de forma absolutamente contraria a la doctrina, pasaron a luchar entre sí. La proporción de fitna o conflictos internos respecto a la yihad cambió radicalmente en favor de los primeros. El Corán y otras formulaciones de las creencias musulmanas contienen pocas prohibiciones de la violencia, y el concepto de no violencia está ausente de la doctrina y la práctica musulmanas.
TABLA 10.4. Posibles causas de la propensión musulmana al conflicto.
————————————————————————————————————
Conflicto extramusulmán Conflicto interno
y externo
————————————————————————————————————
Conflicto histórico Proximidad Militarismo
y contemporáneo «Indigestibilidad»
Conflicto contemporáneo Condición de víctima Incremento demográfico
fuerte y súbito
Ausencia de Estado central
————————————————————————————————————
En segundo lugar, desde su origen en Arabia, el islam pronto se extendió por el norte de África y gran parte de Oriente Próximo y Oriente Medio, y más tarde por Asia Central, el subcontinente asiático y los Balcanes. Esta expansión puso a los musulmanes en contacto directo con muchos pueblos diferentes, que fueron conquistados y convertidos, y el legado de este proceso perdura. A raíz de las conquistas otomanas en los Balcanes, los eslavos urbanos del sur a menudo se convirtieron al islam, mientras que los campesinos rurales no, y así nació la distinción entre bosnios musulmanes y serbios ortodoxos. Por el contrario, la expansión del imperio ruso hasta el mar Negro, el Cáucaso y Asia Central lo puso en conflicto continuo durante varios siglos con diversos pueblos musulmanes. Occidente, en la cumbre de su poder con respecto al islam, patrocinó un Estado judío en Oriente Próximo, sentando con ello las bases para un constante antagonismo árabe-israelí. Así, la expansión musulmana y no musulmana por tierra se tradujo en que musulmanes y no musulmanes vivieran en estrecha proximidad física en toda Eurasia. En cambio, la expansión de Occidente por mar habitualmente no llevó a los pueblos occidentales a vivir en proximidad territorial con pueblos no occidentales: éstos fueron sometidos al dominio de Europa o, excepto en Sudáfrica, fueron prácticamente diezmados por los colonos occidentales.
Una tercera posible fuente de conflicto entre musulmanes y no musulmanes comprende lo que un estadista, en referencia a su propio país, denominó la «indigestibilidad» de los musulmanes. Sin embargo, la indigestibilidad funciona en ambos sentidos: los países musulmanes tienen con las minorías no musulmanas problemas parecidos a los que los países no musulmanes tienen con las minorías musulmanas. Más incluso que el cristianismo, el islam es una fe absolutista. Funde religión y política y traza una línea claramente marcada entre quienes pertenecen al Dar al-Islam y los que constituyen el Dar al-Harb. Como resultado de ello, confucianos, budistas, cristianos occidentales y cristianos ortodoxos tienen menos dificultad para adaptarse y convivir unos con otros, que la que cualquiera de ellos tiene a la hora de adaptarse a los musulmanes y convivir con ellos. Las personas de etnia china, por ejemplo, son una minoría económicamente dominante en la mayoría de los países del sudeste asiático. Han sido asimilados con éxito en las sociedades de la budista Tailandia y las católicas Filipinas; no hay prácticamente casos relevantes de violencia antichina por parte de los grupos mayoritarios en esos países. En cambio, se han producido disturbios y/o violencia antichina en las musulmanas Indonesia y Malaisia, y el papel de los chinos en estas sociedades sigue siendo una cuestión delicada y potencialmente explosiva, cosa que no ocurre en Tailandia y Filipinas.
El militarismo, la indigestibilidad y la proximidad a grupos no musulmanes son características constantes del islam y podrían explicar la propensión musulmana al conflicto a lo largo de la historia, si es el caso. Otros tres factores temporalmente limitados podrían contribuir a esta propensión a finales del siglo xx. Una explicación, propuesta por los musulmanes, es que el imperialismo occidental y el sometimiento de las sociedades musulmanas en los siglos xix y xx produjeron una imagen de debilidad musulmana en lo militar y económico, y por tanto mueven a los grupos no islámicos a ver a los musulmanes como un objetivo atractivo. Según este argumento, los musulmanes son víctimas de un prejuicio antimusulmán generalizado, semejante al antisemitismo que históricamente impregnó las sociedades occidentales. Grupos musulmanes como palestinos, bosnios, cachemires y chechenos, afirma Akbar Ahmed, son como «pieles rojas, grupos deprimidos, privados de dignidad, atrapados en las reservas en que se han convertido sus tierras ancestrales».36 Sin embargo, el argumento del musulmán como víctima no explica los conflictos entre mayorías musulmanas y minorías no musulmanas en países como Sudán, Egipto, Irán e Indonesia.
Posiblemente, un factor más convincente a la hora de explicar el conflicto, tanto dentro del islam como fuera de él, es la ausencia de uno o más Estados centrales en el islam. Los Estados aspirantes a ser líderes del islam, tales como Arabia Saudí, Irán, Paquistán, Turquía y, potencialmente, Indonesia, rivalizan por la influencia en el mundo musulmán; ninguno de ellos está en una posición de fuerza que le permita mediar en los conflictos internos del islam; y ninguno de ellos es capaz de actuar con autoridad en nombre del islam a la hora de afrontar conflictos entre grupos musulmanes y no musulmanes.
Finalmente hay que considerar algo muy importante, la explosión demográfica en las sociedades musulmanas y la existencia de gran número de varones, a menudo desempleados, entre los quince y los treinta años, que constituye una fuente natural de inestabilidad y violencia, tanto dentro del islam, como contra no musulmanes. Sean cuales sean las demás causas que puedan intervenir, este factor por sí solo explicaría gran parte de la violencia musulmana en los años ochenta y noventa. Por consiguiente, el envejecimiento de esta generación hacia la tercera década del siglo xxi y el desarrollo económico de las sociedades musulmanas, si se dan y cuando se den, podrían llevar a una importante reducción de las propensiones musulmanas a la violencia y, por tanto, a un descenso generalizado en la frecuencia e intensidad de las guerras de línea de fractura.