El Choque De Civilizaciones

Samuel P. Huntington
Mapa 7.1. La frontera oriental de la civilización occidental.

El paradigma civilizatorio proporciona una respuesta clara y convincente a la pregunta relativa a los europeos occidentales: ¿dónde termina Europa? Europa termina donde termina el cristianismo occidental y comienza el islam y la ortodoxia. Ésta es la respuesta que los europeos occidentales quieren oír, que apoyan mayoritariamente sotto voce, y que varios intelectuales y líderes políticos han apoyado explícitamente. Como sostenía Michael Howard, es necesario reconocer la distinción, desdibujada durante los años soviéticos, entre Europa Central, o Mitteleuropa, y Europa Oriental propiamente dicha. Europa Central incluye «los territorios que una vez formaron parte de la cristiandad occidental; los antiguos territorios del imperio de los Habsburgo: Austria, Hungría y Checoslovaquia, junto con Polonia y las marcas orientales de Alemania. El término "Europa Oriental" se debería reservar para las regiones que se desarrollaron bajo la égida de la Iglesia ortodoxa: las poblaciones del mar Negro de Bulgaria y Rumania, que sólo emergieron de la dominación otomana en el siglo xix, y las partes "europeas" de la Unión Soviética». La primera prueba de Europa Occidental, afirmaba Howard, debe «ser reabsorber a los pueblos de Europa Central en nuestro círculo cultural y económico, al que pertenecen propiamente: restablecer los vínculos entre Londres, París, Roma, Munich y Leipzig, Varsovia, Praga y Budapest». Está surgiendo una «nueva línea de fractura», comentaba Pierre Behar dos años más tarde, «una divisoria básicamente cultural entre una Europa marcada por el cristianismo occidental (católico o protestante), por un lado, y una Europa marcada por el cristianismo oriental y las tradiciones islámicas, por el otro». Así mismo, un destacado finés veía la división fundamental que sustituye en Europa al telón de acero como «la antigua línea de fractura cultural entre el este y el oeste» que sitúa «los territorios del antiguo imperio austrohúngaro, así como Polonia y los Estados bálticos», dentro de la Europa Occidental, y a los demás países europeos orientales y balcánicos fuera de ella. Éste era, coincidía un inglés eminente, la «gran divisoria religiosa... entre las Iglesias orientales y occidentales: hablando en sentido amplio, entre los pueblos que recibieron su cristianismo de Roma directamente o a través de intermediarios celtas o germanos, y los del este y el Sudeste, a quienes llegó a través de Constantinopla (Bizancio)».2

Los habitantes de Europa Central también subrayan la significación de esta línea de fractura. A los países que han hecho progresos importantes en despojarse de los legados comunistas y en avanzar hacia una política democrática y una economía de mercado los separa de los que no lo han hecho «la línea que divide al catolicismo y protestantismo, por un lado, de la ortodoxia, por el otro». Hace siglos, afirmaba el presidente de Lituania, los lituanos tuvieron que elegir entre «dos civilizaciones» y «optaron por el mundo latino, se convirtieron al catolicismo y escogieron una forma de organización del Estado basada en la ley». En términos parecidos, los polacos dicen que ellos han sido parte de Occidente desde que en el siglo x eligieron el cristianismo latino frente a Bizancio.3 En cambio, los habitantes de los países ortodoxos de Europa Oriental ven de forma ambivalente la nueva insistencia en esta línea de fractura cultural. Búlgaros y rumanos ven las grandes ventajas de ser parte de Occidente y de poder incorporarse a sus instituciones; pero también se identifican con su propia tradición ortodoxa y, en el caso de los búlgaros, con su íntima asociación histórica con Rusia.

La identificación de Europa con la cristiandad occidental proporciona un criterio claro para la admisión de nuevos miembros en organizaciones occidentales. La Unión Europea es la principal entidad de Occidente en Europa, y el número de sus miembros volvió a crecer en 1994 con la admisión de Austria, Finlandia y Suecia, países culturalmente occidentales. En la primavera de 1994, la Unión decidió negar provisionalmente el ingreso a todas las antiguas repúblicas soviéticas excepto a los Estados bálticos. También firmó «acuerdos de asociación» con los cuatro Estados de Europa Central (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) y con dos de Europa Oriental (Rumania y Bulgaria). Sin embargo, es probable que ninguno de estos Estados se convierta en miembro pleno de la UE hasta el siglo xxi, y los Estados de Europa Central indudablemente obtendrán esa condición antes que Rumania y Bulgaria, si es que éstos llegan realmente a conseguirla alguna vez. Mientras tanto, las perspectivas de que los Estados bálticos y Eslovenia sean admitidos como miembros parecen halagüeñas, pero en 1995 las solicitudes de la musulmana Turquía, la demasiado pequeña Malta y la ortodoxa Chipre estaban todavía pendientes. A la hora de incrementar el número de miembros de la UE, las preferencias se decantan claramente hacia aquellos Estados que son culturalmente occidentales y que además tienden a un mayor desarrollo económico. Si se aplicara este criterio, los Estados de Visegrado (Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría), las repúblicas bálticas, Eslovenia, Croacia y Malta acabarían siendo miembros de la UE y la Unión coincidiría en su extensión con la civilización occidental tal y como ha existido históricamente en Europa.

La lógica de las civilizaciones impone una consecuencia parecida en lo relativo a la ampliación de la OTAN. La guerra fría comenzó con la extensión del control político y militar soviético a Europa Central. Los Estados Unidos y los países de Europa Occcidental crearon la OTAN para prevenir y, si era necesario, repeler una ulterior agresión soviética. En el mundo de posguerra fría, la OTAN es la organización de segundad de la civilización occidental. Terminada la guerra fría, la OTAN tiene un solo propósito fundamental y apremiante: asegurarse de que las cosas sigan así, impidiendo que se vuelva a imponer el control político y militar ruso en Europa Central. Dado que es la organización de seguridad de Occidente, la OTAN está debidamente abierta al ingreso de los países occidentales que deseen pertenecer a ella y que reúnan los requisitos básicos desde el punto de vista de la competencia militar, la democracia política y control civil del ejército.

La política estadounidense respecto del orden de seguridad europeo en la posguerra fría se caracterizó por ser más universalista, como demostró la Asociación por la Paz, abierta a los países europeos y a los euroasiáticos. También se reflejó esa política en el papel de la Organización para la Seguridad y para la Cooperación en Europa. Quedó expresada en los comentarios del presidente Clinton cuando visitó Europa en enero de 1994: «Las fronteras de la libertad se deben definir ahora en función de la nueva conducta, no por la historia vieja. Les digo a todos... los que trazarían una nueva frontera en Europa: no debemos cerrarnos de antemano a la posibilidad del mejor futuro para Europa —democracia en todas partes, economía de mercado en todas partes, países que cooperan para la mutua seguridad en todas partes—. Hemos de evitar un resultado inferior a ése». Un año después, sin embargo, su gobierno había aceptado la significación de las fronteras definidas por «la historia vieja» y se había conformado con un «resultado inferior» que tradujera la realidad de las diferencias entre civilizaciones. El gobierno de Clinton pasó a elaborar activamente los criterios y un programa para la extensión de la condición de miembros de la OTAN, primero a Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia, después a Eslovenia y más tarde probablemente a las repúblicas bálticas.

Rusia se opuso enérgicamente a cualquier ampliación de la OTAN, y los rusos que presumiblemente eran más liberales y prooccidentales aseguraban que la expansión fortalecería enormemente a las fuerzas nacionalistas y antioccidentales en Rusia. Sin embargo, la expansión de la OTAN limitada a los países que históricamente son parte de la cristiandad occidental también garantiza a Rusia la exclusión de Serbia, Bulgaria, Rumania, Moldavia, Bielorrusia y Ucrania (mientras permanezca unida). La expansión de la OTAN limitada a los Estados occidentales subrayaría también el papel de Rusia como Estado central de una civilización ortodoxa aparte y, por tanto, como país responsable del orden dentro de la ortodoxia y a lo largo de sus fronteras, y que podría y debería tratar en pie de igualdad con la OTAN y los Estados centrales occidentales.

La utilidad de diferenciar los países desde la perspectiva de su civilización resulta manifiesta con respecto a las repúblicas bálticas. Son las únicas ex repúblicas soviéticas claramente occidentales desde el punto de vista de su historia, cultura y religión, y su destino ha sido siempre una preocupación importante de Occidente. Los Estados Unidos nunca reconocieron su incorporación a la Unión Soviética, apoyaron su paso a la independencia cuando la Unión Soviética se estaba hundiendo e insistieron en que los rusos se atuvieran al calendario acordado para retirar sus tropas de estas repúblicas. El mensaje enviado a los rusos ha sido que deben reconocer que los bálticos están fuera de cualquier esfera de influencia que los rusos puedan desear establecer con respecto a las demás ex repúblicas soviéticas. Este logro por parte del gobierno de Clinton fue, como dijo el Primer ministro de Suecia, «una de las contribuciones más importantes a la seguridad y estabilidad europeas» y ayudó a los demócratas rusos, al dejar bien sentado que cualquier proyecto revanchista por parte de los nacionalistas radicales rusos sería vano frente al explícito compromiso occidental con esas repúblicas.4

Aunque se ha dedicado mucha atención a la ampliación de la Unión Europea y de la OTAN, la configuración cultural de estas organizaciones también plantea la cuestión de su posible reducción. Un país no occidental, Grecia, es miembro de ambas organizaciones, y otro, Turquía, es miembro de la OTAN y aspirante a la condición de miembro de la Unión. Estas relaciones fueron fruto de la guerra fría. ¿Tienen algún sentido en el mundo de civilizaciones posterior a ella?

El ingreso de Turquía en la Unión Europea como miembro de pleno derecho es problemático e improbable, y su condición de miembro de la OTAN ha sido atacada por el Partido del Bienestar. Sin embargo, es probable que Turquía continúe siendo miembro de la OTAN, a menos que el Partido del Bienestar obtenga una resonante victoria electoral o Turquía, por otra parte, rechace a sabiendas la herencia de Ataturk y se redefina como líder del islam. Esto entra dentro de lo posible y quizá fuera deseable para Turquía, pero no es probable que suceda en un futuro próximo. Sea cual sea su papel en la OTAN, lo probable es que Turquía persiga cada vez más sus propios intereses en lo tocante a los Balcanes, el mundo árabe y Asia Central.

Grecia no forma parte de la civilización occidental, pero fue la patria de la civilización clásica, que, a su vez, fue una fuente importante de la civilización occidental. En su oposición a los turcos, los griegos se han considerado a lo largo de la historia la vanguardia del cristianismo. A diferencia de serbios, rumanos o búlgaros, su historia ha estado íntimamente entrelazada con la de Occidente. Sin embargo, Grecia es también una anomalía, el intruso ortodoxo en los organismos occidentales. Nunca ha sido un miembro cómodo ni de la UE ni de la OTAN, y ha tenido dificultades para adaptarse a los principios y costumbres de ambas. Desde mediados de los años sesenta a mediados de los setenta fue gobernada por una junta militar, y no pudo entrar en la Comunidad Europea hasta que se convirtió en democracia. A menudo parece que sus líderes se toman un interés particular en desviarse de las normas occidentales y en enemistarse con los gobiernos de Occidente. Era más pobre que los demás miembros de la Comunidad y de la OTAN y a menudo seguía directrices económicas que parecían incumplir los criterios vigentes en Bruselas. Su conducta como presidente del Consejo de la UE en 1994 exasperó a otros miembros, y hay funcionarios europeooccidentales que, en privado, califican su ingreso de error.

En el mundo de posguerra fría, las directrices de Grecia se han desviado cada vez más de las de Occidente. Su bloqueo de Macedonia fue objeto de la enérgica oposición de los gobiernos occidentales y acabó con el intento por parte de la Comisión Europea de conseguir una sentencia condenatoria del Tribunal de Justicia. Con respecto a los conflictos en la antigua Yugoslavia, Grecia se distanció de los criterios seguidos por las principales potencias occidentales, apoyó activamente a los serbios y violó descaradamente las sanciones que la ONU les había impuesto. Tras el fin de la Unión Soviética y de la amenaza comunista, Grecia tiene intereses comunes con Rusia en su oposición al enemigo de ambas, Turquía. Ha permitido a Rusia disponer de una presencia importante en el sector griego de Chipre y, debido a «su común religión ortodoxa oriental», los grecochipriotas han dado la bienvenida a la isla tanto a rusos como a serbios.5 En 1995, funcionaban en Chipre unos 2.000 negocios de propiedad rusa; se publicaban allí periódicos rusos y serbocroatas; y el gobierno grecochipriota estaba adquiriendo abundante material armamentístico a Rusia. Además, Grecia estudió con Rusia la posibilidad de traer petróleo desde el Cáucaso y Asia Central hasta el Mediterráneo a través de un oleoducto grecobúlgaro que evitara pasar por Turquía y otros países musulmanes. En conjunto, la política exterior griega ha adoptado una orientación marcadamente ortodoxa. Sin duda, Grecia seguirá siendo miembro formal de la OTAN y de la Unión Europea. Pero, sin duda también, a medida que el proceso de reconfiguración cultural se intensifique, estas pertenencias se irán haciendo menos sólidas, menos significativas y más difíciles para las partes implicadas. El adversario de la Unión Soviética durante la guerra fría está transformándose en el aliado de Rusia del período de posguerra fría.

Rusia y su «extranjero próximo»

El suceso de los imperios zarista y comunista es un bloque de civilización, paralelo en muchos aspectos al de Occidente en Europa. En el centro, Rusia, el equivalente de Francia y Alemania, está estrechamente vinculada a un círculo interior que incluye las dos repúblicas ortodoxas predominantemente eslavas de Bielorrusia y Moldavia. Kazajstán, de cuya población el 10% es ruso, y Armenia, estrecho aliado histórico de Rusia. A mediados de los años noventa, todos estos países tenían gobiernos prorrusos que por lo general habían llegado al poder mediante elecciones. Relaciones estrechas pero más débiles existen entre Rusia y Georgia y Ucrania, que son ortodoxas de forma mayoritaria (en el caso de Georgia) o en buena parte (en el de Ucrania), pero que también poseen un fuerte sentimiento de su identidad nacional y de su pasada independencia. En los Balcanes ortodoxos, Rusia tiene estrechas relaciones con Bulgaria, Grecia, Serbia y Chipre, y algo menos estrechas con Rumania. Las repúblicas musulmanas de la antigua Unión soviética han creado algunos mecanismos de cooperación entre ellas, y Turquía y otros Estados musulmanes han procurado ganar su amistad. Sin embargo, siguen siendo muy dependientes de Rusia tanto económicamente como en el ámbito de la seguridad. Las repúblicas bálticas, en cambio, reaccionando ante la fuerza de atracción gravitatoria de Europa se han apartado realmente de la esfera de influencia rusa.

En conjunto, Rusia está creando un bloque con una zona central ortodoxa bajo su liderazgo y una zona circundante de amortiguación (un «cordón sanitario») formada por Estados islámicos relativamente débiles que dominará en grados diversos y de los que intentará eliminar la influencia de otras potencias. Además, Rusia espera que el mundo acepte y apruebe este sistema. Los gobiernos extranjeros y las organizaciones internacionales, como dijo Yeltsin en febrero de 1993, tienen que «otorgar a Rusia poderes especiales como garantizadora de la paz y la estabilidad en las antiguas regiones de la URSS». Mientras la Unión Soviética era una superpotencia con intereses planetarios, Rusia es una potencia importante con intereses regionales y civilizatorios.

Los países ortodoxos de la antigua Unión Soviética son fundamentales para la construcción de un bloque ruso coherente en los asuntos euroasiáticos y mundiales. Durante la desintegración de la Unión Soviética, estos cinco países se movieron al principio en una dirección muy nacionalista, insistiendo en su nueva independencia y distancia respecto a Moscú. Posteriormente, el reconocimiento de la realidad económica, geopolítica y cultural llevó a los votantes, en cuatro de ellos, a elegir gobiernos prorrusos y a respaldar medidas prorrusas. La población de esos cuatro países mira a Rusia esperando apoyo y protección. En el quinto, Georgia, la intervención militar rusa obligó a un cambio semejante en la actitud del gobierno.

Históricamente, Armenia ha identificado sus intereses con Rusia, y Rusia se ha enorgullecido de ser la defensora de Armenia frente a sus vecinos musulmanes. Esta relación ha cobrado nuevo vigor en los años postsoviéticos. Los armenios han dependido del apoyo económico y militar ruso y han respaldado a Rusia en cuestiones relativas a las relaciones entre las antiguas repúblicas soviéticas. Los dos países tienen intereses estratégicos convergentes.

A diferencia de Armenia, Bielorrusia tiene poco sentido de su identidad nacional. También depende, más incluso, del apoyo ruso. Muchos de sus habitantes parecen identificarse tanto con Rusia como con su propio país. En enero de 1994, la Asamblea legislativa reemplazó al nacionalista centrista y moderado que era jefe del Estado por un prorruso conservador. En julio de 1994, el 80% de los votantes eligieron como presidente a un prorruso radical aliado de Vladimir Zhirinovsky. Bielorrusia se unió pronto a la Comunidad de Estados Independientes, fue miembro fundador de la unión económica creada en 1993 con Rusia y Ucrania, accedió a una unión monetaria con Rusia, le entregó sus armas nucleares y aceptó el estacionamiento de tropas rusas en su suelo durante lo que queda de siglo. Bielorrusia es, en efecto, parte de Rusia en todo salvo en el nombre.

Después de que Moldavia se independizara, al hundirse la Unión Soviética, muchos esperaban que acabara reintegrándose a Rumania. A su vez, el temor de que esto pudiera ocurrir estimuló en la zona este rusificada un movimiento secesionista que contaba con el apoyo tácito de Moscú y el apoyo activo del 14° ejército ruso, y que condujo a la creación de la república del Transdniéster. El sentir moldavo en favor de la unión con Rumania, sin embargo, declinó ante los problemas económicos de ambos países y la presión económica rusa. Moldavia se unió a la CEI, y el comercio con Rusia aumentó. En febrero de 1994, los partidos prorrusos obtenían un éxito abrumador en las elecciones parlamentarias.

En estos tres Estados, la reacción de la opinión pública ante una combinación de intereses estratégicos y económicos produjo gobiernos que favorecían el estrecho alineamiento con Rusia. En Ucrania concurrieron a la postre circunstancias parecidas. En Georgia, el curso de los acontecimientos fue diferente. Georgia fue un país independiente hasta 1801, cuando su gobernante, el rey Jorge XIII, pidió la protección rusa contra los turcos. Tras la Revolución rusa, Georgia volvió a ser independiente durante tres años, 1918-1921, pero los bolcheviques la incorporaron a la Unión Soviética por la fuerza. Cuando la Unión soviética llegó a su fin, Georgia volvió a declararse independiente. Una coalición nacionalista ganó las elecciones, pero su líder se dedicó a una represión autodestructora y fue derrocado violentamente. Eduard A. Shevardnadze, que había sido ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, volvió para dirigir el país y fue confirmado en el poder por las elecciones presidenciales de 1992 y 1995. Sin embargo, se encontraba ante un movimiento separatista en Abjasia, que se convirtió en el receptor de un fuerte apoyo ruso, y también ante una insurrección encabezada por el depuesto Gamsajhurdia. Emulando al rey Jorge, acabó diciendo «No tenemos mucha elección», y se volvió a Moscú en busca de ayuda. Soldados rusos intervinieron para apoyarle a cambio de que Georgia se uniera a la CEI. En 1994, los georgianos dieron su consentimiento a que los rusos mantuvieran en Georgia tres bases militares durante un período indefinido de tiempo. Así, la intervención militar rusa, primero para debilitar al gobierno georgiano y después para sostenerlo, llevó a la Georgia de aspiraciones independentistas al bando ruso.

Aparte de Rusia, la mayor y más importante antigua república soviética es Ucrania. A lo largo de la historia, Ucrania ha sido independiente en varios momentos. Sin embargo, durante la mayor parte de la época moderna ha formado parte de una entidad política gobernada desde Moscú. El acontecimiento decisivo tuvo lugar en 1654, cuando Bohdan Khmelnytsky, líder cosaco de un levantamiento contra el dominio polaco, juró lealtad al zar a cambio de ayuda contra los polacos. Desde entonces hasta 1991, salvo el lapso de una república efímeramente independiente entre 1917 y 1920, lo que ahora es Ucrania estuvo controlado políticamente desde Moscú. Sin embargo, Ucrania es un país escindido con dos culturas distintas. La línea de fractura entre la civilización occidental y la ortodoxia pasa por su mismo centro desde hace siglos. En determinados momentos del pasado, Ucrania occidental formó parte de Polonia, Lituania y el imperio austrohúngaro. Muchos de sus habitantes han sido adeptos de la Iglesia uniata, que practica ritos ortodoxos pero reconoce la autoridad del Papa. Históricamente, los ucranianos occidentales han hablado ucraniano y han sido intensamente nacionalistas en sus opiniones. La población de Ucrania oriental, en cambio, ha sido mayoritariamente ortodoxa y en gran parte ha hablado ruso. Los rusos constituyen el 22% de la población total ucraniana, y los rusohablantes nativos, el 31%. A la mayoría de los estudiantes de primaria y secundaria se les enseña en ruso.6 Crimea es mayoritariamente rusa y formó parte de la Federación Rusa hasta 1954, cuando Krushchev la transfirió a Ucrania, al parecer como muestra de reconocimiento por la decisión de Khmelnytsky 300 años antes.

Las diferencias entre Ucrania oriental y occidental son manifiestas en las actitudes de sus habitantes. A finales de 1992, por ejemplo, un tercio de los rusos de Ucrania occidental, por tan sólo el 10% en Kiev, decían sentir animosidad antirrusa.7 La escisión este-oeste quedó de manifiesto de forma evidente en las elecciones presidenciales de julio de 1994. El presidente en funciones, Leonid Kravchuk, quien, pese a colaborar estrechamente con los líderes de Rusia, se presentaba como nacionalista, venció en las trece provincias de la Ucrania occidental con mayorías que llegaban hasta el 90%. Su rival, Leonid Kuchma, que recibió clases de ucraniano durante la campaña, venció en las trece provincias orientales por mayorías parecidas. Kuchma ganó con el 52% de los votos. En efecto, una ligera mayoría del pueblo ucraniano confirmaba en 1994 la opción de Khmelnytsky en 1654. Las elecciones, como decía un experto estadounidense, «expresaban, incluso cristalizaban, la escisión entre los eslavos europeizados de Ucrania occidental y la visión ruso-eslava de lo que Ucrania debería ser. No se trata tanto de polarización étnica, cuanto de culturas diferentes».8

Mapa 7.2. Ucrania: un país escindido.

Fuente: International Foundation for Electoral Systems.

Como consecuencia de esta división, las relaciones entre Ucrania y Rusia podrían evolucionar de una de estas tres maneras. A principios de los años noventa, entre los dos países había problemas pendientes de gran importancia, relativos a las armas nucleares, Crimea, los derechos de los rusos en Ucrania, la flota del mar Negro y las relaciones económicas. Muchos pensaban que el conflicto armado era probable, lo que llevó a algunos analistas occidentales a sostener que Occidente debía apoyar la posesión por parte de Ucrania de un arsenal nuclear para disuadir la agresión rusa.9 Sin embargo, si lo que cuenta es la civilización, la probabilidad de violencia entre ucranianos y rusos debería de ser baja. Ambos son pueblos eslavos, principalmente ortodoxos, que han mantenido relaciones estrechas durante siglos y entre quienes los matrimonios ruso-ucranianos son comunes. Pese a los problemas sumamente conflictivos y a la presión de los nacionalistas radicales de ambas partes, los líderes de los dos países han trabajado mucho, y en buena medida con éxito, para moderar estas disputas. La elección de un presidente de orientación explícitamente rusa en Ucrania a mediados de 1994 redujo aún más la probabilidad de un conflicto exacerbado entre los dos países. Mientras que en otros lugares de la antigua Unión Soviética había una lucha seria entre musulmanes y cristianos, y en los Estados bálticos mucha tensión y algo de lucha entre cristianos occidentales y ortodoxos, hasta 1995 no se había producido prácticamente ninguna violencia entre rusos y ucranianos.

Una segunda posibilidad, algo más probable, es que Ucrania se escinda siguiendo su línea de fractura en dos entidades separadas, de las cuales la oriental se fundiría con Rusia. La cuestión de la secesión se planteó primero con respecto a Crimea. La población de Crimea, que en un 70% es rusa, apoyó considerablemente la independencia ucraniana de la Unión Soviética en un referéndum celebrado en diciembre de 1991. En mayo de 1992, también el Parlamento de Crimea resolvió por votación declarar la independencia de Crimea respecto a Ucrania y después, bajo presión ucraniana, anuló esa votación. Sin embargo, el Parlamento ruso aprobó revocar la cesión de Crimea a Ucrania realizada en 1954. En enero de 1994, los ciudadanos de Crimea eligieron a un presidente que había hecho una campaña basada en un programa electoral de «unidad con Rusia». Esto incitó a algunas personas a plantear la pregunta: «¿Será Crimea el siguiente Nagorno-Karabaj o una nueva Abjasia?».10 La respuesta fue un rotundo «¡No!», ya que el nuevo presidente crimeano se volvió atrás de su compromiso de celebrar un referéndum sobre la independencia y, en vez de eso, negoció con el gobierno de Kiev. En mayo de 1994, la situación se caldeó de nuevo cuando el Parlamento de Crimea aprobó por votación restablecer la Constitución de 1992 que la hacía prácticamente independiente de Ucrania. Sin embargo, una vez más, la moderación de los líderes rusos y ucranianos impidió que este problema generase violencia, y la elección dos meses después del prorruso Kuchma como presidente ucraniano socavó el empuje crimeano hacia la secesión.

Sin embargo, esa elección planteó la posibilidad de que la parte occidental del país se separara de una Ucrania que cada vez se estaba acercando más a Rusia. Algunos rusos podrían dar la bienvenida a esas nuevas circunstancias. Como decía un general ruso, «Ucrania, o mejor, Ucrania oriental, volverá en cinco, diez o quince años. ¡Ucrania occidental puede irse al infierno!».11 Sin embargo, una Ucrania así, irreductiblemente uniata y orientada hacia Occidente, sólo sería viable si tuviera un apoyo occidental fuerte y eficaz. A su vez, tal apoyo sólo sería probable que se produjera si las relaciones entre Occidente y Rusia se deterioraran gravemente y llegaran a parecerse a las de la guerra fría.

La tercera hipótesis, y la más probable, es que Ucrania seguirá unida, seguirá escindida, seguirá siendo independiente y, por lo general, cooperará estrechamente con Rusia. Una vez que se resuelvan los problemas transitorios concernientes a las armas nucleares y las fuerzas armadas, los problemas más serios a largo plazo serán económicos, y su resolución se verá facilitada por una cultura parcialmente compartida y estrechos vínculos personales. La relación ruso-ucraniana es a Europa Oriental, ha señalado John Morrison, lo que la relación franco-alemana es a Europa Occidental.12 De la misma forma que la primera provee el centro de la Unión Europea, ésta es el núcleo esencial para la unidad en el mundo ortodoxo.

La Gran China y su esfera de prosperidad compartida

A lo largo de la historia, China se entendió a sí misma como una realidad que abarcaba diversos territorios: una «zona sínica» que incluía Corea, Vietnam, las islas Liu Chiu y a veces Japón; una «zona asiática interior» de pueblos no chinos (manchúes, mongoles, uigures, turcos y tibetanos) a los que había que controlar por razones de seguridad; y después una «zona exterior» de bárbaros, de quienes sin embargo «se esperaba que pagaran tributo y reconocieran la superioridad de China».13 La civilización sínica contemporánea se está estructurando de una manera parecida: el núcleo central de la China han; provincias periféricas que forman parte de China, pero poseen una autonomía considerable; provincias legalmente integradas en China, pero densamente pobladas por gente no china procedente de otras civilizaciones (Tibet, Xinxiang); sociedades chinas que, con determinadas condiciones, serán, o es probable que lleguen a ser, parte de la China estructurada alrededor de Pekín (Hong Kong, Taiwán); un Estado predominantemente chino cada vez más orientado hacia Pekín (Singapur); poblaciones chinas muy influyentes en Tailandia, Vietnam, Malaisia, Indonesia y Filipinas; y sociedades no chinas (Corea del Norte y del Sur, Vietnam) que, sin embargo, comparten mucho de la cultura confuciana de China.

Durante los años cincuenta, China se definió como aliado de la Unión Soviética. Después, tras la ruptura chino-soviética, se consideró el líder del Tercer Mundo contra ambas superpotencias. Esto produjo grandes costos y pocos beneficios, y, tras el cambio de actitud de los EE.UU. durante el gobierno de Nixon, China intentó participar en un juego de equilibrio de poder con las dos superpotencias, alineándose con los Estados Unidos durante los años setenta, cuando los Estados Unidos parecían débiles, y pasando después a una posición más equidistante en los años ochenta, cuando el potencial militar de los EE.UU. aumentó y la Unión Soviética declinó económicamente y se embarulló en Afganistán. Con el final de la rivalidad entre superpotencias, sin embargo, la «baza china» perdió todo su valor, y China se vio obligada una vez más a redefinir su papel en los asuntos internacionales. Se propuso dos metas: convertirse en el paladín de la cultura china, en el Estado central y polo de atracción de su civilización hacia el que todas las demás colectividades chinas se orientaran, y volver a asumir su posición histórica, perdida en el siglo xix, como la potencia hegemónica en el este asiático.

El papel cada vez más claro de China como Estado central y polo de atracción de la civilización sínica se puede constatar en: primero, el modo en que China presenta su postura en los asuntos de ámbito mundial; segundo, la medida en que los chinos del extranjero han llegado a intervenir económicamente en China; y tercero, las crecientes conexiones económicas, políticas y diplomáticas con China continental de las otras tres principales entidades chinas, Hong Kong, Taiwán y Singapur, así como la mayor orientación hacia China de los países del sudeste asiático donde China tiene una influencia política importante (Tailandia, Malaisia).

El gobierno chino ve a China continental como el Estado central de una civilización china hacia la que todas las demás colectividades chinas deben orientarse. Tras haber abandonado hace mucho sus esfuerzos por promover sus intereses en el extranjero a través de los partidos comunistas locales, el gobierno intenta ahora «presentarse como el representante de lo chino en todo el mundo».14 Para el gobierno chino, quienes tienen ascendencia china, aunque sean ciudadanos de otro país, son miembros de la colectividad china y por tanto, en alguna medida, están sujetos a la autoridad del gobierno chino. La identidad china se llega a definir en términos raciales. Chinos son los que comparten la misma «raza, sangre y cultura», como dijo un estudioso de la República Popular China. A mediados de los años noventa, este tema está cada vez más en boca de fuentes chinas, tanto oficiales como privadas. Para los chinos y las personas de ascendencia china que viven en sociedades no chinas, la «prueba del espejo» se convierte así en la prueba de quiénes somos: «Id a miraros en el espejo», es la recomendación de los chinos orientados hacia Pekín a los de ascendencia china que intentan asimilarse en medio de sociedades extranjeras. Los chinos de la diáspora (es decir, los huaren o gente de origen chino, distintos de los zhong-guoren o gente del Estado chino), formulan cada vez más el concepto de «China cultural» como manifestación de su gonshi o conciencia común. La identidad china, sometida a tantos ataques violentos por parte de Occidente en el siglo xx, actualmente se está formulando de nuevo a partir de los elementos constantes de la cultura china.15

Históricamente, esta identidad ha sido compatible también con las cambiantes relaciones con las autoridades centrales del Estado chino. Este sentido de identidad cultural facilita la expansión de las relaciones económicas entre las diversas Chinas, y al mismo tiempo se ve reforzado por ella; dichas relaciones, a su vez, han sido un elemento importante en la promoción de un crecimiento económico rápido en la China continental y en otras partes; y ese crecimiento, finalmente, ha proporcionado el impulso material y psicológico para realzar la identidad cultural china.

Así, la «Gran China» no es simplemente un concepto abstracto. Es una realidad cultural y económica que crece rápidamente y está comenzando a convertirse en una realidad política. Los chinos fueron los responsables del espectacular desarrollo económico de los años ochenta y noventa: en la China continental, en los «cuatro tigres» (tres de los cuales eran chinos) y en los países del sudeste asiático, cuyas economías estaban dominadas por chinos. La economía del este asiático está cada vez más centrada en China y más dominada por chinos. Han sido chinos de Hong Kong, Taiwán y Singapur los que han proporcionado gran parte del capital responsable del crecimiento de China continental en los años noventa. Los chinos afincados en el extranjero, en otros lugares del sudeste asiático, dominaban las economías de sus países. A principios de los años noventa, los chinos constituían el 1 % de la población de Filipinas, pero a ellos se debía el 35 % de las ventas de empresas de titularidad nacional. En Indonesia, a mediados de los años ochenta, los chinos eran entre un 2 y un 3 % de la población, pero poseían aproximadamente el 70 % del capital nacional privado. Diecisiete de los veinticinco mayores negocios estaban controlados por chinos, y se dice que una gran corporación china producía el 5 % del PIB de Indonesia. A principios de los años noventa, los chinos eran el 10 % de la población de Tailandia, pero poseían nueve de los diez mayores grupos empresariales y eran responsables del 50 % de su PIB. Los chinos constituyen aproximadamente un tercio de la población de Malaisia, pero dominan casi totalmente su economía.16 Fuera de Japón y Corea, la economía del este asiático es básicamente una economía china.

La aparición de esta esfera de prosperidad compartida de la Gran China se vio enormemente facilitada por una «red de bambú» de relaciones familiares y personales y por una cultura común. Los chinos del extranjero tienen muchas más posibilidades que los occidentales o los japoneses de hacer negocios en China. En China, la confianza y el compromiso dependen de las relaciones personales, no de contratos, leyes u otros documentos legales. A los hombres de negocios occidentales les resulta más fácil hacer negocios en la India que en China, donde la inviolabilidad de un acuerdo descansa en la relación personal entre las partes. China, comentaba con envidia en 1993 un destacado japonés, se ha beneficiado de «una red sin fronteras de comerciantes chinos en Hong Kong, Taiwán y el sudeste asiático».17 Los chinos del extranjero, admitía un hombre de negocios norteamericano, «cuentan con la habilidad empresarial y cuentan con la lengua, todo ello combinado con la red de bambú, que abarca desde relaciones familiares a contactos. Esa es una ventaja enorme sobre alguien que debe rendir cuentas a un consejo de administración en Akron o Filadelfia». Las ventajas de los chinos no continentales a la hora de negociar con los continentales también fueron puestas de manifiesto por Lee Kuan Yew: «Somos de etnia china. Compartimos ciertas características a través de nuestra ascendencia y cultura comunes... La gente siente una empatía natural por quienes comparten sus atributos físicos. Esta sensación de cercanía se ve reforzada cuando compartimos también una base cultural y lingüística. Favorece el entendimiento fácil y la confianza, que es el fundamento de toda relación empresarial».18 A finales de los años ochenta y en los noventa, las personas de etnia china afincadas en el extranjero eran capaces de «demostrar a un mundo escéptico que las relaciones quanxi a través del mismo lenguaje y cultura pueden suplir una carencia en el ámbito legislativo y la falta de transparencia en normas y regulaciones». Las raíces del desarrollo económico en una cultura común quedaron de manifiesto en la segunda Conferencia Mundial de Empresarios Chinos, celebrada en Hong Kong en noviembre de 1993, descrita como una celebración del triunfalismo chino, y a la que asistieron hombres de negocios de etnia china procedentes de todo el mundo».19 En el mundo sínico, lo mismo que en otros lugares, la coincidencia cultural fomenta el compromiso económico.

La reducción de la participación económica occidental en China tras los acontecimientos de la plaza de Tiananmen, que siguió a una década de rápido crecimiento económico chino, brindó la oportunidad y el motivo para que los chinos del extranjero se aprovecharan de su cultura común y contactos personales e invirtieran abundantemente en China. El resultado fue una expansión espectacular de los vínculos económicos globales entre las colectividades chinas. En 1992, el 80 % de la inversión extranjera directa en China (11.300 millones de dólares) procedía de chinos del extranjero, principalmente de Hong Kong (68,3 %), pero también de Taiwán (9,3 %), Singapur, Macao y otros lugares. En cambio, Japón aportaba el 6,6 % y los Estados Unidos el 4,6 % del total. De la inversión extranjera acumulada total de 50.000 millones de dólares, el 67 % procedía de fuentes chinas. El crecimiento comercial fue igualmente impresionante. Las exportaciones de Taiwán a China crecieron, de casi nada en 1986, al 8 % de las exportaciones totales de Taiwán en 1992, aumentando ese año a un ritmo del 35 %. Las exportaciones de Singapur a China aumentaron un 22 % en 1992, en contraste con el crecimiento global de sus exportaciones, inferior al 2 %. Como decía Murray Weidenbaum en 1993, «Pese al actual dominio japonés de la región, la economía asiática de base china esta surgiendo rápidamente como nuevo epicentro de la industria, el comercio y las finanzas. Esta zona estratégica contiene volúmenes importantes de potencial tecnológico y manufacturero (Taiwán), notable perspicacia empresarial, de mercadotecnia y servicios (Hong Kong), una buena red de comunicaciones (Singapur), una enorme reserva de capital financiero (los tres) y muy grandes cantidades de tierra, recursos y mano de obra (China continental)».20 Además, por supuesto, China continental era potencialmente el mayor de todos los mercados en expansión, y para mediados de los años noventa las inversiones en China se orientaban cada vez más a las ventas en ese mercado, lo mismo que a las exportaciones procedentes de él.

Los chinos de los países del sudeste asiático se asimilan en grados diversos a la población local. Esta a menudo alberga sentimientos antichinos que, a veces, como en los disturbios de Medan, Indonesia, en abril de 1994, estallan violentamente. Algunos malaisios e indonesios tachaban de «fuga de capital» el volumen de inversión china que iba a parar a China continental, y los líderes políticos encabezados por el presidente Suharto tuvieron que asegurar a sus poblaciones que esto no perjudicaría sus economías. Los chinos del sudeste asiático, a su vez, insistían en que eran estrictamente leales a su país natal, no al de sus ancestros. A principios de los años noventa, el volumen de capital chino procedente del sudeste asiático que iba a parar a China quedaba compensado por el gran volumen de inversión taiwanesa en Filipinas, Malaisia y Vietnam.

La combinación de creciente poder económico y cultura china común llevó a Hong Kong, Taiwán y Singapur a profundizar cada vez más sus tratos con la madre patria china. Los chinos de Hong Kong se preparaban para la cada vez más próxima transferencia de poder, y comenzaron a adaptarse al mandato de Pekín y no al de Londres. Los hombres de negocios y otros líderes se volvieron reacios a criticar a China o a hacer cosas que pudieran ofenderla. Cuando tal ofensa se producía, el gobierno chino no dudaba en tomar represalias inmediatamente. En 1994, cientos de hombres de negocios cooperaban con Pekín y desempeñaban la función de «asesores de Hong Kong» en lo que de hecho era un gobierno en la sombra. A principios de los años noventa, la influencia económica china en Hong Kong aumentó también de forma espectacular, con una inversión de la China continental para 1993 mayor, según se dice, que la de Japón y los Estados Unidos juntas.21 A mediados de los años noventa, la integración económica de Hong Kong y la China continental estaba prácticamente completada, quedando por consumar la integración política en 1997.

La expansión de los vínculos de Taiwán con el continente iba retrasada con respecto a la de Hong Kong. Sin embargo, en los años ochenta empezaron a producirse cambios significativos. Durante las tres décadas posteriores a 1949, cada una de estas dos repúblicas chinas se negaba a reconocer la existencia o legitimidad de la otra, no tenían comunicación entre sí y estaban prácticamente en estado de guerra, que se manifestaba de vez en cuando en el intercambio de disparos en las islas poco distantes de la costa. Sin embargo, después de que Deng Xiaoping consolidó su poder e inició el proceso de reforma, el gobierno de la China continental empezó a dar una serie de pasos conciliatorios hacia Taiwán. En 1981, el gobierno taiwanés reaccionó y comenzó a distanciarse de su anterior política de «los tres noes»: no al contacto, no a la negociación, no al compromiso con el continente. En mayo de 1986, tuvieron lugar las primeras negociaciones entre representantes de las dos partes acerca del regreso de un avión de la República de China (Taiwán) que había sido secuestrado y llevado al continente, y al año siguiente la República de China levantó su prohibición de viajar al continente.22

La rápida expansión de las relaciones económicas entre Taiwán y el continente que se produjo a continuación se vio enormemente facilitada por su «común condición china» y por la mutua confianza que de ello se derivaba. Los pueblos de Taiwán y China, como dijo el principal negociador de Taiwán, comparten una «especie de sentimiento de que la sangre no es agua», y unos y otros se enorgullecen de los logros mutuos. Para finales de 1993, se habían registrado más de 4,2 millones de visitas de taiwaneses al continente y 40.000 visitas de chinos continentales a Taiwán; cada día se intercambiaban 40.000 cartas y 13.000 llamadas telefónicas. El comercio entre las dos Chinas, dicen las informaciones, alcanzó los 14.400 millones de dólares en 1993, y 20.000 negocios taiwaneses habían invertido entre 15.000 y 30.000 millones de dólares en el continente. La atención de Taiwán se iba centrando cada vez más en la China continental, y de ella dependía cada vez más su éxito. «Antes de 1980, el mercado más importante para Taiwán eran los Estados Unidos», decía en 1993 un funcionario taiwanés, «pero durante los años noventa sabemos que el factor más decisivo en el éxito de la economía de Taiwán es el continente.» La barata mano de obra del continente era un importante atractivo para los inversores taiwaneses que se enfrentaban a una escasez de mano de obra en su país. En 1994 se puso en marcha un proceso contrario, tendente a rectificar el desequilibrio de capital-mano de obra existente entre las dos Chinas, para lo cual empresas pesqueras taiwanesas contrataron a 10.000 continentales como tripulantes de sus barcos.23

El desarrollo de las relaciones económicas llevó a negociaciones entre los dos gobiernos. En 1991, Taiwán creó la Fundación de Intercambio del Estrecho, y la China continental, la Asociación para las Relaciones a través del Estrecho de Taiwán, ambas orientadas a facilitar la comunicación entre los dos países. El primer encuentro se celebró en Singapur, en abril de 1993, y los encuentros posteriores tuvieron lugar en la China continental y Taiwán. En agosto de 1994, se alcanzó un acuerdo que suponía un «avance decisivo», y abarcaba vanas cuestiones clave, y se comenzó a especular acerca de una posible cumbre entre dirigentes de alto rango de los dos gobiernos.

A mediados de los años noventa todavía existían problemas importantes entre Taipei y Pekín, por ejemplo la cuestión de la soberanía, la participación de Taiwán en organizaciones internacionales y la posibilidad de que este país pudiera redefinirse como un Estado independiente. Sin embargo, la probabilidad de que esto último sucediera se fue haciendo cada vez más remota, ya que el principal defensor de la independencia, el Partido Democrático Progresista, constató que los votantes taiwaneses no querían romper las relaciones existentes con el continente y que sus perspectivas electorales se verían perjudicadas si insistía en ese tema. Los líderes del PDP, pues, subrayaron que, si llegaban al poder, la independencia no sería un punto prioritario de su programa. Además, los dos gobiernos compartían un interés común: afirmar la soberanía china sobre las Spratly y otras islas del mar de la China meridional y, en el ámbito comercial, asegurar para el continente la consideración por parte de los Estados Unidos como nación más favorecida. A mediados de los años 90, de forma lenta pero sensible e inevitable, las dos Chinas se estaban moviendo una hacia la otra y cultivaban intereses comunes a partir de sus relaciones económicas en expansión y su identidad cultural compartida.

Este movimiento hacia la reconciliación se vio interrumpido bruscamente en 1995, cuando el gobierno taiwanés presionó agresivamente para obtener el reconocimiento diplomático y la admisión en organismos internacionales, el presidente Lee Teng-hui hizo una visita «privada» a los Estados Unidos y Taiwán celebró elecciones legislativas en diciembre de 1995 seguidas por las elecciones presidenciales en marzo de 1996. El gobierno chino reaccionó ante estos hechos probando misiles en aguas cercanas a los principales puertos taiwaneses y emprendiendo maniobras militares cerca de las islas bajo control taiwanés próximas a su costa. Estos acontecimientos plantearon dos cuestiones clave. En cuanto al presente, ¿puede Taiwán seguir siendo democrática sin convertirse formalmente en independiente? En el futuro, ¿podría Taiwán ser democrática sin permanecer realmente independiente?

En realidad, las relaciones de Taiwán con el continente han pasado por dos fases y podrían entrar en una tercera. Durante décadas, el gobierno nacionalista pretendió ser el gobierno de toda China; esta pretensión, obviamente, suponía entrar en conflicto con el gobierno que gobernaba de hecho toda China salvo Taiwán. En los años ochenta, el gobierno taiwanés abandonó dicha pretensión y se definió como el gobierno de Taiwán, lo que sentaba las bases para un acuerdo con el concepto continental de «un país, dos sistemas». Sin embargo, diversos individuos y grupos de Taiwán subrayaron cada vez más la diferente identidad cultural de este país, su período relativamente breve de sometimiento al dominio chino y su lengua local, incomprensible para los hablantes del mandarín. En realidad, estaban intentando definir la sociedad taiwanesa como no china y, por tanto, legítimamente independiente de China. Además, a medida que el gobierno de Taiwán se fue haciendo más activo en el plano internacional, también él parecía dar a entender que era un país distinto, no una parte de China. Dicho brevemente, la autodefinición del gobierno de Taiwán pasó, a lo que parece, de ser el gobierno de toda China, a ser el gobierno de parte de China y, en un último momento, a no ser el gobierno de China alguna. Esta última postura, que formalizaría su independencia de facto, sería totalmente inaceptable para el gobierno de Pekín, que afirmó repetidamente su disposición a usar la fuerza para impedir que se materializara. Los líderes del gobierno chino declararon también que, tras la incorporación a la República Popular China de Hong Kong en 1997 y de Macao en 1999, pasarán a asociar a Taiwán de nuevo al continente. Cómo ocurra esto dependerá, presumiblemente, de la medida en que en Taiwán aumente el apoyo a la independencia formal, de la resolución de la lucha por la sucesión en Pekín, que incita a los líderes políticos y militares a ser intensamente nacionalistas, y del desarrollo del potencial militar chino que haría factible un bloqueo o invasión de Taiwán. A principios del siglo xxi parece probable que, mediante coacción, acuerdo o, muy probablemente, una mezcla de ambas cosas, Taiwán llegue a integrarse más estrechamente en la China continental.

Hasta finales de los años setenta, las relaciones entre el Singapur firmemente anticomunista y la República Popular fueron glaciales, y Lee Kuan Yew y otros líderes de Singapur se mostraron desdeñosos ante el retraso chino. Sin embargo, cuando el desarrollo económico de China despegó en los años ochenta, Singapur comenzó a orientarse hacia el continente, apuntándose a su carro a la manera clásica. Para 1992, Singapur había invertido 1.900 millones de dólares en China, y para el año siguiente se anunciaba el proyecto de construir una ciudad industrial, «Singapur II», en las afueras de Shanghai, que supondría una inversión de miles de millones de dólares. Lee se convirtió en un impulsor entusiasta de las perspectivas económicas de China y en un admirador de su poder. «China», dijo en 1993, «está donde está la actividad.»24 La inversión exterior de Singapur, que se había concentrado intensamente en Malaisia e Indonesia, se desplazó a China. La mitad de los proyectos en el extranjero apoyados por el gobierno de Singapur en 1993 se situaban en China. Se dice que, en su primera visita a Pekín en los años setenta, Lee Kuan Yew insistió en hablar a los líderes chinos en inglés, y no en mandarín. Es improbable que hiciera tal cosa dos décadas más tarde.

Islam: conciencia sin cohesión

La estructura de lealtad política entre árabes y, más en general entre musulmanes, ha sido en general la opuesta de la del Occidente moderno. Para éste, el Estado nacional ha constituido el súmum de la lealtad política. Las lealtades más limitadas están subordinadas a ella y quedan subsumidas en la lealtad al Estado nacional. Los grupos que trascienden los Estados nacionales —colectividades lingüísticas o religiosas, o civilizaciones— han impuesto una lealtad y un compromiso menos intensos. Así, en un continuo que vaya de las entidades más reducidas a las más amplias, las lealtades occidentales tienden concentrarse en el centro, de manera que la curva de intensidad de la lealtad forma en cierta medida una U invertida. En el mundo islámico, la estructura de lealtad ha sido casi exactamente la contraria. El islam ha tenido un centro hueco en su jerarquía de lealtades. Como ha dicho Ira Lapidus, las «dos estructuras fundamentales, originales y persistentes» han sido la familia, el clan y la tribu, por un lado, y las «unidades de cultura, religión e imperio en una escala cada vez mayor», por el otro.25 «El tribalismo y la religión (islam) desempeñaron y desempeñan todavía», decía así mismo un investigador libio, «un papel significativo y determinante en los acontecimientos sociales, económicos, culturales y políticos de las sociedades y sistemas políticos árabes. De hecho están entrelazados de tal manera que son considerados los factores y variables más importantes que configuran y determinan la cultura política árabe y [el] espíritu político árabe.» Las tribus han sido fundamentales para la política en los Estados árabes, muchos de los cuales, como dice Tahsin Bashir, son simplemente «tribus con banderas». El fundador de Arabia Saudí tuvo éxito, en gran parte, gracias a su habilidad a la hora de crear una coalición tribal a través del matrimonio y otros medios, y la política saudí ha seguido siendo una política en buena parte tribal en la que los sudaris están enfrentados a los shammar y a otras tribus. Al menos dieciocho tribus importantes han desempeñado papeles significativos en la evolución libia, y se dice que en Sudán viven unas quinientas tribus, la mayor de las cuales abarca al 12 % de la población del país.26

Históricamente, en Asia Central no existieron identidades nacionales. «La lealtad era para con la tribu, el clan y la familia extensa, no para con el Estado.» En el otro extremo, la gente tenía en común «una lengua, una religión, una cultura y unos estilos de vida», y «el islam era la fuerza más poderosa de unificación de la gente, más incluso que el poder del emir». Entre los chechenos y pueblos afines del Cáucaso norte existían aproximadamente un centenar de clanes «montañeses» y otros setenta «de la llanura», que controlaban la política y la economía hasta tal punto que, en contraste con la planificada economía soviética, se decía que los chechenos tenía una economía «clanificada».27

En todo el islam, el grupo pequeño y la gran fe, la tribu y la ummah, han sido los principales centros de lealtad y compromiso y el Estado nacional ha sido menos importante. En el mundo árabe, los Estados existentes tienen problemas de legitimidad porque en su mayoría son el resultado arbitrario, si no caprichoso, del imperialismo europeo, y sus fronteras a menudo ni siquiera coinciden con las de grupos étnicos como los bereberes y los kurdos. Estos Estados dividieron a la nación árabe, pero un Estado panárabe, por otro lado, nunca ha llegado a materializarse. Además, la idea de Estados nacionales soberanos es incompatible con la fe en la soberanía de Alá y la primacía de la ummah. Como movimiento revolucionario, el fundamentalismo islámico rechaza el Estado nacional en favor de la unidad del islam, igual que lo rechazaba el marxismo en favor de la unidad del proletariado internacional. La debilidad del Estado nacional en el islam queda también puesta de manifiesto en el hecho de que, aun cuando se produjeron numerosos conflictos entre grupos musulmanes durante los años que siguieron a la segunda guerra mundial, sólo hubo dos guerras importantes libradas directamente entre Estados musulmanes, y ambas tuvieron que ver con la invasión por parte de Irak de Estados vecinos.

En los años setenta y ochenta, los mismos factores que dieron origen al Resurgimiento islámico dentro de los países fortalecieron también la identificación con la ummah o civilización islámica como un todo. Como dijo un estudioso a mediados de los años ochenta:

La identidad y unidad musulmanas ha sido objeto de un profundo interés, estimulado aún más por la descolonización, el crecimiento demográfico, la industrialización, la urbanización y un cambiante orden económico internacional asociado, entre otras cosas, a la riqueza petrolífera existente bajo las tierras musulmanas... Las comunicaciones modernas han fortalecido y desarrollado los vínculos entre los pueblos musulmanes. Ha habido un fuerte crecimiento en el número de quienes hacen la peregrinación a La Meca, lo cual produce un sentimiento más intenso de identidad común entre musulmanes de lugares tan lejanos como China y Senegal, Yemen y Bangladesh. Un número cada vez mayor de estudiantes de Indonesia, Malaisia y el sur de Filipinas, y de África, están estudiando en las universidades de Oriente Próximo y Oriente Medio, difundiendo ideas y estableciendo contactos personales que superan las fronteras nacionales. Hay conferencias y consultas regulares y cada vez más frecuentes entre intelectuales y ulemas (estudiosos religiosos) musulmanes que se celebran en centros como Teherán, La Meca y Kuala Lumpur... Las casetes (de sonido, y ahora de vídeo) difunden sermones de las mezquitas que superan las fronteras internacionales, de modo que los predicadores prestigiosos ahora llegan a públicos que están mucho más allá de sus comunidades locales.28

El sentimiento de la unidad musulmana también ha quedado patente en las actuaciones de los Estados y los organismos internacionales, y ha sido estimulado por ellas. En 1969, los dirigentes de Arabia Saudí, en colaboración con los de Paquistán, Marruecos, Irán, Túnez y Turquía, organizaron la primera cumbre islámica en Rabat. De allí surgió la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que fue constituida formalmente en 1972 con una sede en Jeddah. Prácticamente todos los Estados con poblaciones musulmanas relevantes pertenecen actualmente a la Conferencia, que es la única organización interestatal de este tipo. Los gobiernos cristianos, ortodoxos, budistas e hinduistas no cuentan con organizaciones interestatales en las que el ingreso esté condicionado por la religión; los gobiernos musulmanes, sí. Además, los gobiernos de Arabia Saudí, Paquistán, Irán y Libia han patrocinado y apoyado organizaciones no gubernamentales como el Congreso Musulmán Mundial (creación paquistaní) y la Liga Mundial Musulmana (creación saudí), así como «numerosos, y a menudo muy distantes, regímenes, partidos, movimientos y causas que, según creen [dichos gobiernos], comparten sus orientaciones ideológicas» y que están «enriqueciendo la corriente de información y recursos entre musulmanes».29

Sin embargo, el movimiento que va de la conciencia islámica a la cohesión islámica incluye dos paradojas. En primer lugar, el islam está dividido entre centros de poder rivales que intentan, cada uno por su cuenta, aprovecharse de la identificación musulmana con la ummah para promover la cohesión islámica bajo su liderazgo. Esta rivalidad continúa entre los regímenes establecidos y sus organizaciones, por una parte, y los regímenes islamistas y las suyas, por otra. Arabia Saudí tomó la delantera al crear la OCI, en parte para contrapesar a la Liga Árabe, que por aquel entonces estaba dominada por Nasser. En 1991, tras la guerra del Golfo, el líder sudanés Hassan al-Turabi creó la Conferencia Árabe e Islámica Popular (CAIP) para contrarrestar a la OCI, dominada por los saudíes. A la tercera conferencia de la CAIP, en Jartum a principios de 1995, asistieron varios cientos de delegados de organizaciones y movimientos islamistas de ochenta países.30 Además de estas organizaciones formales, la guerra de Afganistán generó una extensa red de grupos informales y clandestinos de veteranos que han aparecido luchando por causas musulmanas o islamistas en Argelia, Chechenia, Egipto, Túnez, Bosnia, Palestina y Filipinas, entre otros lugares. Tras la guerra, sus filas se renovaron con combatientes adiestrados en la Universidad de Dawa Jihad, en las afueras de Peshawar, y en campos patrocinados en Afganistán por diversas facciones y sus promotores extranjeros. Los intereses comunes compartidos por regímenes y movimientos radicales en ocasiones han superado antagonismos más tradicionales; así, con apoyo iraní se establecieron conexiones entre grupos fundamentalistas sunnitas y chiítas. Existe una estrecha cooperación militar entre Sudán e Irán, las fuerzas aéreas y la armada iraníes usaron instalaciones sudanesas, y los dos gobiernos cooperaron a la hora de apoyar a grupos fundamentalistas en Argelia y otros lugares. Hassan al-Turabi y Saddam Hussein supuestamente establecían vínculos estrechos en 1994, mientras Irán e Irak avanzaban hacia la reconciliación.31

En segundo lugar, el concepto de ummah presupone la ilegitimidad del Estado nacional, y, sin embargo, la ummah sólo se puede unificar mediante las actuaciones de uno o más Estados centrales fuertes, hoy inexistentes. El concepto de islam como comunidad religioso-política unificada ha supuesto que, habitualmente, los Estados centrales sólo se hayan materializado en el pasado cuando el liderazgo religioso y político —el califato y el sultanato— se han combinado en una única institución dominante. La rápida conquista árabe del norte de África y de Oriente Próximo y Oriente Medio en el siglo vii culminó en el califato Omeya, con capital en Damasco. A éste le siguió en el siglo viii el califato abasí, de influencia persa y asentado en Bagdad, con califatos secundarios que surgieron en El Cairo y Córdoba en el siglo x. Cuatrocientos años después, los turcos otomanos se extendieron por Oriente Próximo y Oriente Medio, tomando Constantinopla en 1453 y estableciendo un nuevo califato en 1517. Aproximadamente por aquel entonces otros pueblos turcos invadían la India y fundaban el imperio mogol. El ascenso de Occidente socavó tanto el imperio otomano como el mogol, y el final del imperio otomano dejó al islam sin un Estado central. Sus territorios, en una medida considerable, fueron repartidos entre potencias occidentales, que, cuando se retiraron, dejaron atrás frágiles Estados creados de acuerdo con un modelo occidental ajeno a las tradiciones del islam. De ahí que durante la mayor parte del siglo xx ningún país musulmán haya tenido suficiente poder ni legitimidad cultural y religiosa para asumir ese papel y ser aceptado como el líder del islam por los demás Estados islámicos y por los países no islámicos.

La ausencia de un Estado central islámico es un factor crucial en los conflictos internos y externos generalizados que caracterizan al islam. Una conciencia sin cohesión es una fuente de debilidad para el islam y fuente de amenaza para otras civilizaciones. ¿Es posible que esta situación se mantenga?

Un Estado central islámico tiene que poseer los recursos económicos, el poder militar, la capacidad organizativa y la identidad y compromiso islámicos para proporcionar un liderazgo tanto político como religioso a la ummah. Seis Estados se mencionan de vez en cuando como posibles líderes del islam; sin embargo, ninguno de ellos reúne actualmente todos los requisitos para ser un Estado central eficaz. Indonesia es el país musulmán más grande y está creciendo económicamente de forma rápida. Sin embargo, está situado en la periferia del islam, muy alejado de su centro árabe; su islam pertenece a la variedad del sudeste asiático, relajada; y su pueblo y cultura son una mixtura de influencias autóctonas, musulmanas, hindúes, chinas y cristianas. Egipto es un país árabe, con una población numerosa, una ubicación geográfica central y estratégicamente importante en Oriente Próximo y con una institución de estudios islámicos señera, la Universidad Al-Azhar. Sin embargo, es también un país pobre, económicamente dependiente de los Estados Unidos, de instituciones internacionales controladas por Occidente y de los Estados árabes ricos en petróleo.

Irán, Paquistán y Arabia Saudí se han definido explícitamente como países musulmanes y han intentado activamente ejercer influencia en la ummah y proporcionarle liderazgo. Con ello, han rivalizado entre sí patrocinando organizaciones, financiando grupos islámicos, proporcionando apoyo a los combatientes de Afganistán y procurando ganarse la amistad de los pueblos musulmanes de Asia Central. Irán tiene el tamaño, ubicación central, la población, las tradiciones históricas, los recursos petrolíferos y el nivel medio de desarrollo económico que le cualificarían para ser un Estado central islámico. Sin embargo, el 90 % de los musulmanes son sunnitas e Irán es chiíta; el persa es una lengua muy secundaria respecto al árabe como lengua del islam; y las relaciones entre persas y árabes han sido históricamente de rivalidad.

Paquistán tiene tamaño, población y poder militar, y sus líderes han intentado con bastante insistencia reclamar para su país el papel de promotor de la cooperación entre los Estados islámicos y de portavoz del islam para el resto del mundo. Sin embargo, Paquistán es relativamente pobre y adolece de graves divisiones internas de tipo étnico y regional, una trayectoria de inestabilidad política y una fijación respecto del problema de seguridad frente a la India, lo que explica en gran parte su interés en cultivar unas relaciones estrechas con otros países islámicos, así como con potencias no musulmanas como China y los Estados Unidos.

Arabia Saudí fue la patria original del islam; los santuarios más sagrados del islam se encuentran allí; su lengua es la lengua del islam; cuenta con las mayores reservas petrolíferas del mundo y con la influencia financiera mundial que de ellas se deriva; y su gobierno ha configurado la sociedad saudí siguiendo criterios estrictamente islámicos. Durante los años setenta y ochenta, Arabia Saudí fue la fuerza más influyente en el mundo musulmán. Gastó miles de millones de dólares apoyando causas musulmanas por todo el mundo, desde mezquitas y libros de textos a partidos políticos, organizaciones islamistas y movimientos terroristas, y lo hizo de forma relativamente indiscriminada. Por otra parte, su población relativamente pequeña y su vulnerabilidad geográfica le obligan a depender de Occidente para su seguridad.

Finalmente, Turquía tiene la historia, la población, el nivel medio de desarrollo económico, la cohesión nacional y la tradición y competencia militar para ser el Estado central del islam. Sin embargo, al definir explícitamente a Turquía como una sociedad laica, Ataturk impidió a la República Turca suceder en ese papel al imperio otomano. Turquía ni siquiera pudo convertirse en miembro fundador de la OCI debido a su adhesión al laicismo, expresada en su Constitución. Mientras Turquía continúe definiéndose como un Estado laico, el liderazgo del islam le está vedado.

Sin embargo, ¿qué ocurriría si Turquía se redefiniera? En un determinado momento, Turquía podría estar dispuesta a abandonar su enojoso y humillante papel de mendigo que suplica su ingreso en Occidente y a retomar su papel histórico, mucho más impresionante y elevado, como el principal interlocutor y antagonista islámico de Occidente. El fundamentalismo ha ido aumentando en Turquía; durante el mandato de Özal, Turquía hizo grandes esfuerzos para identificarse con el mundo árabe; se ha aprovechado de sus vínculos étnicos y lingüísticos para desempeñar un papel modesto en Asia Central; ha proporcionado ánimo y apoyo a los musulmanes bosnios. Entre los países musulmanes, Turquía es el único que tiene amplias conexiones históricas con los musulmanes de los Balcanes, de Oriente Próximo y Oriente Medio, el norte de África y Asia Central. Cabe pensar, en efecto, que Turquía podría «ser una Sudáfrica»: abandonar el laicismo como extraño a su ser, lo mismo que Sudáfrica abandonó el apartheid y, de ese modo, pasar de ser un Estado paria en su civilización a ser el principal Estado de tal civilización. Tras haber experimentado lo mejor y lo peor de Occidente con el cristianismo y el apartheid, Sudáfrica está peculiarmente cualificada para liderar África. Tras haber experimentado lo peor y lo mejor de Occidente con el laicismo y la democracia, Turquía puede estar igualmente cualificada para liderar al islam. Pero para ello tendría que rechazar el legado de Ataturk más absolutamente de lo que Rusia ha rechazado el de Lenin. Ello, además, exigiría un líder del calibre de Ataturk y que combinara la legitimidad religiosa y la legitimidad política para hacer que Turquía deje de ser un país desgarrado y se convierta de nuevo en un Estado central.

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