El Choque De Civilizaciones

Samuel P. Huntington

Capítulo 8

OCCIDENTE Y EL RESTO DEL MUNDO:
CUESTIONES INTERCIVILIZATORIAS

Universalismo occidental

Aunque las relaciones entre grupos de diferentes civilizaciones no sean estrechas y a menudo sean antagónicas, algunas relaciones entre civilizaciones son más propensas a los conflictos que otras. En el plano local, las líneas divisorias más violentas son las que separan al islam de sus vecinos ortodoxos, hinduistas, africanos y cristianooccidentales. En el plano universal, la división dominante es entre «Occidente y el resto del mundo», y los conflictos más intensos tienen lugar entre sociedades musulmanas y asiáticas, por una parte, y Occidente, por otra. Es probable que en el futuro los choques más peligrosos surjan de la interacción de la arrogancia occidental, la intolerancia islámica y la autofirmación sínica.

Entre las civilizaciones, Occidente es la única que ha tenido una influencia importante, y a veces devastadora, en todas las demás. Como consecuencia de ello, la relación entre el poder y cultura de Occidente y el poder y culturas de otras civilizaciones es la característica más generalizada del mundo de civilizaciones. A medida que el poder relativo de otras civilizaciones aumenta, el atractivo de la cultura occidental se desvanece, y los pueblos no occidentales tienen cada vez más confianza e interés en sus culturas autóctonas. El problema fundamental de las relaciones entre Occidente y el resto del mundo es, por consiguiente, la discordancia entre los esfuerzos de Occidente —particularmente de los Estados Unidos— por promover una cultura occidental universal y su capacidad en decadencia para conseguirlo.

El hundimiento del comunismo exacerbó esta discordancia reforzando en Occidente la opinión de que su ideología, el liberalismo democrático, había triunfado a escala mundial y, por tanto, era universalmente válida. Occidente, y particularmente los Estados Unidos, que siempre han sido una nación misionera, cree que los pueblos no occidentales deben comprometerse con los valores occidentales de democracia, mercados libres, gobierno limitado, derechos humanos, individualismo, imperio de la ley, y deben incorporar dichos valores en sus instituciones. En otras civilizaciones hay minorías que aceptan y promueven estos valores, pero las actitudes dominantes hacia ellos en las culturas no occidentales van del escepticismo generalizado a la oposición radical. Lo que para Occidente es universalismo, para el resto del mundo es imperialismo.

Occidente intenta (y seguirá intentando) mantener su posición preeminente y defender sus intereses definiéndolos como los intereses de la «comunidad mundial». Esta expresión se ha convertido en el eufemismo colectivo (sustituto de «el mundo libre») que se utiliza para dar legitimidad universal a medidas que responden a los intereses de los Estados Unidos y otras potencias occidentales. Occidente, por ejemplo, está intentando integrar las economías de las sociedades no occidentales en un sistema económico global que domina. A través del FMI y otras instituciones económicas internacionales, Occidente promueve sus intereses económicos e impone a otras naciones las directrices económicas que considera oportunas. Sin embargo, en cualquier encuesta que se llevara a cabo entre pueblos no occidentales, el FMI sin duda obtendría el apoyo de los ministros de finanzas y unos pocos más, pero recibiría de forma aplastante una valoración desfavorable de casi todos los demás, que estarían de acuerdo con la descripción hecha por Georgi Arbatov de las autoridades del FMI como «neo-bolcheviques a quienes les gusta expropiar el dinero de los demás, imponer reglas antidemocráticas y extrañas de conducta económica y política y suprimir la libertad económica».1

Tras haber alcanzado la independencia política, las sociedades no occidentales desean liberarse de lo que consideran la dominación económica, militar y cultural occidental. Las sociedades del este asiático casi han igualado económicamente a Occidente. Los países asiáticos e islámicos están buscando atajos para contrapesar militarmente a Occidente. Tampoco dudan en señalar los desfases entre la teoría occidental y su práctica. La hipocresía, los dobles raseros y los «sí pero no» son el precio de las pretensiones universalistas. Se promueve la democracia, pero no si lleva a los fundamentalistas islámicos al poder; se predica la no proliferación nuclear para Irán e Irak, pero no para Israel; el libre comercio es el elixir del crecimiento económico, pero no para la agricultura y la ganadería; los derechos humanos son un problema con China, pero no con Arabia Saudí; la agresión contra los kuwaitíes que poseen petróleo es enérgicamente repudiada, pero no la agresión contra los bosnios, que no poseen petróleo.

Las aspiraciones universales de la civilización occidental, el decadente poder relativo de Occidente y la afirmación cultural cada vez mayor de otras civilizaciones aseguran unas relaciones por lo general difíciles entre Occidente y el resto del mundo. Sin embargo, la naturaleza de dichas relaciones y la medida en que son antagónicas varían considerablemente y pueden entrar dentro de tres categorías. Con las civilizaciones rivales, el islam y China, Occidente es probable que tenga siempre relaciones tensas y a menudo muy antagónicas. Sus relaciones con Latinoamérica y África, civilizaciones más débiles que han sido dependientes de Occidente en alguna medida, registrarán grados muy inferiores de conflicto, particularmente con Latinoamérica. Es probable que las relaciones de Rusia, Japón y la India con Occidente se sitúen en un punto intermedio entre las de los otros dos grupos, entrañando elementos de cooperación y de conflicto, ya que estos tres Estados centrales a veces se alinean con las civilizaciones rivales y a veces se ponen del lado de Occidente. Son las civilizaciones «oscilantes» entre Occidente, por un lado, y las civilizaciones islámica y sínica, por el otro.

El islam y China encarnan grandes tradiciones culturales muy diferentes y, a sus ojos, infinitamente superiores a la de Occidente. El poder y la afirmación de ambos en relación con Occidente está aumentando, y los conflictos entre sus valores e intereses y los de Occidente se multiplican y se hacen más intensos. Debido a que el islam carece de Estado central, sus relaciones con Occidente varían enormemente de un país a otro. Sin embargo, desde los años setenta, ha existido una tendencia antioccidental bastante constante, marcada por: el nacimiento del fundamentalismo; cambios en el poder dentro de los países musulmanes, de gobiernos más prooccidentales a más antioccidentales; la declaración de una cuasiguerra entre algunos grupos islámicos y Occidente; y el debilitamiento de los vínculos de seguridad de la guerra fría que existían entre algunos Estados musulmanes y los Estados Unidos. Entre los problemas concretos pendientes entre Occidente y el islam se encuentran la proliferación armamentística, los derechos humanos, el terrorismo, la inmigración y el acceso al petróleo. Entre los pendientes con China cabe señalar la proliferación armamentística, los derechos humanos, el comercio, los derechos de propiedad y la política económica. Sin embargo, subyacente a todo ello, se encuentra la cuestión fundamental del papel que desempeñarán estas civilizaciones con relación a Occidente en la configuración del futuro del mundo. Las instituciones de ámbito global, la distribución del poder y la política y economía de las naciones a mediados del siglo xxi, ¿reflejarán principalmente valores e intereses occidentales o estarán moldeados sobre todo por los del islam y China?

La teoría realista de las relaciones internacionales predice que los Estados centrales de civilizaciones no occidentales deberían de coaligarse para equilibrar el poder dominante de Occidente. En algunos ámbitos esto es lo que ha ocurrido. Sin embargo, una coalición antioccidental mundial parece improbable en un futuro inmediato. Las civilizaciones islámica y sínica difieren en puntos fundamentales desde el punto de vista de la religión, la cultura, la estructura social, las tradiciones, la política y los supuestos básicos que se encuentran en las raíces de su forma de vida. Es probable que, en el fondo, cada una de ellas tenga menos en común con la otra que con la civilización occidental. Sin embargo, en política un enemigo común crea un interés común. Así, las sociedades islámica y sínica, que ven a Occidente como su antagonista, tienen una razón para cooperar entre sí contra Occidente, lo mismo que hicieron los aliados y Stalin contra Hitler. Esta cooperación se da en temas diversos, entre los que se encuentran los derechos humanos, la economía y, sobre todo, los esfuerzos por parte de las sociedades de ambas civilizaciones por desarrollar su potencial militar, particularmente armas de destrucción masiva con los correspondientes misiles para lanzarlas, para de ese modo contrarrestar la superioridad militar convencional de Occidente. A principios de los años noventa, estaba en vigor una conexión «confuciano-islámica» entre China y Corea del Norte, por un lado, y, en grados diversos, Paquistán, Irán, Irak, Siria, Libia y Argelia, por el otro, con el fin de hacer frente a Occidente en estas cuestiones.

Los temas que cada vez tienen más peso en la agenda internacional son los que separan a Occidente de estas otras sociedades. Tres de dichos temas exigen los esfuerzos de Occidente: 1) mantener su superioridad militar mediante normativas de no proliferación y de contraproliferación con respecto a armas nucleares, biológicas y químicas y los vectores para lanzarlas; 2) promover los valores e instituciones políticos occidentales presionando a otras sociedades para que respeten los derechos humanos tal y como se conciben en Occidente y para que adopten la democracia según los criterios occidentales; y 3) proteger la integridad cultural, social y étnica de las sociedades occidentales restringiendo el número de no occidentales admitidos como inmigrantes o refugiados. En los tres ámbitos, Occidente ha tenido dificultades, y es probable que las continúe teniendo, a la hora de defender sus intereses frente a los de las sociedades no occidentales.

Proliferación armamentística

La difusión del potencial militar es consecuencia del desarrollo económico y social a escala planetaria. A medida que se hagan económicamente más ricos, Japón, China y otros países asiáticos se harán más poderosos militarmente, y lo mismo acabará ocurriendo también con las sociedades islámicas. Y también con Rusia, si tiene éxito en reformar su economía. En las últimas décadas del siglo xx, muchas naciones no occidentales adquirieron armas refinadas mediante envíos de armamento desde sociedades occidentales, Rusia, Israel y China, y también crearon fábricas autóctonas de armamento para hacerse con armas ultramodernas. Estos procesos continuarán, y probablemente se acelerarán, durante los primeros años del siglo xxi. Sin embargo, ya bien entrados en ese siglo, Occidente (lo que principalmente quiere decir los Estados Unidos, con alguna contribución por parte de Gran Bretaña y Francia) será el único capaz de intervenir militarmente en casi cualquier parte del mundo. Y sólo los Estados Unidos tendrán el poder aéreo para bombardear prácticamente cualquier lugar del mundo. Éstos son los elementos fundamentales de la posición militar de los Estados Unidos como potencia planetaria y de Occidente como la civilización dominante en el mundo. Durante el futuro inmediato, el equilibrio de poder militar convencional entre Occidente y el resto del mundo favorecerá abrumadoramente a Occidente.

El tiempo, el esfuerzo y los gastos requeridos para conseguir un potencial militar convencional de primera categoría son razones más que suficientes para que los Estados no occidentales busquen otras maneras de contrarrestar el poderío militar convencional de Occidente. El atajo vislumbrado es la adquisición de armas nucleares, biológicas o químicas y de los medios para lanzarlas. Los Estados centrales de civilizaciones, y los países que son o aspiran a ser potencias dominantes en su ámbito regional, tienen razones especiales para adquirir estas armas de destrucción masiva. Tales armas, en primer lugar, hacen posible que estos Estados establezcan su dominio sobre los demás Estados de su civilización y región, y, en segundo lugar, les proporcionan los medios para disuadir a los Estados Unidos, u otras potencias exteriores, de intervenir en su civilización y región. Si Saddam Hussein hubiera retrasado su invasión de Kuwait dos o tres años, hasta que Irak hubiera tenido armas nucleares, es bastante probable que estuviera en posesión de Kuwait y, muy posiblemente, de los campos petrolíferos saudíes también. Los Estados no occidentales sacaron las conclusiones obvias de la guerra del Golfo. Para los militares norcoreanos, éstas fueron: «No dejes que los estadounidenses acumulen sus fuerzas; no les dejes emplear su aviación; no les dejes tomar la iniciativa; no les dejes hacer una guerra con pocas bajas estadounidenses». Para un alto oficial del ejército indio, la conclusión era aún más clara: «No luches contra los Estados Unidos a menos que tengas armas nucleares».2 Esa lección la han tomado a pecho los líderes políticos y jefes militares de todo el mundo no occidental, ya que tiene un corolario admisible: «Si tienes armas nucleares, los Estados Unidos no lucharán contra ti».

«Más que reforzar una política de poder al uso», ha dicho Lawrence Freedman, «las armas nucleares confirman de hecho una tendencia hacia la fragmentación del sistema internacional, en el que las antiguas grandes potencias desempeñan un papel limitado.» La función de las armas nucleares para Occidente en el mundo de posguerra fría es, pues, la contraria de la que tuvieron durante la guerra fría. Entonces, señalaba el secretario de Defensa Les Aspin, las armas nucleares compensaban la inferioridad convencional occidental frente a la Unión soviética. Servían como «elemento que empataba». En el mundo posterior a la guerra fría, sin embargo, los Estados Unidos han «desequilibrado a su favor el poderío militar convencional, y son nuestros adversarios potenciales quienes pueden conseguir armas nucleares. Somos nosotros los que podríamos acabar viendo cómo nos empatan con ellas».3

Así no resulta sorprendente que Rusia haya subrayado el papel de las armas nucleares en su plan de defensa, ni que en 1995 acordara comprar a Ucrania misiles intercontinentales y más bombarderos. «Estamos oyendo lo que nosotros solíamos decir de los rusos en los años cincuenta», comentaba un experto en armas estadounidense. «Ahora los rusos dicen: "Necesitamos armas nucleares para compensar su superioridad convencional".» Una inversión parecida: durante la guerra fría, los Estados Unidos, con propósitos disuasorios, se negaron a renunciar al uso inicial de armas nucleares; de acuerdo con la nueva función disuasoria de las armas nucleares en el mundo de posguerra fría, Rusia de hecho rescindió en 1993 el previo compromiso soviético de no ser los primeros en usarlas. Al mismo tiempo China, al desarrollar su estrategia nuclear de disuasión limitada, posterior a la guerra fría, comenzó también a cuestionar y a restar fuerza a su compromiso de 1964 de no usarlas primero.4 A medida que otros Estados núcleo y potencias regionales se hagan con armas nucleares y otras armas de destrucción masiva, es posible que sigan estos ejemplos con el fin de potenciar al máximo el efecto disuasorio de sus armas frente a eventuales acciones militares convencionales que Occidente pudiera llevar a cabo contra ellos.

Las armas nucleares también pueden amenazar a Occidente más directamente. China y Rusia tienen misiles balísticos que pueden alcanzar Europa y Norteamérica con armas nucleares. Corea del Norte, Paquistán y la India están ampliando el alcance de sus misiles, y en algún momento es probable que tengan también capacidad para elegir Occidente como blanco. Además, las armas nucleares se pueden utilizar de otras maneras. Los analistas militares presentan un abanico de violencia que va, desde una guerra de muy baja intensidad, como el terrorismo y la guerra de guerrillas esporádicas, hasta guerras amplias que suponen fuerzas convencionales en gran escala y la guerra nuclear, pasando por guerras más limitadas. Históricamente, el terrorismo es el arma de los débiles, es decir, de quienes no poseen poder militar convencional. Desde la segunda guerra mundial, las armas nucleares han sido también el arma con la que los débiles compensan su inferioridad convencional. En el mundo de posguerra fría, el arma definitiva de los débiles es la combinación de los extremos más bajo y más alto de ese abanico de la violencia: el terrorismo nuclear. En el pasado, los terroristas sólo podían ejercitar una violencia limitada, matando a unas pocas personas aquí o destruyendo una instalación allá. Para ejercitar una violencia en gran escala se requerían fuerzas militares en gran escala. Sin embargo, en un determinado momento un puñado de terroristas será capaz de producir violencia y destrucción en gran escala. Tomados separadamente, el terrorismo y las armas nucleares son las armas de los débiles no occidentales. Si se combinan ambas los débiles no occidentales serán fuertes.

En el mundo de posguerra fría, los esfuerzos por construir armas de destrucción masiva y los vectores para lanzarlas se han concentrado en los Estados islámicos y confucianos. Paquistán, y probablemente Corea del Norte, tienen un pequeño número de armas nucleares, o al menos la capacidad para montarlas rápidamente, y están también construyendo o adquiriendo misiles con un radio de acción más amplio, capaces de transportarlas. Irak tenía un importante potencial químico destinado a la guerra y estaba haciendo grandes esfuerzos para adquirir armas biológicas y nucleares. Irán tiene un extenso programa de obtención de armas nucleares y ha estado aumentando su capacidad para lanzarlas. En 1988, el presidente Rafsanyani declaró que los iraníes «debemos pertrecharnos al máximo tanto en el uso ofensivo como defensivo de armas químicas, bacteriológicas y radiológicas», y tres años más tarde su vicepresidente dijo ante una conferencia islámica: «Puesto que Israel continúa poseyendo armas nucleares, nosotros, los musulmanes, debemos cooperar para producir una bomba atómica, sin hacer caso de los intentos de la ONU por impedir la proliferación». En 1992 y 1993, altos funcionarios de los servicios de información de los EE.UU. decían que Irán estaba intentando adquirir armas nucleares, y en 1995 el secretario de Estado Warren Christopher declaró de forma terminante: «Actualmente, Irán está entregado a un esfuerzo concentrado para conseguir armas nucleares». Se dice que Libia, Argelia y Arabia Saudí son algunos de los Estados musulmanes interesados en conseguir armas nucleares. «La media luna», según la plástica expresión de Ali Mazrui, está «detrás del hongo atómico», y puede amenazar a otros, además de a Occidente. El islam podría acabar «jugando a la ruleta rusa nuclear con otras dos civilizaciones: con el hinduismo en el sur de Asia y con el sionismo y el judaísmo politizado en Oriente Próximo».5

En la proliferación armamentística es donde la conexión confuciano-islámica ha sido más extensa y concreta, y China ha desempeñado el papel central con sus transferencias de armas convencionales y no convencionales a muchos Estados musulmanes. Dichas transferencias incluyen: la construcción de un reactor nuclear fuertemente defendido en el desierto argelino, aparentemente destinado a la investigación, pero que según la opinión generalizada de los expertos occidentales puede producir plutonio; la venta de materiales de armas químicas a Libia; el suministro de misiles CSS-2 de alcance medio a Arabia Saudí; el abastecimiento de tecnología o materiales nucleares a Irak, Libia, Siria y Corea del Norte; y el envío de gran número de armas convencionales a Irak. Complementando los suministros de China, a principios de los años noventa Corea del Norte proporcionó a Siria misiles Scud-C, que fueron entregados vía Irán, y algo después la rampa móvil desde la que se lanzan.6

Sin embargo, el nudo central en la conexión armamentística confuciano-islámica ha sido la relación entre China, y en menor medida Corea del Norte, por un lado, y Paquistán e Irán, por el otro. Entre 1980 y 1991, los dos principales receptores de armas chinas fueron Irán y Paquistán, con Irak en segunda posición. A partir de los años setenta, China y Paquistán fomentaron una relación militar sumamente estrecha. En 1989, los dos países firmaron un acuerdo de intenciones, para un período de diez años, con vistas a la «cooperación [militar] en los campos de la adquisición, de la investigación y experimentación conjuntas, de la fabricación conjunta, de traspaso de tecnología, así como la exportación a terceros países mediante acuerdo mutuo». En 1993 se firmó un acuerdo suplementario que proporcionaba créditos chinos para las compras paquistaníes de armas. Como consecuencia de todo ello, China se convirtió en «el proveedor más serio y habitual de armamento de Paquistán, ya que realizaba prácticamente todo tipo de exportaciones relacionadas con lo militar y destinadas a todas las ramas del ejército paquistaní». China también ayudó a Paquistán a crear fábricas de aviones a reacción, tanques, artillería y misiles. Y lo que es de mucha más importancia, China proporcionó una ayuda esencial a Paquistán a la hora de desarrollar su capacidad para conseguir armas nucleares: según se dice, proporcionando a Paquistán uranio para enriquecer, aconsejándole sobre el proyecto de bomba y posiblemente permitiendo a Paquistán explotar un ingenio nuclear en un campo de pruebas chino. Además, China suministró a Paquistán misiles balísticos M-11, con un alcance de 300 kilómetros, que podían lanzar armas nucleares, violando de ese modo un compromiso con los Estados Unidos. A su vez, China ha obtenido de Paquistán la tecnología para repostar combustible en pleno vuelo y también los misiles Stinger.7

Para los años noventa, también las conexiones armamentísticas entre China e Irán habían llegado a ser intensas. Durante la guerra entre Irán e Irak, en los años ochenta, China suministró a Irán el 22 % de sus armas, y en 1989 se convirtió en su mayor proveedor de armamento. Además, China colaboró activamente en los esfuerzos de Irán, declarados abiertamente, por adquirir armas nucleares. Tras firmar «un acuerdo inicial de cooperación chino-iraní», los dos países aprobaron después, en enero de 1990, un convenio por diez años sobre cooperación científica y traspasos de tecnología militar. En septiembre de 1992, el presidente Rafsanyani, acompañado por expertos nucleares iraníes, visitó Paquistán y a continuación China, donde firmó otro acuerdo de cooperación nuclear, y en febrero de 1993 China se avino a construir dos reactores nucleares de 300-MW en Irán. Según estos acuerdos, China suministró tecnología e información nuclear a Irán, adiestró a científicos e ingenieros iraníes y proporcionó a Irán un dispositivo de enriquecimiento, un calutrón. En 1995, tras una continua presión de los EE.UU., China accedió a «cancelar», según los Estados Unidos, o a «suspender», según China, la venta de los dos reactores de 300-MW. China fue también para Irán un importante proveedor de misiles y de tecnología aneja a ellos; entre sus transferencias a finales de los años ochenta cabe señalar los misiles Silkworm entregados a través de Corea del Norte y «docenas, quizá cientos, de sistemas de guía de misiles e instrumentos computerizados» en 1994-1995. Además, China autorizó la fabricación en Irán de misiles chinos tierra-tierra. Corea del Norte completó esta asistencia enviando Scuds a Irán, ayudándole a construir sus propias plantas de fabricación y después accediendo en 1993 a proporcionar a Irán su misil Nodong I, con un alcance de 965 kilómetros. En el tercer lado del triángulo, Irán y Paquistán también establecieron una cooperación habitual en el ámbito nuclear: Paquistán adiestraba a científicos iraníes, y Paquistán, Irán y China acordaron en noviembre de 1992 trabajar juntos en proyectos nucleares.8 El amplio apoyo chino al desarrollo de armas de destrucción masiva por parte de Paquistán e Irán muestra un extraordinario nivel de compromiso y cooperación entre dichos países.

TABLA 8.1. Transferencias de armas chinas, 1980-1991 (selección).

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Irán Paquistán Iraq

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Carros de combate 540 1.100 1.300

Vehículos blindados de transporte de tropas 300 - 650

Misiles guiados antitanque 7.500 100 -

Piezas de artillería/lanzaderas de cohetes 1.200* 50 720

Aviones de combate 140 212 -

Misiles antibuque 332 32 -

Misiles tierra-aire 788* 222* -

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* Indica transferencias no plenamente confirmadas.

Fuente: Karl W. Eikenberry, Explaining and Influencing Chinese Arms Transfers, Washington, National Defense University, Institute for National Strategic Studies, McNair Paper n. 36, febrero de 1995, pág. 12.

Como consecuencia de estos hechos y de las amenazas potenciales que plantean para los intereses occidentales, la proliferación de armas de destrucción masiva ha pasado a estar en cabeza de los problemas prioritarios para Occidente en materia de seguridad. En 1990, por ejemplo, el 59 % de los estadounidenses pensaba que impedir la difusión de las armas nucleares era un objetivo importante de la política exterior. En 1994, el 82 % de la gente y el 90 % de los encargados de la política exterior lo reconocían como tal. El presidente Clinton destacaba en septiembre de 1993 la importancia prioritaria de la no proliferación, y en el otoño de 1994 declaraba una «emergencia nacional» afrontar la «amenaza inusitada y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de los Estados Unidos» procedente de «la proliferación de armas nucleares, biológicas y químicas, y de los vectores para lanzarlas». En 1991, la CIA creó un centro de no proliferación con una plantilla de 100 personas, y en diciembre de 1993, el secretario de Defensa Aspin anunció una nueva iniciativa defensiva de contraproliferación y la creación de un nuevo puesto de secretario asistente para la seguridad nuclear y la contraproliferación.9

Durante la guerra fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética se entregaron a una clásica carrera de armamento, construyendo armas nucleares cada vez más refinadas tecnológicamente y vectores para lanzarlas. Fue un caso de acumulación frente a acumulación. En el mundo de la guerra fría, la principal rivalidad armamentística es de tipo diferente. Los antagonistas de Occidente están intentando adquirir armas de destrucción masiva, y Occidente está intentando impedírselo. No es un caso de acumulación frente a acumulación, sino más bien de acumulación frente a restricción. Las dimensiones y potencial del arsenal nuclear de Occidente no entran, salvo retóricamente, en la competición. El resultado de una carrera de armamento de acumulación frente a acumulación depende de los recursos, empeño y competencia tecnológica de los dos bandos. No está determinado de antemano. El resultado de una carrera entre acumulación y restricción es más predecible. Los esfuerzos de Occidente por restringir pueden frenar la acumulación de armas de otras sociedades, pero no la detendrán totalmente. El desarrollo económico y social de las sociedades no occidentales, los incentivos comerciales para todas las sociedades, occidentales y no occidentales, de hacer dinero mediante la venta de armas, tecnología y conocimientos técnicos, y los motivos políticos de Estados centrales y potencias regionales para proteger sus hegemonías locales: todo colabora para dar al traste con los esfuerzos restrictivos occidentales.

Occidente promueve la no proliferación como algo que expresa los intereses de todas las naciones por un orden y estabilidad internacionales. Sin embargo, otras naciones entienden la no proliferación como algo que sirve a los intereses de la hegemonía occidental. Este hecho se pone de manifiesto en las diferencias que, acerca de la preocupación por la proliferación, existen entre Occidente y más particularmente los Estados Unidos, por un lado, y las potencias regionales cuya seguridad sería afectada por la proliferación, por el otro. Esta diferencia fue notable en el caso de Corea. En 1993 y 1994, los Estados Unidos entraron en un estado mental de crisis ante la perspectiva de que Corea del Norte tuviera armas nucleares. En noviembre de 1993, el presidente Clinton declaró terminantemente: «A Corea del Norte no se le puede permitir construir una bomba nuclear. Tenemos que ser muy firmes en esto». Senadores, diputados y antiguos funcionarios del gobierno de Bush discutían la posible necesidad de un ataque preventivo contra instalaciones nucleares norcoreanas; la preocupación de los EE.UU. acerca del programa norcoreano se enraizaba en buena medida en su inquietud ante una proliferación a escala mundial; tal potencial, no sólo restringiría y complicaría posibles acciones de los EE.UU. en el este de Asia, sino que, si Corea del Norte vendía su tecnología o sus armas, la cosa tendría consecuencias parecidas para los Estados Unidos en el sur de Asia y el Oriente. Próximo y Oriente Medio.

Por otro lado, Corea del Sur concebía la bomba en relación con sus intereses regionales. Muchos surcoreanos percibían una bomba norcoreana como una bomba coreana, que nunca sería usada contra otros coreanos, pero que se podría usar para defender la independencia e intereses coreanos contra Japón y otras amenazas potenciales. Funcionarios civiles y oficiales del ejército de Corea del Sur expresaban su alegría anticipada de que una Corea unida contara con ese potencial. Los intereses surcoreanos estaban bien servidos: Corea del Norte cargaría con los gastos y la deshonra internacional que llevaba consigo la bomba; Corea del Sur acabaría heredándola. La combinación de las armas nucleares del norte y la gran capacidad industrial del Sur harían posible que una Corea unificada asumiera su propio papel como actor clave en la escena del este asiático. Por tanto, había marcadas diferencias entre la medida en que Washington veía la existencia de una crisis importante en la península coreana en 1994 y la ausencia de toda sensación significativa de crisis en Seúl, y eso provocó un «diferencial de pánico» (un gap) entre las dos capitales. Una de las «singularidades del punto muerto nuclear norcoreano desde su comienzo, hace algunos años», decía un periodista en pleno apogeo de la «crisis» de junio de 1994, «es que la sensación de crisis aumenta cuanto más lejos está uno de Corea». Un distanciamiento parecido entre los intereses estadounidenses en materia de seguridad y los de las potencias regionales se produjo también en el sur de Asia: los Estados Unidos estaban más inquietos por la proliferación nuclear en esa zona que los habitantes de la región. La India y Paquistán encontraban más fácil de aceptar la mutua amenaza nuclear que las propuestas estadounidenses de restringir, reducir o eliminar ambas amenazas.10

Los esfuerzos por parte de los Estados Unidos y otros países occidentales por impedir la proliferación de armas de destrucción masiva «igualadoras» han tenido, y es probable que continúen teniendo, un éxito limitado. Un mes después de que el presidente Clinton dijera que a Corea del Norte no se le podía permitir tener un arma nuclear, los servicios de información estadounidenses le comunicaron que probablemente tenía una o dos.11 Por consiguiente, la actitud de los EE.UU. cambió, y empezaron a ofrecer zanahoria (en vez de palo) a los norcoreanos para persuadirles de que no aumentaran su arsenal nuclear. Los Estados Unidos tampoco fueron capaces de revocar o de detener la construcción de armas nucleares por parte de la India y Paquistán, y no han podido frenar el avance nuclear de Irán.

En la conferencia de abril de 1995 sobre el Tratado de no proliferación nuclear, la cuestión clave fue si se renovaría por un período indefinido o por veinticinco años. Los Estados Unidos encabezaron a los que propugnaban una prórroga indefinida. Sin embargo, un numeroso grupo de países se opuso a tal prórroga a menos que fuera acompañada por una reducción mucho más radical de las armas nucleares de las cinco potencias nucleares reconocidas. Además, Egipto se oponía a la prórroga a menos que Israel firmara el Tratado y aceptara inspecciones que supervisaran su cumplimiento. Al final, los Estados Unidos consiguieron un consenso mayoritario favorable a la prórroga indefinida mediante una estrategia que tuvo mucho éxito, de presiones, sobornos y amenazas. Ni Egipto ni México, por ejemplo, que habían estado contra la prorrogación indefinida, pudieron mantener su postura ante su dependencia económica respecto a los Estados Unidos. Aunque el Tratado fue prorrogado por consenso, los representantes de siete naciones musulmanas (Siria, Jordania, Irán, Irak, Libia, Egipto y Malaisia) y una nación africana (Nigeria) expresaron opiniones discrepantes en el debate final.12

En 1993, los objetivos principales de Occidente, tal y como quedaban definidos en la postura estadounidense, pasaron de la no proliferación a la contraproliferación. Este cambio era un reconocimiento realista de que, en alguna medida, cierta proliferación nuclear resultaba inevitable. Andando el tiempo, la postura estadounidense pasará, de ser contraria a la proliferación, a adaptarse a ella y, si la administración puede escapar a su mentalidad de guerra fría, a buscar la forma en que promover la proliferación pueda servir a los intereses estadounidenses y occidentales. Sin embargo, en 1995 los Estados Unidos y Occidente seguían empeñados en una política restrictiva que, a la postre, está condenada al fracaso. La proliferación de armas nucleares y de otras de destrucción masiva es un fenómeno clave de la lenta pero inevitable difusión del poder en un mundo multicivilizatorio.

Derechos humanos y democracia

Durante los años setenta y ochenta, más de treinta países pasaron de sistemas políticos autoritarios a otros democráticos. Fueron varias las causas responsables de esta ola de transiciones. El desarrollo económico era indudablemente el principal factor subyacente que generó estos cambios políticos. Pero, además, las directrices y actuaciones de los Estados Unidos y las grandes potencias e instituciones europeas ayudaron a llevar la democracia a España y Portugal, a muchos países latinoamericanos, a Filipinas, a Corea del Sur y a Europa del Este. La democratización tuvo mucho éxito en países donde las influencias cristianas y occidentales eran fuertes. Parecía muy probable que los nuevos regímenes democráticos se estabilizaran en los países del sur y el centro de Europa que eran predominantemente católicos o protestantes y, menos seguro, que sucediera lo mismo en los países latinoamericanos. En el este de Asia, Filipinas, país católico y con fuerte influencia estadounidense, volvió a la democracia en los años ochenta, mientras que líderes cristianos promovían un movimiento hacia la democracia en Corea del Sur y Taiwán. Como se ha señalado anteriormente, en la antigua Unión Soviética las repúblicas bálticas parecen estar estabilizando con éxito la democracia; en las repúblicas ortodoxas, el grado de la democracia varía considerablemente y su estabilidad es incierta; las perspectivas democráticas en las repúblicas musulmanas no son nada prometedoras. Para los años noventa, salvo en Cuba, se habían producido transiciones democráticas en la mayoría de los países, fuera de África, cuyos pueblos eran adeptos al cristianismo occidental o donde existían influencias cristianas importantes.

Estas transiciones y el hundimiento de la Unión Soviética generaron en Occidente, particularmente en los Estados Unidos, la creencia de que estaba en marcha una revolución democrática a escala mundial y de que en un plazo breve de tiempo las ideas occidentales sobre derechos humanos y las formas occidentales de democracia política prevalecerían en todo el mundo. Promover esta difusión de la democracia se convirtió, por tanto, en un objetivo con prioridad absoluta para los occidentales. Esto lo confirmó el gobierno de Bush cuando el secretario de Estado James Baker declaró en abril de 1990 que «Tras la contención viene la democracia» y que, para el mundo de posguerra fría, «el presidente Bush ha determinado que nuestra nueva misión sea la promoción y consolidación de la democracia». En su campaña electoral de 1992, Bill Clinton dijo repetidas veces que la promoción de la democracia sería una prioridad absoluta de un gobierno Clinton, y la democratización fue el único tema de política exterior al que dedicó íntegramente un discurso importante de campaña. Una vez en el cargo, recomendó un incremento de dos tercios en la financiación de la Fundación Nacional para la Democracia; su asesor de seguridad nacional explicitó que el tema central de la política exterior de Clinton era la «extensión de la democracia»; y su secretario de Defensa señaló la promoción de la democracia como una de las cuatro metas básicas e intentó establecer un cargo de nivel superior en su Ministerio para favorecer su consecución. En menor grado y de maneras menos obvias, la promoción de los derechos humanos y la democracia asumió también un papel destacado en las políticas exteriores de los Estados europeos y en los criterios manejados por las instituciones económicas internacionales controladas por Occidente para conceder préstamos y subvenciones a países en vías de desarrollo.

Hasta 1995, los esfuerzos europeos y estadounidenses por alcanzar estas metas habían tenido un éxito limitado. Casi todas las civilizaciones no occidentales se resistían a la presión de Occidente. Entre ellas se encontraban países hinduistas, ortodoxos, africanos y, en alguna medida, incluso latinoamericanos. Sin embargo, la mayor resistencia a los esfuerzos de democratización occidentales procedía del islam y de Asia. Esta resistencia hundía sus raíces en los movimientos más amplios de afirmación cultural encarnados por el Resurgimiento islámico y la afirmación asiática.

Los fracasos de los Estados Unidos con respecto a Asia se debían principalmente a la creciente riqueza económica de los gobiernos asiáticos y a su confianza cada vez mayor en sí mismos. Los publicistas asiáticos recordaban reiteradamente a Occidente que los viejos tiempos de dependencia y subordinación habían pasado y que el Occidente que en los años cuarenta producía la mitad del producto económico mundial, dominaba las Naciones Unidas y había redactado la Declaración Universal de los Derechos Humanos había pasado a la historia. «[L]os esfuerzos por promover los derechos humanos en Asia», afirmaba un representante de Singapur, «deben tener también en cuenta los cambios en la distribución del poder en el mundo de posguerra fría... La influencia occidental sobre el este y el sudeste asiático se ha visto enormemente reducida.»13

Tiene razón. Mientras que el acuerdo entre los Estados Unidos y Corea del Norte en materia nuclear se podría llamar con propiedad una «rendición negociada», la capitulación de los Estados Unidos ante China y otras potencias asiáticas en cuestión de derechos humanos puede considerarse una rendición incondicional. Tras amenazar a China con negarle el trato de nación más favorecida si no se mostraba más favorable en materia de derechos humanos, el gobierno de Clinton vio primero a su secretario de Estado humillado en Pekín, donde no se le ofreció ni siquiera un gesto que salvara las apariencias, para reaccionar después ante esta conducta renunciando a su anterior postura y separando el estatuto de nación más favorecida de las cuestiones sobre derechos humanos. China, a su vez, reaccionó ante esta demostración de debilidad continuando e intensificando la conducta a la que el gobierno de Clinton se oponía. El gobierno cambió de forma semejante su postura en sus tratos con Singapur, acerca del apaleamiento de un ciudadano estadounidense, y con Indonesia, a propósito de su violenta represión en Timor oriental.

La capacidad de los regímenes asiáticos para resistir a las presiones occidentales en materia de derechos humanos se vio reforzada por varios factores. Las empresas estadounidenses y europeas sentían el deseo imperioso de incrementar su comercio y su inversión en estos países que crecían rápidamente, y sometieron a sus gobiernos a una presión intensa para que no rompieran relaciones económicas con ellos. Además, los países asiáticos veían tal presión como una violación de su soberanía y se manifestaban unos en apoyo de otros cuando surgían problemas. Los hombres de negocios de Taiwán, Japón y Hong Kong que invertían en China tenían gran interés en que China mantuviera sus privilegios de nación más favorecida con los Estados Unidos. El gobierno japonés por lo general se distanciaba de las directrices estadounidenses sobre derechos humanos: no dejaremos que «nociones abstractas de derechos humanos» afecten a nuestras relaciones con China, dijo el Primer ministro Kiichi Miyazawa no mucho después de los sucesos de la plaza de Tiananmen. Los países de la ASEAN no estaban dispuestos a ejercer presión alguna sobre Birmania y, de hecho, en su encuentro de 1994 dieron la bienvenida a la Junta militar, mientras que la Unión Europea, como dijo su portavoz, tenía que reconocer que su política «no había tenido mucho éxito» y que tendría que aprobar la postura de la ASEAN ante Birmania. Además, su creciente poder económico permitía a Estados como Malaisia e Indonesia aplicar «restricciones negativas» a países y empresas que les criticaban o que adoptaban cualquier otra conducta que consideraban censurable.14

En conjunto, el creciente poder económico de los países asiáticos les hace cada vez más inmunes a la presión occidental en lo que respecta a derechos humanos y democracia. «Actualmente, el poder económico de China», decía Richard Nixon en 1994, «hace imprudentes los sermoneos de los EE.UU. sobre derechos humanos. Dentro de una década los hará inoperantes. Dentro de dos décadas, ridículos.»15 Sin embargo, para entonces, puede ser que el desarrollo económico chino haga innecesarios los sermones occidentales. El crecimiento económico está fortaleciendo los gobiernos asiáticos en relación a los gobiernos occidentales. A la larga, también fortalecerá a las sociedades asiáticas en relación a los gobiernos asiáticos. Si la democracia llega a otros países asiáticos, llegará porque las cada vez más fuertes burguesías y clases medias asiáticas querrán que llegue.

A diferencia del acuerdo de prórroga indefinida del tratado de no proliferación, los esfuerzos occidentales por promover los derechos humanos y la democracia en los organismos de la ONU por lo general se quedaron en agua de borrajas. Con pocas excepciones, como las que condenaron a Irak, las resoluciones sobre derechos humanos casi siempre fueron rechazadas en las votaciones de la ONU. Aparte de algunos países latinoamericanos, había otros gobiernos reacios a sumarse a los esfuerzos por promover lo que muchos consideraban «el imperialismo de los derechos humanos». En 1990, por ejemplo, Suecia propuso en nombre de veinte naciones occidentales una resolución de condena del régimen militar de Birmania, pero la oposición de los países asiáticos, y de otros, dio al traste con ella. Las resoluciones que condenaban a Irán por violaciones de los derechos humanos también fueron rechazadas en votación, y durante cinco años seguidos de la década de los noventa China fue capaz de movilizar el apoyo asiático para derrotar las resoluciones apadrinadas por Occidente que expresaban preocupación acerca de sus violaciones de los derechos humanos. En 1994, Paquistán presentó una resolución en la comisión de derechos humanos de la ONU que condenaba las violaciones de derechos por parte de la India en Cachemira. Los países amigos de la India se unieron contra dicha resolución, pero también adoptaron esa misma postura dos estrechos amigos de Paquistán, China e Irán, que habían sido blanco de medidas parecidas y persuadieron a Paquistán de que retirara la propuesta. Al no condenar la brutalidad india en Cachemira, decía The Economist, la Comisión de derechos humanos de la ONU «la sancionó con su silencio. También otros países quedan impunes pese a sus asesinatos: Turquía, Indonesia, Colombia y Argelia han escapado a la crítica. Así, la Comisión está amparando a gobiernos que practican la matanza y la tortura, precisamente lo contrario de lo que sus creadores pretendían».16

Las diferencias acerca de los derechos humanos entre Occidente y otras civilizaciones, así como la limitada capacidad de Occidente para alcanzar sus objetivos, se pusieron claramente de manifiesto en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de la ONU, celebrada en Viena en junio de 1993. Por un lado estaban los países europeos y norteamericanos; por otro lado había un bloque de unos cincuenta países no occidentales, cuyos quince miembros más activos eran los gobiernos de un país latinoamericano (Cuba), un país budista (Birmania), cuatro países confucianos con ideologías políticas, sistemas económicos y niveles de desarrollo muy diversos (Singapur, Vietnam, Corea del Norte y China) y nueve países musulmanes (Malaisia, Indonesia, Paquistán, Irán, Irak, Siria, Yemen, Sudán y Libia). El liderazgo de este conglomerado asiático-islámico lo ostentaban China, Siria e Irán. Entre estos dos grupos estaban los países latinoamericanos, salvo Cuba, que a menudo apoyaban a Occidente, y países africanos y ortodoxos que a veces apoyaban las posturas occidentales, pero que a menudo se oponían a ellas.

Entre las cuestiones sobre las que los países se dividieron siguiendo criterios de civilización estaban: la universalidad y el relativismo culturales con respecto a los derechos humanos; la relativa prioridad de los derechos económicos y sociales (incluido el derecho al desarrollo) frente a los derechos políticos y civiles; la condicionalidad política respecto de la asistencia económica; la creación en la ONU de un Comisario para los derechos humanos, la medida en que a las organizaciones de derechos humanos no gubernamentales que se reunían simultáneamente en Viena se les debía permitir participar en la conferencia gubernamental; los derechos particulares que debería ratificar la conferencia; y también cuestiones más concretas tales como si al Dalai Lama se le debía permitir dirigirse a la conferencia y si las violaciones de los derechos humanos en Bosnia debían ser condenadas explícitamente.

Sobre estas cuestiones existían grandes diferencias entre los países occidentales y el bloque asiático-islámico. Dos meses antes de la conferencia de Viena, los países asiáticos se reunieron en Bangkok y aprobaron una declaración que insistía en que: los derechos humanos se debían considerar «en el marco... de las particularidades nacionales y regionales y en el contexto de los diversos bagajes históricos, religiosos y culturales»; el control del cumplimiento de los derechos humanos violaba la soberanía estatal; y que condicionar la asistencia económica a la actuación en materia de derechos humanos era contrario al derecho al desarrollo. Las diferencias sobre éstas y otras cuestiones eran tan grandes que casi la totalidad del documento elaborado en la última reunión preparatoria, previa a la conferencia de Viena y celebrada a principios de mayo en Ginebra, estaba entre paréntesis, que indicaban discrepancias por parte de uno o más países.

Las naciones occidentales estaban mal preparadas para Viena, estaban en minoría en la conferencia, y durante sus sesiones hicieron más concesiones que sus oponentes. Como consecuencia de ello, aparte de una enérgica ratificación de los derechos de la mujer, la declaración aprobada por la conferencia fue de mínimos. Era, como decía un partidario de los derechos humanos, un documento «imperfecto y contradictorio», y representaba una victoria para la coalición asiático-islámica y una derrota para Occidente.17 La declaración de Viena no contenía ninguna ratificación explícita de los derechos a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de religión, y de ese modo era en muchos aspectos más débil que la Declaración Universal de los Derechos Humanos que la ONU había adoptado en 1948. Este cambio ponía de manifiesto la decadencia del poder de Occidente. «El régimen internacional de derechos humanos de 1945», comentaba un luchador estadounidense de los derechos humanos, «ya no existe. La hegemonía estadounidense se ha desgastado. Europa, aun con los acontecimientos de 1992, es poco más que una península. El mundo es ahora tan árabe, asiático y africano como occidental. Hoy la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Pactos Internacionales son menos relevantes para gran parte del planeta que durante la era inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial.» Un crítico asiático de Occidente tenía opiniones parecidas: «Por primera vez desde que la Declaración Universal fue adoptada en 1948, están en primer plano países no impregnados completamente de las tradiciones judeo-cristianas y de derecho natural. Esa situación sin precedentes definirá la nueva política internacional de derechos humanos. También multiplicará las ocasiones de conflicto».18

«El gran vencedor» en Viena, comentó otro observador, «fue sin duda alguna China, al menos si el éxito se mide por la capacidad de mandar a otros que se quiten de en medio. Pekín se mantuvo victorioso durante todo el encuentro simplemente lanzando su peso aquí y allá.»19 Superado en votos y tácticamente en Viena, Occidente fue capaz, pese a todo, de anotarse pocos meses después una victoria no insignificante contra China. Lograr para Pekín los juegos olímpicos de verano del año 2000 era un importante objetivo del gobierno chino, que invirtió enorme cantidad de recursos para intentar conseguirlo. En China se hizo muchísima publicidad acerca de la tentativa olímpica, y las expectativas públicas eran altas; el gobierno trató de influir en otros gobiernos para que presionaran a sus comités olímpicos; Taiwán y Hong Kong se le unieron en la campaña. Por otro lado, el Congreso de los Estados Unidos, el Parlamento Europeo y las organizaciones de derechos humanos se oponían enérgicamente a la candidatura de Pekín. Aunque la votación en el Comité Internacional Olímpico es secreta, siguió claramente criterios civilizatorios. En la primera votación, según se dice con amplio apoyo africano, Pekín estaba en primer lugar, y Sydney en el segundo. En posteriores votaciones, cuando Estambul quedó eliminada, la conexión confuciano-islámica concentró sus votos mayoritariamente en Pekín; cuando fueron eliminados Berlín y Manchester, sus votos pasaron mayoritariamente a Sydney, dándole la victoria en la cuarta votación e infligiendo una humillante derrota a China, derrota de la que culpó directamente a los Estados Unidos.* «Estadounidenses y británicos», comentó Lee Kuan Yew, «consiguieron bajarle los humos a China... La razón aparente eran "los derechos humanos". La verdadera razón era política, demostrar la fuerza política occidental.»20 Indudablemente, en el mundo hay muchas más personas interesadas en los deportes que en los derechos humanos, pero, dadas las derrotas en materia de derechos humanos que Occidente sufrió en Viena y en otros lugares, esta aislada demostración de «fuerza» occidental fue también un recordatorio de la debilidad occidental.

No sólo disminuye la fuerza de Occidente, sino que la paradoja de la democracia debilita también la voluntad occidental de fomentar la democracia en el mundo de la posguerra fría. Durante la guerra fría Occidente, y especialmente los Estados Unidos, tuvieron que afrontar el problema del «tirano aliado»; los dilemas de cooperar con juntas militares y dictadores que eran anticomunistas y, por tanto, aliados útiles en la guerra fría. Tal cooperación produjo malestar y, a veces, dificultades, cuando estos regímenes se vieron envueltos en indignantes violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, la cooperación se podía justificar como un mal menor: normalmente, estos gobiernos eran aparentemente menos represivos que los regímenes comunistas, y se podía prever que su existencia sería menos perdurable, así como más sensible a las influencias externas, básicamente a las de los Estados Unidos. ¿Por qué no trabajar con un tirano menos brutal y aliado, si la alternativa era otro tirano más brutal y enemigo? En el mundo de la posguerra fría la opción era más difícil, pues había que elegir entre un tirano aliado y una democracia hostil. El fácil supuesto occidental según el cual los gobiernos elegidos democráticamente tendrán una actitud de cooperación y serán prooccidentales no es necesariamente cierto cuando se trata de sociedades no occidentales en las que la contienda electoral puede llevar al poder a nacionalistas y fundamentalistas antioccidentales. Occidente se sintió aliviado cuando, en 1992, los militares argelinos intervinieron y anularon las elecciones que, claramente, iban a ganar los fundamentalistas del FIS. Los gobiernos occidentales también se sintieron más tranquilos cuando el fundamentalista Partido del Bienestar turco y el nacionalista BJP de la India quedaron excluidos del poder tras ganar las elecciones en 1995 y 1996. Por otra parte, Irán, dentro del contexto de su revolución, tiene, en algunos aspectos, uno de los regímenes más democráticos del mundo islámico, y si se celebrasen elecciones realmente competitivas en muchos países árabes, incluyendo Arabia Saudí y Egipto, es harto probable que los gobiernos derivados de ellas fuesen bastante menos considerados con los intereses occidentales que sus menos democráticos antecesores. Un gobierno elegido por votación popular en China bien podría ser altamente nacionalista. A medida que los dirigentes occidentales se dan cuenta de que los procesos democráticos en las sociedades no occidentales producen, a menudo, gobiernos hostiles a Occidente, intentan influir en las elecciones, por una parte, y también pierden su entusiasmo a la hora de fomentar la democracia en esas sociedades.

Inmigración

Si la demografía es el destino, los movimientos de población son el motor de la historia. En siglos pasados, las diferentes tasas de crecimiento, las condiciones económicas y las políticas gubernamentales produjeron migraciones masivas de griegos, judíos, tribus germánicas, escandinavos, turcos, rusos, chinos y otros pueblos. En algunos casos, estos movimientos fueron relativamente pacíficos, en otros, bastante violentos. Sin embargo, los europeos decimonónicos fueron la raza maestra en lo relativo a invasión demográfica. Entre 1821 y 1924, aproximadamente 55 millones de europeos emigraron al extranjero, 34 millones de ellos a los Estados Unidos. Los occidentales conquistaron y a veces exterminaron a otros pueblos, exploraron y colonizaron territorios menos densamente poblados. La exportación de gente fue quizá la dimensión más importante del auge de Occidente entre los siglos xvi y xx.

El final del siglo xx ha sido testigo de una oleada diferente, e incluso más amplia, de migraciones. En 1990, los emigrantes internacionales legales se cifraban en unos 100 millones, los refugiados en torno a los 19 millones y los emigrantes ilegales probablemente en un mínimo de 10 millones más. Esta nueva ola de migración era en parte el resultado de la descolonización, del establecimiento de nuevos Estados y de las políticas estatales que animaban o forzaban a la gente a marcharse. Sin embargo, era también el resultado de la modernización y del desarrollo tecnológico. Los avances en materia de transportes hacían la migración más fácil, rápida y barata; los avances en el campo de las comunicaciones aumentaban los incentivos para buscar oportunidades económicas y promovían las relaciones entre los emigrantes y sus familias en su país de origen. Además, de la misma forma que el crecimiento económico de Occidente estimuló la emigración en el siglo xix, el desarrollo económico en sociedades no occidentales ha estimulado la emigración en el siglo xx. La migración se convierte en un proceso que se refuerza a sí mismo. «Si hay una sola "ley" en la migración», afirma Myron Weiner, «es que un movimiento migratorio, una vez iniciado, genera su propio movimiento. Los emigrantes posibilitan la emigración a los amigos y parientes que dejan atrás, proporcionándoles información acerca de cómo emigrar, recursos para facilitar el movimiento y asistencia a la hora de encontrar empleo y alojamiento.» El resultado es, como él dice, una «crisis migratoria a escala mundial.»21

Los occidentales se han opuesto constante y mayoritariamente a la proliferación nuclear y han apoyado la democracia y los derechos humanos. Sus opiniones sobre inmigración, en cambio, han sido ambivalentes y han cambiado de forma importante con la modificación del equilibrio en las dos últimas décadas del siglo xx. Hasta los años setenta, los países europeos por lo general estaban favorablemente dispuestos hacia la inmigración y, en algunos casos, sobre todo Alemania y Suiza, la estimulaban para remediar su escasez de mano de obra. En 1965, los Estados Unidos eliminaron los cupos favorables a los europeos, que databan de los años veinte, y revisaron profundamente sus leyes, haciendo posibles en los años setenta y ochenta incrementos enormes de inmigrantes y nuevas fuentes de procedencia. Sin embargo, a finales de los ochenta, los altos índices de paro, las cifras mayores de inmigrantes y su carácter mayoritariamente «no europeo» produjeron cambios marcados en las actitudes y criterios europeos. Unos pocos años más tarde, preocupaciones parecidas llevaron a un cambio semejante en los Estados Unidos.

La mayoría de los emigrantes y refugiados de finales del siglo xx han pasado de una sociedad no occidental a otra. Sin embargo, la afluencia de emigrantes a las sociedades occidentales se ha aproximado en números absolutos a la emigración occidental del siglo xix. En 1990, el número de inmigrantes se estimaba en 20 millones en los Estados Unidos, 15,5 millones en Europa y 8 millones en Australia y Canadá. La proporción de inmigrantes respecto a la población total alcanzaba del 7 al 8 % en los principales países europeos. En los Estados Unidos, los inmigrantes constituían el 8,7 % de la población en 1994, dos veces el porcentaje de 1970, y constituían el 25 % de los habitantes de California y el 16 % de los de Nueva York. Aproximadamente 8,3 millones de personas entraron en los Estados Unidos en los años ochenta, y 4,5 millones en los cuatro primeros años de los noventa.

Los nuevos inmigrantes procedían en su mayoría de sociedades no occidentales. En Alemania, los residentes extranjeros turcos se cifraban en 1.675.000 en 1990, y Yugoslavia, Italia y Grecia aportaban los mayores contingentes después de ellos. En Italia, las principales fuentes de procedencia eran Marruecos, los Estados Unidos (en gran parte italoamericanos que regresaban, presumiblemente), Túnez y Filipinas. A mediados de los años noventa, aproximadamente 4 millones de musulmanes vivían en Francia y hasta 13 millones en el conjunto de Europa Occidental. En los años cincuenta, dos tercios de los inmigrantes de los Estados Unidos procedían de Europa y Canadá; en los años ochenta aproximadamente el 35 % del número, mucho mayor, de inmigrantes procedía de Asia, el 45 % de Latinoamérica y menos del 15 % de Europa y Canadá. El crecimiento vegetativo de la población es bajo en los Estados Unidos y prácticamente cero en Europa. Los emigrantes tienen altos índices de fecundidad y, por tanto, son los responsables de la mayor parte del futuro crecimiento demográfico de las sociedades occidentales. En consecuencia, los occidentales temen «estar siendo invadidos en la actualidad, no por ejércitos y tanques, sino por emigrantes que hablan otras lenguas, adoran a otros dioses, pertenecen a otras culturas y que, temen, se quedarán con sus trabajos, ocuparán su tierra, vivirán del sistema de Estado del bienestar y amenazarán su forma de vida».22 Estas fobias, enraizadas en su decadencia demográfica relativa, dice Stanley Hoffmann, «se basan en auténticos choques culturales y en preocupaciones acerca de la identidad nacional».23

A principios de los años noventa, dos tercios de los inmigrantes de Europa eran musulmanes, y la preocupación europea por la inmigración es sobre todo preocupación acerca de la inmigración musulmana. El problema es demográfico —los inmigrantes son los responsables del 10% de los nacimientos en Europa Occidental; los árabes, del 50 % de los de Bruselas— y cultural. Las colectividades musulmanas, sean turcas en Alemania o argelinas en Francia, no se han integrado en las culturas que las acogen y, para preocupación de los europeos, muestran pocos signos de llegar a hacerlo. «Hay un temor creciente en toda Europa», dijo Jean Marie Domenach en 1991, «a una colectividad musulmana que atraviese las líneas europeas, una especie de decimotercera nación de la Comunidad Europea.» Con respecto a los inmigrantes, un periodista estadounidense comentó:

La hostilidad europea es curiosamente selectiva. Pocos en Francia se preocupan acerca de un ataque violento desde el este —los polacos, después de todo, son europeos y católicos—. Y en su mayor parte, los inmigrantes africanos no árabes no son ni temidos ni menospreciados. La hostilidad se dirige mayoritariamente a los musulmanes. La palabra immigré es prácticamente sinónima de islam, actualmente la segunda religión importante de Francia, y refleja un racismo cultural y étnico profundamente enraizado en la historia francesa.24

Sin embargo, los franceses son más «culturalistas» que racistas en sentido estricto. Han aceptado en su Asamblea legislativa a negros africanos que hablan un francés perfecto, pero no aceptan en sus escuelas a las chicas musulmanas que llevan velo. En 1990, el 76 % de los franceses pensaba que había demasiados árabes en Francia; el 46%, demasiados negros; el 40%, demasiados asiáticos; y el 24%, demasiados judíos. En 1994, el 47 % de los alemanes decían preferir que no vivieran árabes en sus vecindarios, el 39 % no querían polacos, el 36 % turcos y el 22 % judíos.25 En Europa Occidental, el antisemitismo dirigido contra los judíos ha sido en gran parte sustituido por un antisemitismo dirigido contra los árabes.

La oposición pública a la inmigración y la hostilidad hacia los inmigrantes se manifestó de forma extrema en actos de violencia contra grupos de inmigrantes e inmigrantes aislados, actos que se convirtieron en un problema, particularmente en Alemania, a principios de los años noventa. Más importante fue el incremento del voto a partidos de derechas, nacionalistas y contrarios a la inmigración. Sin embargo, estos votos tenían algo de azaroso. El Partido Republicano alemán consiguió más del 7 % de los votos en las elecciones europeas en 1989, pero sólo el 2,1 % en las elecciones nacionales de 1990. En Francia, los votos del Frente Nacional, que habían sido insignificantes en 1981, subieron hasta el 9,6 % en 1988 y después se estabilizaron entre el 12 y el 15 % en elecciones regionales, parlamentarias y presidenciales. En 1995, sin embargo, el Frente consiguió en las elecciones alcaldías en varias ciudades, entre ellas Toulon y Niza. En Italia, los votos al MSI/Alianza Nacional aumentaron de modo parecido, desde aproximadamente el 5 % en los años ochenta, hasta entre el 10 y el 15% a principios de los noventa. En Bélgica, el voto del Bloque Flamenco/Frente Nacional aumentó hasta el 9 % en las elecciones locales de 1994, consiguió el 28 % de los votos en Amberes. En Austria, los votos del Partido de la Libertad en las elecciones generales pasaron, de menos del 10% en 1986, a más del 15 % en 1990 y casi el 23% en 1994.26

Estos partidos europeos opuestos a la inmigración musulmana eran en buena parte el reflejo exacto de los partidos islamistas en los países musulmanes. En ambos casos se trataba de grupos independientes que condenaban un establishment corrupto y sus partidos, explotando para ello los motivos económicos de queja, particularmente el desempleo, haciendo llamamientos étnicos y religiosos y atacando las influencias extranjeras en su sociedad. En ambos casos un sector marginal extremista se dedicaba a actos de terrorismo y violencia. La mayoría de las veces, tanto los partidos islamistas como los nacionalistas europeos tendían a obtener mejores resultados en las elecciones locales que en las nacionales. Los establishment políticos musulmán y europeo reaccionaron ante estos acontecimientos de manera parecida. En los países musulmanes, como hemos visto, los gobiernos en su totalidad se hicieron más islámicos en sus orientaciones, símbolos, directrices y prácticas. En Europa, los partidos mayoritarios adoptaron la retórica de los partidos de derechas, contrarios a la inmigración, y promovieron sus medidas. Donde la política democrática funcionaba eficazmente, y había dos o más partidos alternativos al partido islamista o nacionalista, los votos de éste alcanzaron un máximo de aproximadamente el 20 %. Los partidos de protesta sólo eran capaces de romper ese techo cuando no existía ninguna otra alternativa real al partido o a la coalición en el poder, como fue el caso de Argelia, Austria y, en buena medida, Italia.

A principios de los noventa, los líderes políticos europeos competían entre sí para responder al sentimiento contrario a la inmigración. En Francia, Jacques Chirac declaraba en 1990: «La inmigración debe pararse totalmente»; el ministro del Interior, Charles Pasqua, abogaba en 1993 por «una inmigración cero»; y François Mitterrand, Edith Cresson, Valery Giscard d'Estaing y otros políticos moderados adoptaron posturas contrarias a la inmigración. La inmigración fue un tema importante en las elecciones parlamentarias de 1993, y al parecer contribuyó a la victoria de los partidos conservadores. A principios de los años noventa, las normas de la administración francesa se modificaron para hacer más difícil que los hijos de extranjeros se convirtieran en ciudadanos, que las familias de extranjeros inmigraran para que los extranjeros pidieran derecho de asilo o bien para que los argelinos obtuvieran visados para ir a Francia. Los inmigrantes ilegales eran deportados y los poderes de la policía y otras autoridades gubernamentales ocupadas de la inmigración fueron reforzados.

En Alemania, el canciller Helmut Kohl y otros líderes políticos también expresaron su preocupación acerca de la inmigración, y, en su paso más importante, el gobierno enmendó el artículo XVI de la Constitución alemana que garantizaba el asilo a «los perseguidos por razones políticas» y recortó las prestaciones a quienes buscaban asilo. En 1992, 438.000 personas llegaron a Alemania en busca de asilo; en 1994 fueron sólo 127.000. En 1980, Gran Bretaña había recortado tajantemente el número de inmigrantes a unos 50.000 al año, y desde entonces la cuestión levantó menos pasiones y una oposición menos intensa que en el continente. Entre 1992 y 1994, sin embargo, Gran Bretaña redujo drásticamente el número de solicitantes de asilo a quienes permitió quedarse, de más de 20.000 a menos de 10.000. A medida que las barreras que dificultaban el movimiento dentro de la Unión Europea iban desapareciendo, las inquietudes británicas se concentraban en gran medida en los peligros de la migración no europea procedente del continente. En conjunto, a mediados de los años noventa, los países europeooccidentales estaban avanzando inexorablemente hacia la reducción al mínimo, si no hacia la total eliminación, de la inmigración procedente de fuentes no europeas.

En los Estados Unidos, la cuestión de la inmigración pasó a primer plano algo más tarde que en Europa, y no levantó las mismas pasiones. Los Estados Unidos han sido siempre un país de inmigrantes, así se ha concebido a sí mismo e históricamente ha fomentado procesos de gran éxito para asimilar a los recién llegados. Además, en los años ochenta y noventa el desempleo era considerablemente más bajo en los Estados Unidos que en Europa, y el miedo a perder puestos de trabajo no era un factor decisivo que configurara las actitudes respecto a la inmigración. Las fuentes de la inmigración estadounidense, además, eran más variadas que en Europa, por lo que el temor de ser arrollados por un único grupo extranjero era menor a escala nacional, aunque real en localidades concretas. La distancia cultural de los dos grupos mayores de inmigrantes respecto a la cultura anfitriona era también menor que en Europa: los mexicanos son católicos hispanohablantes; los filipinos, católicos y anglohablantes.

Pese a estos factores, en el cuarto de siglo posterior a la aprobación del decreto de 1965 que permitió un enorme incremento de la inmigración asiática y latinoamericana, la opinión pública norteamericana se modificó radicalmente. En 1965, sólo el 33 % de la opinión pública quería menos inmigración. En 1977, era el 42 %; en 1986, el 49 %; y en 1990 y 1993, el 62 %. Las encuestas realizadas en los años noventa demuestran de forma constante que el 60 % o más de la opinión pública está a favor de reducir la inmigración.27 Aunque las preocupaciones y circunstancias económicas afectan a las actitudes respecto a la inmigración, el aumento constante de la oposición, tanto en tiempos buenos como malos, indica que la cultura, la criminalidad y la forma de vida eran más importantes en este cambio de opinión. «Muchos de los estadounidenses, quizá la mayoría», comentaba un observador en 1994, «todavía ven su nación como un país europeo de colonización, cuyas leyes son herencia de Inglaterra, cuya lengua es (y debe seguir siendo) el inglés, cuyas instituciones y construcciones públicas encuentran su inspiración en las normas clásicas occidentales, cuya religión tiene raíces judeo-cristianas, y cuya grandeza inicialmente surgió de la ética protestante del trabajo.» Haciéndose eco de estas inquietudes, el 55 % de una muestra de la población decía considerar la inmigración una amenaza para la cultura estadounidense. Mientras que los europeos ven la amenaza de la inmigración como musulmana o árabe, los norteamericanos la ven al mismo tiempo como latinoamericana y asiática, pero principalmente mexicana. Cuando en 1990 se preguntó a una muestra de estadounidenses de qué países creían que se estaban admitiendo demasiados inmigrantes en Estados Unidos, los encuestados indicaron a México con el doble de frecuencia que a cualquier otro país, y a continuación, por este orden, Cuba, Oriente (sin especificar), Sudamérica y Latinoamérica (sin especificar), Japón, Vietnam, China y Corea.28

La creciente oposición pública a la inmigración a principios de los noventa provocó una reacción política parecida a la que tuvo lugar en Europa. Dada la naturaleza del sistema político estadounidense, los partidos derechistas y contrarios a la inmigración no ganaron votos, pero los publicistas contrarios a la inmigración y los grupos de interés se hicieron más numerosos, más activos y más ruidosos. Gran parte del resentimiento se concentró en los inmigrantes ilegales, entre 3,5 y 4 millones, y los políticos reaccionaron. Como en Europa, la reacción más fuerte se produjo en los niveles estatal y local, que soportaban la mayoría de los costos de los inmigrantes. Como consecuencia de ello, Florida, a la que posteriormente se unieron otros seis Estados, demandó en 1994 al gobierno federal solicitando 884 millones de dólares al año para cubrir los costos de educación, beneficencia y aplicación de la ley, entre otros, producidos por los inmigrantes ilegales. En California, el Estado con mayor número de inmigrantes en números absolutos y relativos, el gobernador Pete Wilson consiguió el respaldo público para su insistente petición de que se denegara educación pública a los hijos de inmigrantes ilegales, se negara la ciudadanía a los hijos de inmigrantes ilegales nacidos en los EE.UU. y se acabara con las ayudas estatales destinadas a la atención médica de emergencia para inmigrantes ilegales. En noviembre de 1994, los californianos aprobaron mayoritariamente la proposición 187, que negó toda prestación de sanidad, educación y de bienestar a los extranjeros ilegales y sus hijos.

Además, en 1994, el gobierno de Clinton, cambiando totalmente su postura anterior, endureció los controles de inmigración, hizo más severas las normas que rigen el asilo político, amplió el servicio de inmigración y naturalización, reforzó la patrulla fronteriza y construyó barreras físicas a lo largo de la frontera mexicana. En 1995, la Comisión para la reforma de la inmigración, autorizada por el Congreso en 1990, recomendó reducir anualmente el número de inmigrantes legales, de más de 800.000 a 550.000, dando preferencia a hijos pequeños y cónyuges, pero no a otros parientes de ciudadanos y residentes habituales, una disposición que «irritó a las familias asiático-americanas e hispanas».29 En 1995-1996, seguía su curso en el Congreso la legislación que incorporaba muchas de las recomendaciones de la Comisión y otras medidas restrictivas de la inmigración. Así, a mediados de los noventa, la inmigración se había convertido en una cuestión política importante en los Estados Unidos, y en 1996 Patrick Buchanan hizo de la oposición a la inmigración un principio fundamental de su campaña presidencial. Los Estados Unidos siguen a Europa en el recorte sustancial de la entrada de no occidentales en su sociedad.

¿Pueden Europa o los Estados Unidos detener la marea de inmigración? Francia ha experimentado una importante corriente de pesimismo demográfico, que abarca, desde la novela mordaz de Jean Raspail en los años setenta, al análisis erudito de Jean-Claude Chesnais en los noventa, que comprendían los comentarios de Pierre Lellouche en 1991: «La historia, la proximidad y la pobreza aseguran que Francia y Europa esta destinadas a ser arrolladas por gente procedente de las sociedades fracasadas del sur. El pasado de Europa fue blanco y judeo-cristiano. El futuro no».* 30 El futuro, sin embargo, no está determinado de forma irrevocable; ni hay ningún futuro permanente. La cuestión no es si Europa será islamizada o los Estados Unidos hispanizados, sino si Europa y Estados Unidos se convertirán en sociedades escindidas que contengan dos colectividades distintas y en gran medida separadas, procedentes de dos civilizaciones diferentes, lo cual a su vez depende del número de inmigrantes y de la medida en que sean asimilados en las culturas occidentales predominantes en Europa y América.

Las sociedades europeas en general, o no quieren asimilar inmigrantes, o tienen gran dificultad para hacerlo; por otro lado, el grado en que los inmigrantes musulmanes y sus hijos quieren ser asimilados no está nada claro. De ahí que sea probable que una inmigración importante y sostenida produzca países divididos en colectividades cristianas y musulmanas. Este resultado se puede evitar en la medida en que los gobiernos y pueblos europeos estén dispuestos a cargar con los costos de restringir tal inmigración, entre los que se incluyen los costes fiscales directos de las medidas contra la inmigración, los costos sociales de seguir ganándose las antipatías de las colectividades de inmigrantes ya existentes y los potenciales costos económicos a largo plazo por la escasez de mano de obra y los menores índices de crecimiento.

Sin embargo, el problema de la invasión demográfica musulmana es probable que se debilite conforme los índices de crecimiento de la población en sociedades del norte de África y de Oriente Próximo y Medio lleguen al máximo, como ya lo han hecho en algunos países, y comiencen a declinar. Algunas proyecciones, al menos, indican que este descenso será bastante importante en las primeras décadas del siglo xxi.31 Dado que la presión demográfica estimula la emigración, la inmigración musulmana podría ser mucho menor para el 2025. Esto no es así para el África subsahariana. Si hay desarrollo económico, y promueve una movilización social en África Occidental y Central, los incentivos y capacidades para emigrar aumentarán, y a la amenaza de «islamización» para Europa le sucederá la de «africanización». La medida en que esta amenaza se materialice estará también significativamente condicionada por el grado en que las poblaciones africanas sean reducidas por el Sida y otras plagas, y por el grado en que Sudáfrica atraiga inmigrantes de otras partes de África.

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