El Choque De Civilizaciones

Samuel P. Huntington

Capítulo 6
LA RECONFIGURACIÓN CULTURAL
DE LA POLÍTICA GLOBAL

Buscando agrupamientos a tientas: la política de identidad

Espoleada por la modernización, la política global se está reconfigurando de acuerdo con criterios culturales. Los pueblos y los países con culturas semejantes se están uniendo. Los pueblos y países con culturas diferentes se están separando. Los alineamientos definidos por la ideología y las relaciones con las superpotencias están dando paso a alineamientos definidos por la cultura y la civilización. Las fronteras políticas se rehacen cada vez más para que coincidan con las culturales: étnicas, religiosas y civilizatorias. Las colectividades culturales están reemplazando los bloques de la guerra fría y las líneas divisorias entre civilizaciones se están convirtiendo en las líneas centrales de conflicto en la política global.

Durante la guerra fría, un país podía ser no alineado, como muchos lo serán, o, como hicieron algunos, podía cambiar su alineamiento de un bando a otro. Los líderes de un país podían tomar estas decisiones en función del modo en que entendieran sus intereses en materia de seguridad, de sus cálculos sobre el equilibrio de poder y de sus preferencias ideológicas. En este mundo nuevo, sin embargo, la identidad cultural es el factor fundamental que determina las asociaciones y antagonismos de un país. Mientras que un país podía evitar alinearse en la guerra fría, no puede ahora carecer de una identidad. La pregunta «¿De qué lado estás?» ha sido reemplazada por esta otra, mucho más fundamental: «¿Quién eres?». Cada Estado debe tener una respuesta, su identidad cultural, que define el lugar del Estado en la política global, sus amigos y sus enemigos.

Los años noventa han conocido la explosión de una crisis de identidad a escala planetaria. Casi en cualquier parte adonde se volviera la vista, la gente ha estado preguntándose «¿Quiénes somos?», «¿Adónde pertenecemos?» y «¿Quién no es de los nuestros?». Estas preguntas son fundamentales, no sólo para los pueblos que están intentando forjar nuevos Estados nacionales, como sucede en la antigua Yugoslavia, sino también en un sentido mucho más general. A mediados de los años noventa, entre los países donde se debatían activamente cuestiones de identidad nacional se encontraban: Alemania, Argelia, Canadá, China, los Estados Unidos, Gran Bretaña, la India, Irán, Japón, Marruecos, México, Rusia, Siria, Sudáfrica, Túnez, Turquía y Ucrania. Los problemas de identidad, por supuesto, eran particularmente intensos en países escindidos donde existían grupos considerables de gente procedente de civilizaciones diferentes.

Al habérselas con una crisis de identidad, lo que cuenta para la gente es la sangre y las creencias, la fe y la familia. La gente se solidariza con quienes poseen antepasados, religión, lengua, valores e instituciones semejantes, y se distancia de quienes los tienen diferentes. En Europa, Austria, Finlandia y Suecia, que culturalmente forman parte de Occidente, tuvieron que mantenerse alejados de Occidente y permanecer neutrales durante la guerra fría; ahora pueden unirse a sus parientes culturales en la Unión Europea. Los países católicos y protestantes del antiguo Pacto de Varsovia, Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia, avanzan hacia su ingreso en la Unión Europea y en la OTAN, y los Estados bálticos van detrás de ellos. Las potencias europeas quieren dejar bien sentado que no desean un Estado musulmán, Turquía, en la Unión Europea, y no están contentas con tener un segundo Estado musulmán, Bosnia, en el continente europeo. En el norte, el final de la Unión Soviética estimula la aparición de nuevas (y viejas) modalidades de asociación entre las repúblicas bálticas y entre éstas, Suecia y Finlandia. El Primer ministro de Suecia recuerda inequívocamente a Rusia que las repúblicas bálticas forman parte del «extranjero próximo»* de Suecia y que este país no podría permanecer neutral en el caso de una agresión rusa contra ellas.

Realineamientos semejantes tienen lugar en los Balcanes. Durante la guerra fría, Grecia y Turquía estaban en la OTAN, Bulgaria y Rumanía en el Pacto de Varsovia, Yugoslavia era un país no alineado, y Albania un aislado ex socio de la China comunista. Ahora estos alineamientos de la guerra fría están dando paso a otros por civilizaciones, enraizados en el islam y la ortodoxia. Los líderes balcánicos hablan de cristalizar una alianza ortodoxa greco-serbo-búlgara. Las «guerras de los Balcanes», declara el Primer ministro de Grecia, «...han hecho aflorar la resonancia de los lazos ortodoxos...; se trata de un vínculo. Estaba en estado latente, pero con los acontecimientos de los Balcanes está adquiriendo una entidad real. En un mundo muy inestable, la gente está buscando identidad y seguridad. La gente busca raíces y conexiones para defenderse contra lo desconocido». De estas opiniones se hacía eco el líder del principal partido de la oposición en Serbia: «La situación en el sudeste de Europa requerirá pronto la formación de una nueva alianza balcánica de países ortodoxos, que incluya a Serbia, Bulgaria y Grecia, con el fin de resistir la invasión del islam». Mirando al norte, las ortodoxas Serbia y Rumanía cooperan estrechamente para afrontar sus problemas comunes con la católica Hungría. Con la desaparición de la amenaza soviética, la alianza «antinatural» entre Grecia y Turquía se convierte en algo totalmente sin sentido, a medida que los conflictos entre ambos países se intensifican a propósito del mar Egeo, Chipre, su equilibrio militar, sus papeles en la OTAN y la Unión Europea, y sus relaciones con los Estados Unidos. Turquía reafirma su papel como protector de los musulmanes balcánicos y proporciona apoyo a Bosnia. En la antigua Yugoslavia, Rusia respalda a la ortodoxa Serbia, Alemania favorece a la católica Croacia, los países musulmanes se reúnen para apoyar al gobierno bosnio, y los serbios luchan con croatas, musulmanes bosnios y musulmanes albaneses. En conjunto, los Balcanes han sido «balcanizados» una vez más siguiendo criterios religiosos. «Están surgiendo dos ejes», como decía Misha Glenny, «uno ataviado con el ropaje de la ortodoxia oriental, el otro cubierto con la indumentaria islámica», y existe la posibilidad de que aparezca «una lucha cada vez mayor por la influencia entre el eje Belgrado-Atenas y la alianza turco-albanesa.»1

Entre tanto, en la antigua Unión Soviética, las ortodoxas Bielorrusia, Moldavia y Ucrania tienden hacia Rusia, y armenios y azerbaiyanos luchan entre sí mientras sus parientes rusos y turcos intentan a la vez apoyarlos y contener el conflicto. El ejército ruso combate a los fundamentalistas musulmanes en Tadzjikistán y a los nacionalistas musulmanes en Chechenia. Las antiguas repúblicas soviéticas trabajan en la creación de diversas formas de asociación económica y política entre ellas y para ampliar sus vínculos con sus vecinos musulmanes, mientras que Turquía, Irán y Arabia Saudí dedican grandes esfuerzos a cultivar las relaciones con estos nuevos Estados. En el subcontinente asiático, la India y Paquistán siguen a la greña a cuenta de Cachemira y del equilibrio militar entre ellos, la lucha en Cachemira se intensifica y, dentro de la India, surgen nuevos conflictos entre fundamentalistas musulmanes e hinduistas.

En el este asiático, hogar de pueblos de seis civilizaciones diferentes, el rearme cobra impulso y las disputas territoriales empiezan a pasar a primer plano. Las tres Chinas menores y las colonias de chinos afincados en el sudeste asiático cada vez se orientan más hacia China continental, establecen más tratos con ella y dependen más de ella. Las dos Coreas avanzan dubitativa pero significativamente hacia la unificación. Las relaciones en los Estados del sudeste asiático entre musulmanes, por un lado, y chinos y cristianos, por el otro, se van haciendo cada vez más tensas y a veces violentas.

En Latinoamérica, las integraciones económicas —Mercosur, el Pacto Andino, el Pacto Tripartito (México, Colombia, Venezuela), el Mercado Común Centroamericano— adquieren nueva vida, confirmando la idea, demostrada muy gráficamente por la Unión Europea, de que la integración económica va más rápido y más lejos cuando se basa en la coincidencia cultural. Al mismo tiempo, los Estados Unidos y Canadá intentan absorber a México en la zona de libre comercio norteamericana, en un proceso cuyo éxito a largo plazo depende en gran medida de la capacidad de México para redefinirse culturalmente, pasando de ser un país latinoamericano a uno norteamericano.

Así, tras el final del orden de la guerra fría, los países de todo el mundo están desarrollando nuevos antagonismos y afiliaciones y revitalizando otros viejos. Buscan agrupamientos a tientas, y los están encontrando con países de cultura semejante y de la misma civilización. Los políticos apelan a «grandes» colectividades culturales, que trascienden las fronteras del Estado nacional, y la gente se identifica con ellas. La «gran Serbia», la «gran China», la «gran Turquía», la «gran Hungría», la «gran Croacia», el «gran Azerbaiyán», la «gran Rusia», la «gran Albania», el «gran Irán» y el «gran Uzbekistán» son algunas de dichas colectividades.

¿Coincidirán siempre los alineamientos políticos y económicos con los de la cultura y la civilización? Por supuesto que no. Las consideraciones del equilibrio de poder llevarán a veces a alianzas entre miembros de distintas civilizaciones, como ocurrió cuando Francisco I se unió con los otomanos contra los Habsburgo. Además, los modelos de asociación creados para servir a los propósitos de los Estados en una época persistirán en una época nueva. Sin embargo, es probable que se debiliten y pierdan significado y que sufran adaptaciones para servir a los propósitos de la nueva era. Indudablemente, Grecia y Turquía seguirán siendo miembros de la OTAN, pero es probable que sus vínculos con los demás Estados de esa organización decaigan. Lo mismo pasa también con las alianzas de los Estados Unidos con Japón y Corea, su alianza de facto con Israel y sus vínculos de seguridad con Paquistán. Las organizaciones internacionales que integran a múltiples civilizaciones, como la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), podrían encontrar cada vez mayores dificultades para mantener su cohesión. Países como la India y Paquistán, socios de diferentes superpotencias durante la guerra fría, ahora redefinen sus intereses y buscan nuevas asociaciones que traduzcan la realidad de una política cultural. Países africanos que dependían de un apoyo occidental destinado a contrarrestar la influencia soviética, miran cada vez más a Sudáfrica en busca de liderazgo y socorro.

¿Por qué la coincidencia cultural habría de facilitar la cooperación y cohesión entre la gente, y las diferencias culturales, en cambio, promover escisiones y conflictos?

En primer lugar, cada persona tiene múltiples identidades que pueden competir entre sí o reforzarse mutuamente. Entre otras, cabe destacar las siguientes: parental, ocupacional, cultural, institucional, territorial, educacional, partidista e ideológica. Las identificaciones que se atienen a una dimensión pueden chocar con las que se producen en una dimensión diferente: un ejemplo clásico son los trabajadores alemanes que, en 1914, tenían que escoger entre su identificación como clase con el proletariado internacional y su identificación nacional con el pueblo y el imperio alemán. En el mundo contemporáneo, la identificación cultural está aumentando su importancia de forma espectacular en comparación con las demás dimensiones de la identidad.

En cualquier dimensión, la identidad normalmente es más significativa en el nivel inmediato, cara a cara. Sin embargo, las identidades más restringidas no entran necesariamente en conflicto con las más amplias. Un oficial militar se puede identificar institucionalmente con su compañía, regimiento, división y ejército. Así mismo, una persona se puede identificar culturalmente con su clan, grupo étnico, nacionalidad, religión y civilización. La mayor relevancia de la identidad cultural en niveles inferiores puede muy bien reforzar su relevancia en niveles superiores. Como indicaba Burke: «El amor a la totalidad no se extingue por esta parcialidad subordinada... Estar vinculado a la subdivisión, amar al pequeño pelotón al que pertenecemos en la sociedad, es el primer principio (el germen, como si dijéramos) del cariño al todo». En un mundo donde la cultura cuenta, los pelotones son tribus y grupos étnicos, los regimientos son naciones, y los ejércitos, civilizaciones. La medida cada vez mayor en que la gente de todo el mundo se diferencia siguiendo criterios culturales significa que los conflictos entre grupos culturales son cada vez más importantes; las civilizaciones son las entidades culturales más amplias; de ahí que los conflictos entre grupos de diferentes civilizaciones se conviertan en fundamentales para la política global.

En segundo lugar, la mayor relevancia de la identidad es en gran parte, como se ha sostenido en los capítulos 3 y 4, el resultado de la modernización socio-económica, tanto en el plano individual, donde la dislocación y alienación crean la necesidad de identidades más significativas, como en el plano social, donde las mayores capacidades y poder de las sociedades no occidentales estimulan la revitalización de las identidades y la cultura autóctonas. La aparición simultánea de movimientos «fundamentalistas» en prácticamente todas las grandes religiones del mundo es una manifestación de estas nuevas circunstancias, y la revancha de Dios no queda restringida a los grupos fundamentalistas.

En tercer lugar, la identidad en cualquier plano —personal, tribal, racial o de civilización— sólo se puede definir con relación a «otro», una persona, tribu, raza o civilización diferente. Históricamente, las relaciones entre Estados u otras entidades de la misma civilización han diferido de las relaciones entre Estados o entidades de diferentes civilizaciones. Códigos separados regían la conducta que se debía observar con quienes son «como nosotros» y con los «bárbaros», que no lo son. Las reglas que las naciones de la cristiandad aplicaban en su trato mutuo eran diferentes de las que observaban al tratar con los turcos y demás «paganos». Los musulmanes actuaban de manera diferente respecto a quienes eran del Dar al-islam y a quienes eran del Dar al-harb. Los chinos trataban a los extranjeros chinos y a los extranjeros no chinos de maneras distintas. El «nosotros» propio de una civilización y el «ellos» de lo externo a la civilización es una constante en la historia humana. Estas diferencias en la conducta ad intra y ad extra de una civilización proceden de:

1. Sentimientos de superioridad (y a veces de inferioridad) con respecto a la gente que se ve muy diferente.

2. Temor o falta de confianza en tales personas.

3. Dificultad de comunicación con ellos debido a las diferencias en cuestión de lengua y de lo que se considera una conducta civilizada;

4. Falta de familiaridad con los presupuestos, motivaciones, relaciones y prácticas sociales de otras gentes.

En el mundo actual, los avances en materia de transportes y comunicaciones han producido interacciones más frecuentes, intensas, simétricas e inclusivas entre gente de diferentes civilizaciones. Como consecuencia de ello, sus identidades en el plano de la civilización se hacen cada vez más relevantes. Los franceses, alemanes, belgas y holandeses se consideran cada vez más europeos. Los musulmanes de Oriente Próximo y Oriente Medio se identifican con los bosnios y chechenos y acuden en su apoyo. Los chinos de todo el este asiático asocian sus intereses con los de la China continental. Los rusos se identifican con los serbios y otros pueblos ortodoxos y les brindan apoyo. Estos niveles más amplios de la identidad de civilización suponen una conciencia más profunda de las diferencias entre las civilizaciones y de la necesidad de proteger lo que «nos» distingue de «ellos».

En cuarto lugar, las fuentes de conflicto entre Estados y grupos de diferentes civilizaciones son, en gran medida, las que siempre han generado conflictos entre grupos de gente: el control de las personas, el territorio, la riqueza, los recursos y el poder relativo, que es la capacidad de imponer los propios valores, cultura e instituciones a otro grupo en comparación con la capacidad de dicho grupo para hacer eso con uno. Sin embargo, el conflicto entre grupos culturales también puede implicar cuestiones genuinamente culturales. Las diferencias en materia de ideología laica entre el marxismo-leninismo y la democracia liberal al menos se pueden debatir, si no resolver. Las diferencias en el ámbito del interés material se pueden negociar y a menudo zanjar mediante un tipo de compromiso que no es aplicable a las cuestiones culturales. Resulta poco probable que hinduistas y musulmanes resuelvan la cuestión de si en Ayodhya se debe construir un templo o una mezquita construyendo ambas cosas, o ninguna, o un edificio sincretista que sea tanto mezquita como templo. Ni tampoco se puede zanjar fácilmente lo que podría parecer una simple cuestión territorial entre los musulmanes albaneses y los serbios ortodoxos con relación a Kosovo, o entre judíos y árabes a propósito de Jerusalén, puesto que cada uno de esos lugares tiene un profundo significado histórico, cultural y emocional para ambos pueblos. Así mismo, no es probable que las autoridades francesas o los padres musulmanes acepten un compromiso que permitiera a las alumnas de las escuelas vestir el atuendo musulmán día sí y día no durante el año escolar. Cuestiones culturales como éstas exigen un sí o un no, una decisión sin componendas, un resultado de suma nula.

En quinto y último lugar, está la ubicuidad del conflicto. Es humano odiar. Por propia definición y motivación, la gente necesita enemigos: competidores en los negocios, rivales en el rendimiento académico, oponentes en política. Desconfía de forma natural y ve como amenazas a quienes son diferentes y tienen la capacidad para hacerle daño. La resolución de un conflicto y la desaparición de un enemigo generan fuerzas personales, sociales y políticas que dan origen a otros nuevos. «La tendencia a un "nosotros" contra "ellos" es», como dijo Ali Mazrui, «casi universal en la arena política.»2 En el mundo contemporáneo es cada vez más probable que el «ellos» sea gente de una civilización diferente. El final de la guerra fría no ha acabado con el conflicto, sino que más bien ha dado origen a nuevas identidades enraizadas en la cultura y a nuevas modalidades de conflicto entre grupos de diferentes culturas que, en el plano más general, son civilizaciones. Simultáneamente, la cultura común también estimula la cooperación entre Estados y grupos que comparten dicha cultura, cosa que se puede constatar en las modalidades de asociación regional que están surgiendo entre países, particularmente en el ámbito económico.

Cultura y cooperación económica

A principios de los años noventa se oyó hablar mucho de regionalismo y de la regionalización de la política global. Los conflictos regionales reemplazaron al conflicto planetario en la lista de temas relativos a la seguridad en el mundo. Las grandes potencias, como Rusia, China y los Estados Unidos, y también potencias secundarias, como Suecia y Turquía, redefinieron sus intereses en materia de seguridad desde una perspectiva explícitamente regional. El comercio dentro de las regiones se expandió más rápidamente que el comercio entre ellas, y muchos previeron la aparición de varios bloques económicos regionales: europeo, norteamericano, asiático oriental y quizá otros.

El término «regionalismo», sin embargo, no designa adecuadamente lo que está sucediendo. Las regiones son realidades geográficas, no políticas ni culturales. Como ocurre con los Balcanes u Oriente Próximo y Oriente Medio, pueden estar divididas por conflictos entre civilizaciones e internos a las civilizaciones. Las regiones sólo son una base para la cooperación entre los Estados en la medida en que la geografía coincide con la cultura. Separada de la cultura, la propincuidad no genera coincidencia, y puede fomentar justamente lo contrario. Las alianzas militares y las asociaciones económicas requieren cooperación entre sus miembros, la cooperación depende de la confianza, y la confianza brota muy fácilmente de los valores y la cultura comunes. En consecuencia, aunque la época y la finalidad también pueden desempeñar un papel, la eficacia global de las organizaciones regionales varía comúnmente en proporción inversa a la diversidad de las civilizaciones a las que pertenecen sus miembros. Por lo general, las organizaciones de una sola civilización hacen y consiguen más cosas que las organizaciones donde están representadas múltiples civilizaciones. Esto es verdad tanto de las organizaciones políticas y de seguridad, por un lado, como de las organizaciones económicas, por el otro.

El éxito de la OTAN se ha debido en gran parte al hecho de que es la organización central de seguridad de unos países occidentales con valores y presupuestos filosóficos comunes. La Unión Europea Occidental es el producto de una cultura europea común. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, en cambio, incluye a países de al menos tres civilizaciones con valores e intereses completamente diferentes que plantean obstáculos importantes a que la organización desarrolle una identidad institucional significativa y una gama amplia de actividades importantes. La Comunidad Caribeña (CARICOM), organización de una sola civilización, compuesta por trece antiguas colonias británicas anglohablantes, ha generado una amplia variedad de acuerdos de cooperación, propiciando una cooperación más intensa entre algunos grupos menores. Sin embargo, los esfuerzos por crear organizaciones caribeñas más amplias, que superen la línea de fractura anglo-hispánica en el Caribe, han fracasado siempre. Así mismo, la Asociación del Sudeste Asiático para la Cooperación Regional, constituida en 1985 y que incluye a siete Estados hinduistas, musulmanes y budistas, ha sido casi totalmente ineficaz, hasta el punto de no poder celebrar reuniones.3

La relación de la cultura con el regionalismo se evidencia de la forma más clara en el ámbito de la integración económica. De menor a mayor grado de integración, los cuatro niveles reconocidos de asociación económica entre países son:

1. zona de libre comercio,

2. unión aduanera,

3. mercado común,

4. unión económica.

La Unión Europea ha avanzado por el camino de la integración con un mercado común y muchos elementos de una unión económica. En 1994, los países relativamente homogéneos del Mercosur y del Pacto Andino estaban en vías de establecer uniones aduaneras. En Asia, la ASEAN, organización que integra múltiples civilizaciones, sólo en 1992 empezó a orientarse hacia la creación de una zona de libre comercio. Otras organizaciones económicas con representantes de distintas civilizaciones acumulaban un retraso mayor, incluso. En 1995, con la excepción marginal del NAFTA (Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano), ninguna de tales organizaciones había creado una zona de libre comercio, y mucho menos una forma más amplia de integración económica.

En Europa Occidental y Latinoamérica, las coincidencias en el ámbito de la civilización fomentan la cooperación y la organización regional. Los europeos occidentales y los latinoamericanos tienen mucho en común. En el este asiático existen cinco civilizaciones (seis si incluimos a Rusia). Por consiguiente, el este asiático es el campo de pruebas para desarrollar organizaciones significativas no enraizadas en una civilización común. A principios de los años 90, no existía en el este de Asia ninguna organización de seguridad o alianza militar multilateral semejante a la OTAN. En 1967 se había creado una organización regional con Estados miembros representantes de diversas civilizaciones, uno sínico, dos musulmanes, uno budista y uno cristiano, todos ellos enfrentados a amenazas activas de las sublevaciones comunistas y de otras potenciales procedentes de Vietnam del Norte y China.

La ASEAN se cita a menudo como ejemplo de organización multicultural eficaz. Sin embargo, es un ejemplo de los límites de tales organizaciones. No es una alianza militar. Aunque sus miembros a veces cooperan militarmente de forma bilateral, todos están incrementando sus presupuestos militares y aumentan su potencial militar, hecho que contrasta llamativamente con las reducciones que están llevando a cabo los países de Europa Occidental y Latinoamérica. En el ámbito económico, la ASEAN se proyectó desde el principio para alcanzar «una cooperación económica, más que una integración económica», y, en consecuencia, el regionalismo se ha desarrollado a un «ritmo modesto» y ni siquiera se considera la posibilidad de una zona de libre comercio hasta el siglo xxi.4 En 1978, la ASEAN creó las Conferencias Posministeriales, en las que sus ministros de Asuntos Exteriores podían reunirse con los de sus «interlocutores»: los Estados Unidos, Japón, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur y la Comunidad Europea. Sin embargo, la Conferencia ha sido principalmente un foro para conversaciones bilaterales y ha sido incapaz de ocuparse de «ningún problema importante de seguridad».5 En 1993, la ASEAN generó un escenario aún más amplio, el Foro Regional de la ASEAN, que incluía a sus miembros e interlocutores, más Rusia, China, Vietnam, Laos y Papúa-Nueva Guinea. Sin embargo, como su nombre indica, esta organización era un lugar para el diálogo colectivo, no para la acción colectiva. Los miembros utilizaron su primera reunión en julio de 1994 para «airear sus opiniones sobre los problemas regionales en materia de seguridad», pero se evitaron las cuestiones controvertidas porque, como comentó un portavoz, si se hubieran planteado, «los participantes afectados hubieran comenzado a atacarse unos a otros».6 La ASEAN y su descendencia evidencian las limitaciones inherentes a las organizaciones regionales donde están representadas múltiples civilizaciones.

Sólo surgirán organizaciones regionales importantes en el este asiático si hay una coincidencia cultural asiático-oriental suficiente que las sustente. Las sociedades del este asiático sin duda tienen en común algunas cosas que las diferencian de Occidente. El Primer ministro de Malaisia, Mahathir Mohammad, afirma que estos elementos comunes proporcionan una base para la asociación, y sobre esta base ha promovido la creación de la Conferencia Económica del Este Asiático (CEEA). Esta organización incluiría a los países de la ASEAN, Birmania, Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur y, muy importante, China y Japón. Mahathir sostiene que la CEEA está enraizada en una cultura común. Se debe considerar, «no simplemente un grupo geográfico, porque está en el este asiático, sino también un grupo cultural. Aunque los asiáticos orientales pueden ser japoneses, coreanos o indonesios, culturalmente guardan ciertas semejanzas. (...) Los europeos se reúnen y los americanos se reúnen. Nosotros, los asiáticos, debemos reunimos también». La finalidad de esta organización es, como dijo uno de los colaboradores de Mahathir, aumentar «el comercio regional entre países con elementos comunes aquí en Asia».7

Así, la premisa subyacente de la CEEA es que la economía sigue a la cultura. Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos quedan excluidos de la organización porque culturalmente no son asiáticos. Sin embargo, el éxito de la CEEA depende fundamentalmente de la participación de Japón y China. Mahathir ha suplicado a los japoneses que ingresen en ella. «Japón es asiático. Japón pertenece al este de Asia», dijo ante un público japones. «No pueden ignorar este hecho geocultural. Ustedes pertenecen aquí.»8 Sin embargo, el gobierno japonés era reacio a alistarse en la CEEA, en parte por miedo a ofender a los Estados Unidos y en parte porque estaba dividido acerca de si debía identificarse con Asia. Si Japón se unía a la CEEA, la dominaría, lo que probablemente provocaría temor e incertidumbre entre los demás miembros, así como un intenso antagonismo por parte de China. Durante varios años hubo numerosas conversaciones sobre la creación por parte de Japón de un «bloque yen» asiático para contrapesar a la Unión Europea y el NAFTA. Sin embargo, Japón es un país aislado, con pocas conexiones culturales con sus vecinos, y en 1995 aún no se había materializado ningún bloque yen.

Mientras la ASEAN se movía lentamente, el «bloque yen» seguía siendo un sueño, Japón dudaba y la CEEA no acababa de despegar, la interacción en el este de Asia, sin embargo, se incrementaba de forma espectacular. Esta expansión estaba enraizada en los vínculos culturales entre las colonias de chinos del este asiático. Dichos vínculos dieron lugar a una «continuada integración informal» de una economía internacional de base china, semejante en muchos aspectos a la liga hanseática, y «que quizá lleve a un mercado común chino de facto»9 (véanse págs. 200-208). En el este asiático, como en otros lugares, la coincidencia cultural ha sido el requisito previo para una integración económica significativa.

El final de la guerra fría estimuló los esfuerzos por crear organizaciones económicas regionales nuevas y por revivir otras antiguas. El éxito de estos esfuerzos ha dependido fundamentalmente de la homogeneidad cultural de los Estados implicados. El plan de Shimon Peres de 1994 para crear un mercado común de Oriente Próximo y Oriente Medio es probable que por algún tiempo siga siendo un «espejismo del desierto»: «El mundo árabe», comentaba un portavoz árabe, «no tiene necesidad de una institución ni de un banco de fomento en el que participe Israel».10 La Asociación de Estados Caribeños, creada en 1994 para unir la CARICOM con Haití y los países de habla hispana de la región, presenta pocos signos de superar las diferencias lingüísticas y culturales de sus diversos miembros, la insularidad de las antiguas colonias británicas y su orientación absolutamente predominante hacia los Estados Unidos.11 Los esfuerzos en los que participaban organizaciones más homogéneas culturalmente, por otra parte, iban haciendo progresos. Aunque separadas según criterios de subcivilización, Paquistán, Irán y Turquía revitalizaron en 1985 la moribunda Cooperación Regional para el Desarrollo que habían fundado en 1977, y le dieron el nombre nuevo de Organización de Cooperación Económica (OCE). Posteriormente se alcanzaron acuerdos en materia de reducción de aranceles, entre otras medidas diversas, y en 1992 el número de miembros de la OCE se amplió con la admisión de Afganistán y las seis antiguas repúblicas soviéticas musulmanas. Mientras tanto, en 1991 las cinco antiguas repúblicas soviéticas del Asia Central llegaban a un acuerdo de principio para crear un mercado común, y en 1994 los dos Estados mayores, Uzbekistán y Kazajstán, firmaron un acuerdo que permitía la «libre circulación de bienes, servicios y capitales» y coordinaba sus políticas fiscal, monetaria y arancelaria. En 1991, Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay se unieron en Mercosur con el objetivo de saltarse las etapas previas de la integración económica, y para 1995 estaba ya en vigor una unión aduanera parcial. En 1990, el Mercado Común Centroamericano, anteriormente estancado, estableció una zona de libre comercio, y en 1994 el Grupo Andino, antes igualmente pasivo, estableció una unión aduanera. En 1992, los países de Visegrado (Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia) acordaron establecer una Zona de Libre Comercio Centroeuropea y en 1994 aceleraron el calendario para su realización.12

La expansión comercial sigue a la integración económica, y durante los años ochenta y principios de los noventa el comercio intrarregional se fue haciendo cada vez más importante con relación al comercio interregional. El comercio dentro de la Comunidad Europea constituía el 50,6 % del comercio total de la comunidad en 1980 y en 1989 había crecido hasta el 58,9 %. Desplazamientos parecidos hacia el comercio regional tuvieron lugar en Norteamérica y el este de Asia. En Latinoamérica, la creación de Mercosur y la reavivación del Pacto Andino estimuló un gran aumento del comercio intralatino americano a principios de los noventa: entre 1990 y 1993, el comercio entre Brasil y Argentina se triplicó y el de Colombia con Venezuela se cuadruplicó. En 1994, Brasil reemplazó a los Estados Unidos como principal socio comercial de Argentina. La creación del NAFTA se vio acompañada, igualmente, por un importante incremento del comercio entre México y los Estados Unidos. El comercio dentro de Asia Oriental también creció más rápidamente que el comercio extrarregional, pero la tendencia de Japón a mantener sus mercados cerrados seguía dificultando su expansión. El comercio entre los países de la zona cultural china (ASEAN, Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur y China), por otro lado, se incrementó, de menos del 20 % de su comercio total en 1970, a casi el 30 % del total en 1992, al tiempo que la proporción de Japón en su comercio bajaba del 23 al 13 %. En 1992, las exportaciones de la zona china realizadas a países de dicha zona excedieron tanto sus exportaciones a los Estados Unidos como sus exportaciones combinadas a Japón y a la Comunidad Europea.13

Dada su condición de sociedad y civilización única en sí misma, Japón afronta dificultades a la hora de desarrollar sus vínculos económicos con Asia Oriental y al tratar sus diferencias económicas con los Estados Unidos y Europa. Por fuertes que puedan ser los lazos comerciales y de inversión que Japón pueda anudar con otros países del este de Asia, sus diferencias culturales respecto a dichos países, y particularmente respecto a sus elites económicas, en gran parte chinas, le impide crear un agrupamiento económico regional, bajo guía japonesa, semejante al NAFTA o la Unión Europea. Al mismo tiempo, sus diferencias culturales con Occidente exacerban los malentendidos y el antagonismo en sus relaciones económicas con los Estados Unidos y Europa. Si, como parece ser el caso, la integración económica depende de la coincidencia cultural, Japón como país culturalmente aislado podría tener un futuro económicamente solitario.

En el pasado, las pautas de comercio entre naciones han seguido en paralelo los tipos de alianza entre naciones.14 En el mundo que está surgiendo, las modalidades de comercio estarán influidas decisivamente por los tipos de cultura. Los hombres de negocios hacen tratos con gente a la que entienden y en la que pueden confiar; los Estados ceden soberanía a asociaciones internacionales formadas por Estados de espíritu afín, a los que entienden y en quienes confían. Las raíces de la cooperación económica están en la coincidencia cultural.

La estructura de las civilizaciones

En la guerra fría, los países se relacionaban con las dos superpotencias como aliados, satélites, clientes, neutrales, no alineados. En el mundo de posguerra fría, los países se relacionan con las civilizaciones como Estados miembro, Estados centrales, países aislados, países escindidos, países desgarrados. Como las tribus y las naciones, las civilizaciones tienen estructuras políticas. Un Estado miembro es un país plenamente identificado desde el punto de vista cultural con una civilización, como le sucede a Egipto con la civilización árabe islámica, y a Italia con la civilización europeaoccidental. Una civilización puede incluir también a gente que participa de su cultura o se identifica con ella, pero que vive en Estados dominados por miembros de otra civilización. Normalmente, las civilizaciones tienen uno o más lugares considerados por sus miembros como la principal fuente (o fuentes) de la cultura de la civilización. Dichas fuentes a menudo se sitúan dentro del Estado (o Estados) central(es) de la civilización, esto es, su Estado o Estados más poderosos y culturalmente más fundamentales.

El número y papel de los Estados centrales varía de una civilización a otra y puede cambiar con el tiempo. La civilización japonesa coincide prácticamente con el único Estado central japonés. Las civilizaciones sínica, ortodoxa e hindú tienen cada una de ellas un Estado central abrumadoramente dominante, otros Estados miembros y gente asociada a su civilización en Estados dominados por gente de una civilización diferente (chinos en el extranjero, rusos del «extranjero próximo», tamiles de Sri Lanka). A lo largo de la historia, Occidente ha tenido normalmente varios Estados centrales; ahora cuenta con dos: los Estados Unidos y, en Europa, el núcleo franco-alemán, con Gran Bretaña como centro adicional de poder a la deriva entre ambos. El islam, Latinoamérica y África carecen de Estados centrales. Esto se debe en parte al imperialismo de las potencias occidentales, que se repartieron África, Oriente Próximo y Medio y, en siglos anteriores y de forma menos decisiva, Latinoamérica.

La ausencia de un Estado central islámico plantea problemas importantes, tanto a las sociedades musulmanas, como a las no musulmanas; se analizan en el capítulo 5. Con respecto a Latinoamérica, cabía la posibilidad de que España se convirtiera en el Estado central de una civilización hispanohablante o incluso ibérica, pero sus líderes eligieron conscientemente convertirse en Estado miembro de la civilización europea, aunque manteniendo al mismo tiempo los lazos culturales con sus antiguas colonias. El tamaño, recursos, población, potencial militar y económico de Brasil lo cualificaban para ser el líder de Latinoamérica, y cabe pensar que pueda llegar a serlo. Sin embargo, Brasil es a Latinoamérica lo que Irán es al islam. Aunque por lo demás está perfectamente cualificado para ser Estado núcleo, las diferencias en el plano de subcivilización (religiosas, en el caso de Irán; lingüísticas, en el de Brasil) hacen difícil que pueda asumir ese papel. Así, Latinoamérica tiene varios Estados, Brasil, México, Venezuela y Argentina, que cooperan en el liderazgo y compiten por él. La situación latinoamericana se complica, además, por el hecho de que México ha intentado redefinirse, dejando su identidad latinoamericana por otra norteamericana, y Chile y otros Estados podrían seguirle. Al final, la civilización latinoamericana podría fundirse en una civilización occidental con tres puntas, de la que se convertiría en subvariante.

La capacidad de cualquier Estado central potencial de ejercer su liderazgo a África queda limitada por la división de este continente entre países de habla francesa y de habla inglesa. Durante un tiempo, Costa de Marfil fue el Estado central del África francohablante. Sin embargo, en una medida considerable, el Estado central del África francesa ha sido Francia, que tras la independencia mantuvo íntimas conexiones económicas, militares y políticas con sus antiguas colonias. Los dos países africanos más cualificados para convertirse en Estados centrales son ambos anglohablantes. El tamaño, recursos y ubicación de Nigeria lo convierten en un potencial Estado central, pero la desunión entre las civilizaciones que alberga, la corrupción en gran escala, la inestabilidad política, un gobierno represivo y los problemas económicos han limitado gravemente su capacidad para desempeñar este papel, aunque lo ha asumido en algunas ocasiones. La salida pacífica y negociada del régimen de apartheid en Sudáfrica, la fuerza industrial de este país, su nivel superior de desarrollo económico en comparación con los demás países africanos, su potencial militar, sus recursos naturales y su refinados líderes políticos negros y blancos son indicios que señalan claramente a Sudáfrica como líder del África Meridional, probablemente líder del África inglesa, y posiblemente líder de toda el África subsahariana.

Un país aislado carece de elementos culturales comunes con otras sociedades. Etiopía, por ejemplo, está aislada culturalmente por su lengua predominante, el amhárico, escrito con los caracteres etiópicos; su religión predominante, la ortodoxia copta; su historia imperial; y su diferenciación religiosa respecto a los pueblos circundantes, en su mayoría musulmanes. Mientras que la elite de Haití ha disfrutado tradicionalmente de sus vínculos culturales con Francia, lo peculiar de Haití (la lengua creole, la religión vudú, los orígenes de esclavitud revolucionaria y su historia brutal) se combinan para convertirlo en un país aislado. «Cada nación es única», decía Sidney Mintz, pero «Haití constituye en sí misma una clase.» Como consecuencia de ello, durante la crisis haitiana de 1994, los países latinoamericanos no percibieron Haití como un problema latinoamericano y se mostraron reacios a aceptar refugiados haitianos, aunque sí admitían refugiados cubanos. «[E]n Latinoamérica», como dice el presidente electo de Panamá, «Haití no se reconoce como un país latinoamericano. Los haitianos hablan una lengua diferente. Tienen diferentes raíces étnicas, una cultura diferente. Son completamente diferentes.» Haití está igualmente separado de los países negros anglohablantes del Caribe. Los haitianos, decía un comentarista, son «tan extraños para alguien de Granada o Jamaica como lo serían para alguien de Iowa o Montana». Haití, «el vecino que nadie quiere», es verdaderamente un país sin parientes.15

El país aislado más importante es Japón, que es también el Estado central y único de la civilización japonesa. Ningún otro país comparte su peculiar cultura, y los emigrantes japoneses, o no son numéricamente importantes en otros países o se han asimilado a las culturas de dichos países (por ej., los japoneses estadounidenses). La soledad de Japón resalta más aún por el hecho de que su cultura es muy particularista y no cuenta con una religión (cristianismo, islam) ni una ideología (liberalismo, comunismo) potencialmente universales que pudieran ser exportadas a otras sociedades, de modo que se estableciera una conexión cultural con gente de dichas sociedades.

Casi todos los países son heterogéneos por cuanto incluyen dos o más grupos étnicos, raciales y religiosos. Muchos países están divididos debido a que las diferencias y conflictos entre tales grupos desempeñan un papel importante en la política del país. La hondura de esta división habitualmente varía con el tiempo. Unas divisiones profundas dentro de un país pueden desembocar en violencia en gran escala o amenazar la existencia del país. Dicha amenaza y los movimientos en favor de la autonomía o la secesión tienen muchas probabilidades de surgir cuando las diferencias culturales coinciden con diferencias en la ubicación geográfica. Si la cultura y geografía no coinciden, se las puede hacer coincidir mediante el genocidio o la emigración forzada.

Países con agrupamientos culturales distintos pertenecientes a la misma civilización pueden llegar a estar profundamente divididos, hasta el punto en que se produce la secesión (Checoslovaquia) o llega a ser una posibilidad (Canadá). Sin embargo, es mucho más probable que surjan visiones profundas dentro de un país escindido, donde coexisten grandes grupos pertenecientes a civilizaciones diferentes. Tales divisiones, y las tensiones que las acompañan, con frecuencia surgen cuando un grupo mayoritario de una civilización intenta definir el Estado como su instrumento político y convertir su lengua, religión y símbolos en los del Estado, como los hindúes, cingaleses y musulmanes han intentado hacer en la India, Sri Lanka y Malaisia.

Los países escindidos que territorialmente están a caballo de las líneas divisorias entre civilizaciones afrontan problemas particulares a la hora de mantener su unidad. En Sudán, la guerra civil entre el norte musulmán y el sur mayoritariamente cristiano se ha prolongado durante décadas. La misma división de civilización ha complicado la política nigeriana por un lapso parecido de tiempo, estimulando también una importante guerra de secesión y, además, golpes de Estado, disturbios y otras manifestaciones de violencia. En Tanzania, el territorio continental animista y cristiano, y la isla de Zanzíbar, musulmana y árabe, se han ido separando poco a poco y en muchos aspectos se han convertido en dos países separados: en 1992, Zanzíbar ingresó secretamente en la Organización de la Conferencia Islámica y, al año siguiente, Tanzania le persuadió para que se retirase de ella.16 La misma división cristiano-musulmana ha generado tensiones y conflictos en Kenia. En el cuerno de África, Etiopía, de mayoría cristiana, y Eritrea, de mayoría musulmana, se separaron en 1993. Sin embargo, a Etiopía le quedó una importante minoría musulmana entre el pueblo oromo. Otros países escindidos por líneas divisorias de civilizaciones son: la India (musulmanes e hinduistas), Sri Lanka (budistas cingaleses e hinduistas tamiles), Malaisia y Singapur (chinos y musulmanes malayos), China (chinos han, budistas tibetanos, musulmanes turcos), Filipinas (cristianos y musulmanes) e Indonesia (musulmanes y cristianos timoreses).

El efecto divisivo de las líneas que separan civilizaciones ha sido muy notable en aquellos países escindidos que durante la guerra fría se mantuvieron unidos por la voluntad de un régimen comunista autoritario, legitimado por la ideología marxista-leninista. Con el derrumbamiento del comunismo, la cultura reemplazó a la ideología como polo magnético de atracción y repulsión, y Yugoslavia y la Unión Soviética se fragmentaron y dividieron en nuevas entidades agrupadas siguiendo criterios de civilización: las repúblicas bálticas (protestantes y católicas), las repúblicas ortodoxas y las musulmanas en la antigua Unión Soviética; las católicas Eslovenia y Croacia, la en parte musulmana Bosnia-Herzegovina y las ortodoxas Serbia-Montenegro y Macedonia, en la antigua Yugoslavia. Donde estas entidades sucesoras siguieron abarcando grupos formados con diversas civilizaciones, se manifestaron divisiones en un segundo momento. Bosnia-Herzegovina quedó dividida por la guerra en sectores serbios, musulmanes y croatas, y Croacia quedó repartida entre serbios y croatas. Resulta incierto que se mantenga la postura pacífica de Kosovo, musulmán y albanés, dentro de la eslava y ortodoxa Serbia, y en Macedonia se han producido tensiones entre la minoría musulmana albana y la mayoría ortodoxa eslava. Muchas antiguas repúblicas soviéticas también están a caballo de líneas divisorias entre civilizaciones, en parte porque el gobierno soviético configuró las fronteras con el fin de crear repúblicas partidas, anexionando la rusa Crimea a Ucrania, y la armenia Nagorno-Karabaj a Azerbaiyán. Rusia tiene diversas minorías musulmanas, relativamente pequeñas, sobre todo en el Cáucaso norte y la región del Volga. Estonia, Letonia y Kazajstán cuentan con importantes minorías rusas, también creadas en buena medida por la política soviética. Ucrania está dividida entre el oeste nacionalista uniata de habla ucraniana y el este ortodoxo de habla rusa.

En un país escindido, los grupos principales de dos o más civilizaciones dicen, en efecto: «Somos pueblos diferentes y pertenecemos a lugares diferentes». Las fuerzas de repulsión los separan, y tienden hacia polos de atracción, del ámbito de la civilización, presentes en otras sociedades. Un país desgarrado, en cambio, tiene una única cultura predominante que lo sitúa dentro de una civilización, pero sus líderes pretenden desplazarlo a otra civilización distinta. Dicen, en efecto: «Somos un solo pueblo y juntos pertenecemos a un solo lugar, pero queremos cambiar de lugar». A diferencia de la gente de países escindidos, la gente de los países desgarrados está de acuerdo en quiénes son, pero discrepan acerca de qué civilización es propiamente su civilización. Por lo general, una parte importante de sus líderes adopta una estrategia kemalista y decide que su sociedad debe rechazar su cultura e instituciones no occidentales, unirse a Occidente, modernizarse y también occidentalizarse. Rusia ha sido desde Pedro el Grande un país desgarrado, dividido acerca de la cuestión de si es parte de la civilización occidental o es el núcleo de una peculiar civilización ortodoxa euroasiática. El país de Mustafá Kemal, por supuesto, es el clásico país desgarrado que desde los años veinte ha estado intentando modernizarse, occidentalizarse y convertirse en parte de Occidente. Tras casi dos siglos de definirse como país latinoamericano en oposición a los Estados Unidos, los líderes de México de los años ochenta convirtieron a su país en un país desgarrado al intentar redefinirlo como una sociedad norteamericana. Los líderes australianos de los años noventa, en cambio, intentaron desvincular a su país de Occidente y convertirlo en parte de Asia, creando con ello un país desgarrado a la inversa. Los países desgarrados son reconocibles por dos fenómenos. Sus líderes se refieren a ellos como un «puente» entre dos culturas, y los observadores los describen como Janos bifrontes. «Rusia mira al oeste... y al este»; «Turquía: este, oeste, ¿qué es mejor?»; «nacionalismo australiano: lealtades divididas»: son titulares típicos que destacan los problemas de identidad de un país desgarrado.17

Países desgarrados: el fracaso del cambio de civilización

Para que un país desgarrado redefina con éxito su identidad en el ámbito de la civilización, se deben cumplir al menos tres requisitos. En primer lugar, la elite política y económica del país ha de ser en líneas generales partidaria y entusiasta de dicho paso. En segundo lugar, la sociedad tiene que estar al menos dispuesta a consentir la redefinición de su identidad. En tercer lugar, los elementos dominantes en la civilización anfitriona, en la mayoría de los casos Occidente, han de estar dispuestos a acoger al converso. El proceso de redefinición de la identidad será prolongado, discontinuo y penoso, en el plano político, social, institucional y cultural. Además, de acuerdo con la experiencia histórica, fracasará.

Rusia. En los años noventa México era un país desgarrado durante años y Turquía lo había sido durante varias décadas. Rusia, en cambio, ha sido un país desgarrado durante varios siglos y, a diferencia de México o la Turquía republicana, es además el Estado central de una civilización importante. Si Turquía o México se redefinieran con éxito como miembros de la civilización occidental, el efecto sobre la civilización islámica o latinoamericana sería menor o moderado. Si Rusia se hiciera occidental, la civilización ortodoxa dejaría de existir. El derrumbamiento de la Unión Soviética suscitó dos cuestiones fundamentales: ¿cómo debía definirse Rusia en relación con Occidente?, ¿cuáles deberían ser las relaciones de Rusia con su parentela ortodoxa y los nuevos países que habían formado parte del imperio soviético?

Las relaciones de Rusia con la civilización occidental han pasado por cuatro fases. En la primera, que duró hasta el reinado de Pedro el Grande (1689-1725), la Rusia de Kiev y Moscovia existían al margen de Occidente y tenían poco contacto con las sociedades europeas occidentales. La civilización rusa surgió como un vástago de la civilización bizantina y después, durante doscientos años, desde mediados del siglo xiii a mediados del siglo xv, Rusia estuvo bajo soberanía mongol. Rusia no estuvo en absoluto (o muy poco) expuesta a los fenómenos históricos definidores de la civilización occidental: catolicismo, feudalismo, Renacimiento, Reforma, expansión y colonización de ultramar, Ilustración y aparición del Estado nacional. Siete de las ocho características distintivas de la civilización occidental indicadas anteriormente —religión, lenguas, separación de Iglesia y Estado, imperio de la ley, pluralismo social, cuerpos representativos, individualismo— estuvieron casi totalmente ausentes de la experiencia rusa. La única excepción posible es el legado clásico que, sin embargo, llegó a Rusia a través de Bizancio y, por tanto, era bastante diferente del que llegó a Occidente directamente de Roma. La civilización rusa fue el resultado de sus raíces autóctonas en la Rusia de Kiev y Moscovia, de la importante huella bizantina y del prolongado dominio mongol. Estas influencias configuraron una sociedad y una cultura que guardaba pocas semejanzas con las surgidas en Europa Occidental bajo la influencia de fuerzas muy diferentes.

A finales del siglo xvii, Rusia no sólo era diferente de Europa, sino que también estaba retrasada en comparación con ella, como pudo comprobar Pedro el Grande durante su gira europea de 1697-1698. El monarca volvió a Rusia decidido a modernizar y también a occidentalizar su país. Para hacer que su gente pareciera europea, el turco Ataturk prohibió el fez. Con propósito parecido, lo primero que hizo Pedro a su vuelta a Moscú fue rasurar las barbas de sus nobles y prohibir sus largas vestiduras y sombreros cónicos. Ataturk reemplazó el alfabeto árabe por el romano; Pedro no abolió el alfabeto cirílico, pero lo reformó y simplificó e introdujo palabras y expresiones occidentales. Sin embargo dio absoluta prioridad al desarrollo y modernización de las fuerzas armadas de Rusia: creación de una flota de guerra, introducción del servicio militar obligatorio, creación de industrias relacionadas con la defensa, establecimiento de escuelas técnicas, envío de personal a estudiar a Occidente e importación de Occidente de los conocimientos más avanzados en materia de armas, barcos y construcción naval, navegación, administración burocrática y otros temas esenciales para la eficacia militar. Para asegurar el futuro de estas innovaciones, reformó y amplió radicalmente el sistema fiscal y además, hacia el final de su reinado, reorganizó la estructura del Estado. Determinado a hacer de Rusia, no sólo una potencia europea, sino también una potencia en Europa, abandonó Moscú, fundó una nueva capital en San Petersburgo y puso en marcha la gran guerra nórdica contra Suecia a fin de hacer de Rusia la fuerza predominante en el Báltico y hacerla así presente en Europa.

Sin embargo, al intentar convertir a su país en moderno y occidental Pedro reforzó también las características asiáticas de Rusia al perfeccionar el despotismo y eliminar cualquier fuente potencial de pluralismo social o político. La nobleza rusa nunca había sido poderosa. Pedro la redujo aún más, aumentando la nobleza militar y estableciendo un escalafón basado en el mérito, no en el nacimiento o la posición social. Tanto nobles como campesinos eran reclutados para el ejército del Estado, formando la «servil aristocracia» que más tarde enfurecería a Custine.18 La autonomía de los siervos quedó más restringida, ya que quedaron vinculados de forma más permanente tanto a su tierra como a su señor. La Iglesia ortodoxa, que siempre había estado sometida a un amplio control estatal, fue reorganizada y subordinada a un sínodo nombrado directamente por el zar. Al zar se le daba también el poder de nombrar a su sucesor al margen de las prácticas predominantes en cuestiones de herencia. Con estos cambios, Pedro inició y ejemplificó la estrecha conexión existente en Rusia entre modernización y occidentalización, por un lado, y despotismo, por el otro. Siguiendo este modelo petrino, también Lenin, Stalin y, en menor medida, Catalina II y Alejandro II, intentaron en formas diversas modernizar y occidentalizar Rusia y fortalecer el poder autocrático. Al menos hasta los años ochenta de este siglo, los democratizadores en Rusia solían ser occidentalizadores, pero los occidentalizadores no eran democratizadores. La lección de la historia rusa es que la centralización del poder es el requisito previo para una reforma social y económica. A finales de los años ochenta, los colaboradores de Gorbachov lamentaban no haber sabido valorar este hecho al censurar los obstáculos que la glasnost había creado para la liberalización económica.

Pedro tuvo más éxito en hacer a Rusia parte de Europa que en hacer a Europa parte de Rusia. A diferencia del imperio otomano, el imperio ruso llegó a ser aceptado como miembro importante y legítimo del sistema internacional europeo. En el interior del país, las reformas de Pedro produjeron algunos cambios, pero su sociedad siguió siendo híbrida: aparte de una pequeña elite, en la sociedad rusa predominaban costumbres, instituciones y creencias asiáticas y bizantinas, y así lo veían tanto europeos como rusos. «Araña a un ruso», decía de Maistre, «y herirás a un tártaro.» Pedro creó un país desgarrado, y durante el siglo xix eslavófilos y occidentalizadores lamentaron unánimemente esta desdichada situación, y discrepaban enérgicamente sobre si acabar con ella europeizándose completamente o eliminando las influencias europeas y volviendo a la verdadera alma de Rusia. Un occidentalizador como Chaadaiev sostenía que el «sol es el sol de Occidente», y Rusia debe usar esta luz para iluminar y cambiar las instituciones heredadas. Un eslavófilo como Danilevskiy, con palabras que también se oyeron en los años noventa del siglo xx, censuraba los esfuerzos europeizadores porque «distorsionan la vida de la gente y reemplazan sus formas de conducta por otras extrañas, extranjeras», «toman prestadas instituciones extranjeras y las trasplantan a suelo ruso», y «miran, tanto las relaciones interiores y exteriores, como las cuestiones de la vida rusa, desde un punto de vista extranjero, europeo, viéndolas, por decirlo así, a través de un cristal tallado con un ángulo de refracción europeo».19 En la posterior historia rusa, Pedro se convirtió en el héroe de los occidentalizadores y en el satán de sus oponentes, representados de forma extrema por los euroasiáticos de los años veinte de este siglo, que lo vituperaron como traidor y saludaron a los bolcheviques por rechazar la occidentalización, cuestionar a Europa y trasladar la capital de nuevo a Moscú.

La Revolución bolchevique inició una tercera fase en la relación entre Rusia y Occidente muy diferente de la ambivalente que había perdurado durante dos siglos. En nombre de una ideología creada en Occidente, estableció un sistema político-económico que no podía existir en Occidente. Los eslavófilos y occidentalizadores habían debatido si Rusia podía ser diferente de Occidente sin quedar atrasada respecto a Occidente. El comunismo resolvía brillantemente esta cuestión: Rusia era diferente de Occidente y se oponía fundamentalmente a él porque estaba más avanzada que Occidente. Estaba poniéndose a la cabeza de la revolución proletaria que al final se extendería por todo el mundo. Rusia encarnaba no un pasado asiático de retraso, sino un futuro soviético de progreso. En efecto, la Revolución posibilitó que Rusia saltara por encima de Occidente, diferenciándose no porque «vosotros sois diferentes y nosotros no queremos ser como vosotros», como habían sostenido los eslavófilos, sino porque «somos diferentes y al final vosotros seréis como nosotros», como rezaba el mensaje de la Internacional comunista.

Sin embargo, al mismo tiempo que el comunismo permitía a los líderes soviéticos distinguirse de Occidente, también creaba vínculos estrechos con Occidente. Marx y Engels fueron alemanes; la mayoría de los principales representantes de sus opiniones a finales del siglo xix y principios del xx eran europeoccidentales; hacia 1910, muchos sindicatos de trabajadores y partidos socialdemócratas y laboristas de las sociedades occidentales estaban comprometidos con su ideología y se iban convirtiendo en personajes cada vez más poderosos en la política europea. Tras la Revolución bolchevique, los partidos de izquierdas se dividieron en partidos comunistas y socialistas, y ambos fueron con frecuencia fuerzas poderosas en los países europeos. En gran parte de Occidente, prevalecía la perspectiva marxista: comunismo y socialismo eran considerados la corriente del futuro y eran adoptados ampliamente de un modo u otro por las elites políticas e intelectuales. De ahí que el debate en Rusia entre eslavófilos y occidentalizadores acerca del futuro de Rusia fuera reemplazado en Europa por un debate entre izquierda y derecha acerca del futuro de Occidente y sobre si la Unión Soviética compendiaba o no dicho futuro. Tras la segunda guerra mundial, el poder de la Unión Soviética reforzó el atractivo del comunismo, tanto en Occidente, como, lo que es más significativo, en aquellas civilizaciones no occidentales que en ese momento estaban reaccionando contra Occidente. Las elites de sociedades no occidentales dominadas por Occidente que deseaban seducir a Occidente hablaban de autodeterminación y democracia; quienes deseaban enfrentarse a Occidente apelaban a la revolución y la liberación nacional.

Al adoptar una ideología occidental y usarla para atacar a Occidente, los rusos en cierto sentido se acercaron más a Occidente, y tuvieron con él un trato más íntimo que en ningún otro momento anterior de su historia. Aunque las ideologías de la democracia liberal y el comunismo diferían enormemente, los dos bandos hablaban, en cierto sentido, el mismo lenguaje. El hundimiento del comunismo y de la Unión Soviética terminó con esta interacción político-ideológica entre Occidente y Rusia. Occidente esperaba y creía que el resultado sería el triunfo de la democracia liberal en todo el antiguo imperio soviético. Sin embargo, no estaba determinado de antemano que tal cosa hubiera de suceder necesariamente. En 1995, el futuro de la democracia liberal en Rusia y en las restantes repúblicas ortodoxas era incierto. Además, cuando los rusos dejaron de actuar como marxistas y comenzaron a actuar como rusos, el distanciamiento entre Rusia y Occidente aumentó. El conflicto entre democracia liberal y marxismo-leninismo era entre ideologías que, pese a sus importantes diferencias, eran modernas y laicas, y compartían de forma manifiesta las metas últimas de libertad, igualdad y bienestar material. Un demócrata occidental podía mantener un debate intelectual con un marxista soviético. Le sería imposible hacerlo con un nacionalista ortodoxo ruso.

Durante los años soviéticos, la lucha entre eslavófilos y occidentalizadores quedó suspendida, ya que tanto los Soljenitsin como los Sajárov cuestionaban la síntesis comunista. Con el derrumbamiento de dicha síntesis, el debate sobre la verdadera identidad de Rusia ha reaparecido con toda su fuerza. ¿Debía Rusia adoptar valores, instituciones y prácticas occidentales, e intentar convertirse en parte de Occidente? ¿O encarnaba Rusia una peculiar civilización ortodoxa y euroasiática, diferente de la de Occidente, con el destino único de unir Europa y Asia? Las elites intelectuales y políticas y la opinión pública en general andaban profundamente divididos sobre estas cuestiones. Por un lado estaban los occidentalizadores, «cosmopolitas» o «atlanticistas», y por otro los sucesores de los eslavófilos, a quienes se alude de diversas maneras: «nacionalistas», «euroasianistas» o derzhavniki (partidarios de un Estado fuerte).20

Las principales diferencias entre estos grupos tenían que ver con la política exterior y, en menor grado, con la reforma económica y la estructura del Estado. Las opiniones se ubican a lo largo de un continuo que iba de un extremo al otro. Agrupados en un extremo del abanico estaban quienes formulaban «el nuevo pensamiento» explicitado por Gorbachov, y compendiado en su meta de una «casa común europea», y muchos de los altos consejeros de Yeltsin, que se identificaban con su deseo de que Rusia llegue a ser «un país normal» y sea aceptado como el octavo miembro del club de los siete grandes (G-7) de las principales democracias industrializadas. Los nacionalistas más moderados, como Sergei Stankevich, sostenían que Rusia debía rechazar la vía «atlanticista», dar prioridad a la protección de los rusos en otros países, insistir en sus relaciones con turcos y musulmanes y promover «una redistribución importante de nuestros recursos, nuestras opciones, nuestros vínculos y nuestros intereses en favor de Asia, o la dirección este».21 Partidarios de estas ideas criticaban a Yeltsin por subordinar los intereses de Rusia a los de Occidente, por reducir el poderío militar ruso, por no apoyar a amigos tradicionales como Serbia y por llevar adelante una reforma económica y política de forma perjudicial para el pueblo ruso. Indicativa de esta tendencia era la nueva popularidad de las ideas de Peter Savitsky, quien en los años veinte sostenía que Rusia era una civilización euroasiática única.

Los nacionalistas más extremos estaban divididos entre nacionalistas rusos, como Solzhenitsin, que abogaba por una Rusia que incluyera a todos los rusos más los bielorrusos y ucranianos ortodoxos eslavos, estrechamente conectados, pero a nadie más, y los nacionalistas imperiales, como Vladimir Zhirinovsky, que querían recrear el imperio soviético y el poderío militar ruso. Quienes pertenecían a este último grupo a veces eran antisemitas, además de antioccidentales, y querían reorientar la política exterior rusa hacia el este y el sur, bien dominando el sur musulmán (como pedía con ahínco Zhirinovsky), bien cooperando con los Estados musulmanes y China contra Occidente. Los nacionalistas también respaldaban que se diera mayor apoyo a los serbios en su guerra con los musulmanes. Las diferencias entre cosmopolitas y nacionalistas se traducían en el plano institucional en los puntos de vista del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los militares. También se traducían en los cambios en la política exterior y de seguridad de Yeltsin, primero en una dirección y después en la otra.

La opinión pública rusa estaba tan dividida como las elites rusas. Una encuesta hecha en 1992 con una muestra de 2.069 rusos europeos dio como resultado que el 40 % de los encuestados estaban «abiertos a Occidente», el 36 % «cerrados a Occidente» y el 24 % «indecisos». En las elecciones parlamentarias de diciembre de 1993, los partidos reformistas obtuvieron el 34,2 % de los votos, los partidos antirreformistas y nacionalistas el 43,3 %, y los partidos centristas el 13,7 %.22 Así mismo, en las elecciones presidenciales de junio de 1996, la opinión pública rusa volvió a dividirse: el 43 % apoyó al candidato de Occidente, Yeltsin, y el 52 % del voto fue para los candidatos nacionalistas y comunistas. En la cuestión fundamental de su identidad, Rusia en los años noventa siguió siendo claramente un país desgarrado, en el que la dualidad occidental-eslavófila constituía «un rasgo inalienable del... carácter nacional».23

Turquía. A través de una serie cuidadosamente calculada de reformas en los años veinte y treinta, Mustafá Kemal Ataturk intentó alejar a su pueblo de su pasado otomano y musulmán. Los principios básicos o «seis flechas» del kemalismo eran populismo, republicanismo, nacionalismo, laicismo, estatismo y reformismo. Rechazando la idea de un imperio multinacional, Kemal intentó crear un Estado nacional homogéneo, expulsando y matando a armenios y griegos para conseguirlo. Después depuso al sultán y estableció un sistema de autoridad política republicana de tipo occidental. Abolió el califato, la fuente central de autoridad religiosa, acabó con la educación tradicional y los ministerios religiosos; abolió las escuelas y universidades religiosas separadas, estableció un sistema laico unificado de educación pública y acabó con los tribunales religiosos que aplicaban la ley islámica, reemplazándolos con un nuevo sistema legal basado en el código civil suizo. También prohibió hacer uso del fez porque era un símbolo de tradicionalismo religioso y animó a que la gente llevara sombreros, sustituyó el calendario tradicional por el calendario gregoriano, privó formalmente al islam de la condición de ser la religión del Estado y decretó que el turco se escribiera con caracteres romanos, no árabes. Esta última reforma fue de capital importancia. «Hizo prácticamente imposible que las nuevas generaciones educadas con la escritura romana tuvieran acceso al vasto corpus de la literatura tradicional; estimuló el aprendizaje de lenguas europeas; y alivió enormemente el problema que suponía incrementar los índices de alfabetización».24 Tras redefinir la identidad nacional, política, religiosa y cultural del pueblo turco, en los años 30 Kemal puso mucha energía en fomentar el desarrollo económico turco. La occidentalización iba de la mano de la modernización y había de ser el medio en que ésta se llevara a cabo.

Turquía permaneció neutral durante la guerra civil de Occidente entre 1939 y 1945. Sin embargo, tras esa guerra, pasó rápidamente a identificarse aún más con Occidente. Emulando explícitamente las posturas occidentales, cambió de un régimen de partido único a un sistema de competencia de partidos. Intentó influir para que se le admitiera como miembro de la OTAN, y consiguió su ingreso en 1952, confirmándose así su condición de miembro del mundo libre. Se convirtió en el receptor de miles de millones de dólares de ayuda occidental destinada al ámbito económico y de la seguridad; sus fuerzas armadas eran adiestradas y equipadas por Occidente y estaban integradas en la estructura de mando de la OTAN; albergaba bases militares estadounidenses. Turquía llegó a ser considerada por Occidente como su baluarte oriental de contención, el que impedía la expansión de la Unión Soviética hacia el Mediterráneo, Oriente Próximo y el Golfo Pérsico. Esta vinculación y autoidentificación con Occidente provocó que los turcos fueran condenados por los países no occidentales y no alineados en la Conferencia de Bandung de 1955 y atacados como blasfemos por los países islámicos.25

Tras la guerra fría, la elite turca ha seguido siendo mayoritariamente partidaria de que Turquía sea occidental y europea. El mantenimiento de su condición de miembro de la OTAN es para ellos imprescindible, porque proporciona un íntimo vínculo organizativo con Occidente y es necesario para contrapesar a Grecia. Sin embargo, la implicación de Turquía con Occidente, encarnada en su pertenencia a la OTAN, fue una consecuencia de la guerra fría. El final de la guerra fría elimina la razón principal de dicha implicación y lleva a un debilitamiento y redefinición de tal conexión. Turquía ya no es útil a Occidente como baluarte contra la importante amenaza procedente del norte, sino más bien, como en la guerra del Golfo, un posible socio a la hora de afrontar amenazas menores procedentes del sur. En esa guerra, Turquía proporcionó una ayuda crucial a la coalición antiSaddam Hussein al cerrar el oleoducto por el que, a través de su territorio, el petróleo iraquí llegaba al Mediterráneo, y al permitir que los aviones estadounidenses operaran contra Irak desde bases ubicadas en Turquía. Sin embargo, estas decisiones del presidente Özal suscitaron importantes críticas en Turquía y provocaron la dimisión del ministro de Exteriores, el ministro de Defensa y del Jefe del Estado Mayor, así como grandes manifestaciones públicas de protesta contra la estrecha cooperación de Özal con los Estados Unidos. Posteriormente, tanto el presidente Demirel como la Primera ministra Ciller pidieron con ahínco un pronto levantamiento de las sanciones de la ONU contra Irak, que también imponían una carga económica considerable a Turquía.26 La disponibilidad de Turquía a colaborar con Occidente a la hora de afrontar las amenazas islámicas procedentes del sur es más incierta que su disposición a resistir con Occidente a la amenaza soviética. Durante la crisis del Golfo, la oposición por parte de Alemania, amigo tradicional de Turquía, a considerar un ataque iraquí con misiles contra Turquía como un ataque contra la OTAN demostró también que Turquía no podía contar con el apoyo occidental frente a ataques procedentes del sur. Las confrontaciones de la guerra fría con la Unión Soviética no suscitaron la cuestión de la identidad de la civilización de Turquía; las relaciones con países árabes posteriores a la guerra fría sí la suscitan.

A partir de los años ochenta, un objetivo principal, quizá el objetivo principal de la política exterior de la elite de tendencia occidental de Turquía ha sido asegurar la entrada de su país en la Unión Europea. Turquía solicitó formalmente el ingreso en abril de 1987. En diciembre de 1989 se le dijo que su solicitud no podía ser considerada antes de 1993. En 1994, la Unión aprobó las solicitudes de Austria, Finlandia, Suecia y Noruega, y con mucha anticipación se dijo que en los años venideros se podía tomar una resolución favorable sobre las de Polonia, Hungría y la República Checa, y más tarde posiblemente sobre las de Eslovenia, Eslovaquia y las repúblicas bálticas. Los turcos quedaron particularmente decepcionados de que nuevamente Alemania, el miembro más influyente de la Comunidad Europea, no apoyara activamente su ingreso y en cambio diera prioridad a favorecer el de los Estados de Europa Central.27 Presionada por los Estados Unidos, la Unión negoció una unión aduanera; con Turquía; la condición de miembro pleno es una posibilidad remota y dudosa.

¿Por qué se dejó a Turquía a un lado y por qué parece siempre que este país sea el último de la fila? En público, los representantes europeos se referían al bajo nivel de desarrollo económico de Turquía y a su respeto, inferior que el escandinavo, por los derechos humanos. En privado, tanto europeos como turcos coincidían en que las verdaderas razones eran la intensa oposición de los griegos y, lo que era más importante, el hecho de que Turquía fuera un país musulmán. Los países europeos no querían afrontar la posibilidad de abrir sus fronteras a la inmigración de un país de 60 millones de musulmanes y mucho desempleo. Aún más importante: creían que culturalmente los turcos no pertenecían a Europa. El historial de Turquía en materia de derechos humanos, como dijo el presidente Özal en 1992, es una «razón ficticia de por qué Turquía no puede ingresar en la CE. La verdadera razón es que somos musulmanes y ellos son cristianos», pero, añadió, «no lo dicen». Los representantes europeos, a su vez, coincidían en que la Unión es «un club cristiano» y en que «Turquía es demasiado pobre, demasiado populosa, demasiado musulmana, demasiado dura, demasiado diferente culturalmente, demasiado todo». La «pesadilla privada» de los europeos, comentaba un observador, es la memoria histórica de «los invasores sarracenos en Europa Occidental y de los turcos a las puertas de Viena». Estas actitudes, a su vez, generaron la «impresión común entre los turcos» de que «Occidente no tiene sitio para una Turquía musulmana dentro de Europa».28

Tras haber rechazado La Meca y ser rechazada por Bruselas, Turquía aprovechó la oportunidad brindada por la disolución de la Unión Soviética para volverse hacia Tashkent. El presidente Özal y otros líderes turcos ofrecían la visión de una comunidad de pueblos turcos, e hicieron grandes esfuerzos para estrechar vínculos con los «turcos externos» del «exterior inmediato» de Turquía, que se extiende «del Adriático a las fronteras de China». Se prestó una atención particular a Azerbaiyán y a las cuatro repúblicas turcohablantes de Asia Central: Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajstán y Kirguizistán. En 1991 y 1992, Turquía puso en marcha una amplia gama de actividades destinadas a reforzar sus vínculos con estas nuevas repúblicas y su influencia en ellas. Dichas actividades incluían préstamos a bajo interés y a largo plazo por valor de 1.500 millones de dólares, 79 millones de dólares en ayuda humanitaria directa, televisión vía satélite (reemplazando un canal en lengua rusa), comunicaciones telefónicas, servicio de líneas aéreas, miles de becas para universitarios que quisieran cursar sus estudios en Turquía, y formación en Turquía para banqueros, hombres de negocios, diplomáticos y cientos de oficiales militares azerbaiyanos y de Asia Central. Se enviaron maestros a las nuevas repúblicas a enseñar turco, y se pusieron en marcha unas 2.000 empresas conjuntas. La coincidencia cultural facilitaba estas relaciones económicas. Como comentaba un hombre de negocios turco, «Lo más importante para el éxito en Azerbaiyán o Turkmenistán es encontrar el socio adecuado. Para los turcos, no es difícil. Tenemos la misma cultura, más o menos el mismo lenguaje y comemos de la misma cocina».29

La reorientación de Turquía hacia el Cáucaso y Asia Central estuvo alentada no sólo por el sueño de ser el líder de una comunidad turca de naciones, sino también por el deseo de impedir que Irán y Arabia Saudí extendieran su influencia y fomentaran el fundamentalismo islámico en esta región. Los turcos querían ofrecer como alternativa el «modelo turco» o la «idea de Turquía»: un Estado laico y democrático con una economía de mercado. Además, Turquía esperaba contener el resurgimiento de la influencia rusa. Al ofrecer una alternativa a Rusia y al islam, Turquía además reforzaba su solicitud de apoyo de la Comunidad Europea y de admisión a la postre en ella.

La oleada inicial de actividad de Turquía con las repúblicas turcas se restringió más en 1993 debido a la limitación de sus recursos, la sucesión de Suleyman Demirel en la presidencia tras la muerte de Özal y la reafirmación de la influencia de Rusia en lo que consideraba su «exterior inmediato». Cuando las antiguas repúblicas soviéticas turcas acababan de obtener la independencia, sus líderes se precipitaron a Ankara para establecer relaciones con Turquía. Posteriormente, a medida que Rusia fue aplicando presión y estímulos, dieron un giro de 180 grados y, por lo general, subrayaron la necesidad de mantener unas relaciones «equilibradas» entre su primo cultural y su antiguo señor imperial. Sin embargo, los turcos continuaron intentando usar su parentesco cultural para extender sus vínculos económicos y políticos y, en su éxito más importante, consiguieron la conformidad de los gobiernos y las compañías petrolíferas oportunas para la construcción de un oleoducto que llevara el petróleo de Asia Central y Azerbaiyán hasta el Mediterráneo atravesando Turquía.30

Mientras Turquía trabajaba para estrechar sus lazos con las antiguas repúblicas soviéticas turcas, su propia identidad laica kemalista se ponía en tela de juicio en su interior. En primer lugar, para Turquía, como para tantos otros países, el final de la guerra fría, junto con las dislocaciones generadas por el desarrollo social y económico, plantearon cuestiones importantes de «identidad nacional e identificación étnica»;31 y la religión estaba allí para proporcionar una respuesta. La herencia laica de Ataturk y de la elite turca durante dos tercios de siglo empezó a ser cada vez más criticada. La experiencia de los turcos en el extranjero tendía a estimular sentimientos islamistas dentro del país. Los turcos que regresaban de Alemania Occidental «reaccionaban frente a la hostilidad allí encontrada recurriendo a lo que era familiar. Y eso era el islam». La opinión y la práctica mayoritarias se fueron haciendo cada vez más islamistas. En 1993, se informaba de «que las barbas de estilo islámico y las mujeres con velo han proliferado en Turquía, que las mezquitas están atrayendo muchedumbres aún mayores y que algunas librerías rebosan de libros y revistas, casetes, discos compactos y vídeos que glorifican la historia, preceptos y forma de vida islámicas y exaltan el papel del imperio otomano en la preservación de los valores del profeta Mahoma». Según algunas informaciones, «no menos de 290 editoriales e imprentas, 300 publicaciones entre las que se incluyen 4 diarios, varios cientos de emisoras de radio no autorizadas y unas 30 cadenas de televisión igualmente no autorizadas estaban propagando ideología islámica».32

Enfrentados al ascenso del sentimiento islamista, los dirigentes de Turquía intentaron adoptar prácticas fundamentalistas y cooptar el apoyo fundamentalista. En los años ochenta y noventa, el supuestamente laico gobierno turco mantenía una Oficina de Asuntos Religiosos con un presupuesto mayor que el de algunos ministerios, financiaba la construcción de mezquitas, exigía la instrucción religiosa en todas las escuelas públicas y proporcionaba financiación a las escuelas islámicas, que se quintuplicaron en número durante los años ochenta, tenían matriculado al 15 % aproximadamente de los niños de enseñanza secundaria, predicaban doctrinas islamistas y generaban miles de graduados, muchos de los cuales entraban al servicio del gobierno. En contraste simbólico pero manifiesto con Francia, el gobierno en la práctica permitía a las escolares vestir el tradicional velo musulmán, setenta años después de que Ataturk prohibiera el fez.33 Estas medidas gubernamentales, en gran parte motivadas por el deseo de restar empuje al ascenso de los islamistas, son testimonio de lo fuerte que era tal empuje en los años ochenta y principios de los noventa.

En segundo lugar, el resurgimiento del islam cambió el carácter de la política turca. Los líderes políticos, entre los que destacaba Turgut Özal, se identificaban de forma totalmente explícita con símbolos y criterios musulmanes. En Turquía, como en otros lugares, la democracia reforzaba la indigenización y el retorno a la religión. «En su afán de intentar congraciarse con la opinión pública y ganar votos, los políticos —e incluso los militares, el bastión mismo y los guardianes del laicismo— debían tener en cuenta las aspiraciones religiosas de la población: no pocas de las concesiones que hacían olían a demagogia.» Los movimientos populares tenían inclinaciones religiosas. Aunque la elite y los grupos burocráticos, particularmente los militares, seguían una orientación laica, las opiniones islamistas se manifestaban dentro de las fuerzas armadas, y varios cientos de cadetes fueron purgados de las academias militares en 1987 debido a sus supuestas opiniones islamistas. Los principales partidos políticos sentían cada vez más la necesidad de buscar apoyo electoral en las renacidas tarikas, o sociedades selectas, musulmanas, que Ataturk había prohibido.34 En las elecciones locales de marzo de 1994, el fundamentalista Partido del Bienestar fue el único de los cinco partidos principales que incrementó su porcentaje de voto, obteniendo aproximadamente el 19% de los votos, mientras que el Partido de la Recta Vía de la Primera ministra Ciller conseguía el 21 % y el Partido de la Madre Patria del difunto Özal el 20 %. El Partido del Bienestar consiguió el control de las dos principales ciudades de Turquía, Estambul y Ankara, y experimentó un incremento muy fuerte en el sudeste del país. En las elecciones de diciembre de 1995, el Partido del Bienestar obtuvo más votos y escaños en el Parlamento que ningún otro partido, y los dos principales partidos laicos, que habían estado enfrentados, tuvieron que formar coalición para impedir que los islamistas se apoderaran del gobierno. Como en otros países, el apoyo a los fundamentalistas procedía de los jóvenes, los emigrantes que habían regresado, los «oprimidos y desposeídos» y «los nuevos emigrantes urbanos, los sans culottes de las grandes ciudades».35

En tercer lugar, el resurgimiento del islam afectó a la política exterior turca. Durante el mandato del presidente Özal, Turquía se puso decididamente de parte de Occidente en la guerra del Golfo, esperando que esta acción favorecería su ingreso en la Comunidad Europea. Sin embargo, tal eventualidad no llegó a materializarse, y la oposición dentro de Turquía a la participación en la guerra fue intensa. Al romperse, con el hundimiento de la Unión Soviética, el principal vínculo entre Turquía y Occidente las dudas de la OTAN acerca de cómo reaccionar en el caso de que Turquía hubiera sido atacada por Irak durante esa guerra no tranquilizó a los turcos acerca de cómo reaccionaría la OTAN ante una amenaza no rusa a su país.36 Durante los años ochenta, Turquía intensificó cada vez más sus relaciones con países árabes y musulmanes, y en los años noventa promovió activamente intereses islámicos al proporcionar un apoyo importante a los musulmanes bosnios, así como a Azerbaiyán. Con respecto a los Balcanes, Asia Central u Oriente Próximo y Oriente Medio, la política exterior turca se iba islamizando cada vez más.

Durante muchos años, Turquía cumplió dos de los tres requisitos mínimos para que un país desgarrado cambiara de identidad desde el punto de vista de la civilización. Las elites de Turquía apoyaban mayoritariamente dicho tránsito y su sociedad estaba conforme. Sin embargo, las elites de la civilización receptora, la occidental, no fueron receptivas. Mientras la pelota estaba en el tejado, el resurgimiento del islam dentro de Turquía comenzó a socavar la orientación laica y prooccidental de las elites turcas. Los obstáculos para que Turquía llegara a ser plenamente europea, los límites de su capacidad para desempeñar un papel dominante con respecto a las antiguas repúblicas soviéticas turcas y el desarrollo de tendencias islámicas que erosionaban la herencia de Ataturk eran factores, todos ellos, que parecían asegurar que Turquía seguiría siendo un país desgarrado.

Los líderes turcos, haciéndose eco de estas fuerzas en conflicto, describen habitualmente su país como «puente» entre culturas. Turquía, afirmaba en 1993 la Primera ministra Tansu Ciller, es a la vez una «democracia occidental» y «parte de Oriente Próximo» y «tiende un puente entre dos civilizaciones, física e intelectualmente». Como manifestación de esta ambivalencia, Ciller en su propio país aparecía a menudo en público como musulmana, pero cuando se dirigía a la OTAN afirmaba que «el hecho geográfico y político es que Turquía es un país europeo». Así mismo, el presidente Suleyman Demirel llamaba a Turquía «un puente muy importante en una región que se extiende de oeste a este, es decir, de Europa a China».37 Sin embargo, un puente es una creación artificial que conecta dos realidades sólidas, pero no forma parte de ninguna. Cuando los líderes de Turquía denominan a su país «puente» confirman de forma eufemística que está desgarrado.

México. Turquía se convirtió en un país desgarrado en los años veinte, México no lo fue hasta los ochenta. Sin embargo, sus relaciones históricas con Occidente guardan ciertas semejanzas. Como Turquía, México tenía una cultura claramente no occidental. Incluso en el siglo xx, como dice Octavio Paz, «el núcleo de México es indio. Es no europeo».38 En el siglo xix, México, como el imperio otomano, fue desmembrado por manos occidentales. En la segunda y tercera décadas del siglo xx, México, como Turquía, pasó por una revolución que estableció un nuevo fundamento de la identidad nacional y un nuevo sistema político unipartidista. En Turquía, sin embargo, la revolución supuso a la vez un rechazo de la cultura tradicional islámica y otomana y un esfuerzo por importar la cultura occidental y unirse a Occidente. En México, como en Rusia, la revolución supuso la incorporación y adaptación de elementos de la cultura occidental, lo cual generó un nuevo nacionalismo opuesto al capitalismo y la democracia de Occidente. Así, durante sesenta años Turquía intentó definirse como europea, mientras México intentó definirse en oposición a los Estados Unidos. De los años treinta a los ochenta, los líderes de México siguieron políticas exteriores y económicas contrarias a los intereses estadounidenses.

En los años ochenta esto cambió. El presidente Miguel de la Madrid adoptó nuevas medidas que su sucesor Carlos Salinas amplió hasta dar lugar a una redefinición en gran escala de los objetivos, prácticas e identidad mexicanos: el esfuerzo más radical por cambiar desde la Revolución de 1910. En efecto, Salinas se convirtió en el Mustafá Kemal de México. Ataturk promovió el laicismo y el nacionalismo, temas dominantes en el Occidente de su tiempo; Salinas promovió el liberalismo económico, uno de los dos temas dominantes en el Occidente de su tiempo (el otro, la democracia política, no lo adoptó). Como en el caso de Ataturk, estas opiniones eran ampliamente compartidas por las elites políticas y económicas, muchos de cuyos miembros, como Salinas y de la Madrid, habían sido educados en los Estados Unidos. Salinas redujo espectacularmente la inflación, privatizó gran número de empresas públicas, fomentó la inversión extranjera, redujo los aranceles y las subvenciones, reestructuró la deuda exterior, atacó el poder de los sindicatos de trabajadores, incrementó la productividad e introdujo a México en el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA) con los Estados Unidos y Canadá. Lo mismo que las reformas de Ataturk se proponían transformar Turquía, país musulmán de Oriente Próximo, en un país laico europeo, las reformas de Salinas se proponían cambiar México, país latinoamericano, en un país norteamericano.

Ésta no era una elección inevitable para México. Cabía que las elites mexicanas se hubieran mantenido en la senda nacionalista y proteccionista antiEE.UU. del Tercer Mundo, senda que sus predecesores habían seguido durante la mayor parte del siglo. Alternativamente, como proponían con ahínco algunos mexicanos, podrían haber intentado crear con España, Portugal y los países sudamericanos una asociación ibérica de naciones.

¿Tendrá éxito México en su búsqueda norteamericana? La abrumadora mayoría de las elites política, económica e intelectual favorecen ese rumbo. Además, a diferencia de lo que ocurre con Turquía, la abrumadora mayoría de las elites política, económica e intelectual de la civilización receptora han favorecido también el realineamiento cultural de México. El problema crucial planteado entre civilizaciones por la inmigración destaca esta diferencia. El temor a la inmigración masiva turca generó, tanto en las elites como en las sociedades europeas, resistencia a introducir a Turquía en Europa. En cambio, el hecho de la importante inmigración mexicana, legal e ilegal, en los Estados Unidos fue parte del argumento esgrimido por Salinas en favor de la entrada de México en el NAFTA: «O aceptan ustedes nuestros productos, o aceptan nuestra gente». Además, la distancia cultural entre México y los Estados Unidos es mucho menor que entre Turquía y Europa. México es, en parte, occidental: su religión es el catolicismo, su lengua es el español, sus elites estuvieron orientadas históricamente hacia Europa (adonde enviaban a sus hijos para que los educaran) y más recientemente hacia los Estados Unidos (adonde los envían ahora). La acomodación entre la angloamericana Norteamérica y el hispanoindio México sería considerablemente más fácil que entre la cristiana Europa y la musulmana Turquía. Pese a estas coincidencias, tras la ratificación del NAFTA, la oposición a cualquier otro compromiso más estrecho con México se puso de manifiesto en los Estados Unidos en forma de exigencias de mayores restricciones de la inmigración, quejas sobre fábricas que se trasladaban al sur y dudas acerca de la capacidad de México para atenerse a los conceptos norteamericanos de libertad y de imperio de la ley.39

El tercer requisito previo para el cambio con éxito de identidad por parte de un país desgarrado es el consentimiento general, aunque no necesariamente el apoyo, por parte de su sociedad. La importancia de este factor depende, en cierta medida, de lo importantes que sean los puntos de vista de la sociedad en los procesos de toma de decisiones del país. En 1995, la actitud prooccidental de México no había pasado aún la prueba de la democratización. La rebelión de Año Nuevo en Chiapas de unos pocos miles de guerrilleros bien organizados y con apoyo exterior no fue, por sí misma, indicio de una resistencia importante a la norteamericanización. Sin embargo, la reacción de solidaridad que generó entre intelectuales, periodistas y otros líderes de la opinión pública mexicanos indicaba que la norteamericanización en general y el NAFTA en particular tropezaba con una resistencia cada vez mayor en las elites y el pueblo mexicanos. El presidente Salinas dio prioridad, de forma absolutamente consciente, a la reforma económica y a la occidentalización sobre la reforma política y la democratización. Sin embargo, tanto el desarrollo económico, como la relación cada vez mayor con los Estados Unidos, consolidarán las fuerzas que promueven una verdadera democratización del sistema político mexicano. La cuestión clave para el futuro de México es: ¿en qué medida la modernización y la democratización estimularán una desoccidentalización, compendiada en la retirada del NAFTA, o el debilitamiento radical de ésta, y en cambios paralelos en las directrices impuestas a México por sus éelites de los años ochenta y noventa, de orientación occidental? ¿Es la norteamericanización de México compatible con su democratización?

Australia. A diferencia de Rusia, Turquía y México, Australia ha sido desde sus orígenes una sociedad occidental. A lo largo del siglo xx fue estrecho aliado de Gran Bretaña primero y los Estados Unidos después; y durante la guerra fría no sólo fue miembro de Occidente, sino también de su núcleo militar y de servicios secretos, formado por los Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá y Australia. A principios de los años noventa, sin embargo, los líderes políticos de Australia decidieron, en efecto, que su país debía abandonar Occidente, redefinirse como una sociedad asiática y estrechar sus vínculos con sus vecinos geográficos. Australia, declaró el Primer ministro Paul Keating, debe dejar de ser una «sucursal del imperio», convertirse en república y procurar «implicarse» en Asia. Esto era necesario, afirmaba, para establecer la identidad de Australia como país independiente. «Australia no se puede presentar al mundo como una sociedad multicultural, integrarse en Asia, crear ese vínculo y hacerlo de forma persuasiva mientras de alguna manera, al menos desde el punto de vista constitucional, siga siendo una sociedad subordinada.» Australia, declaraba Keating, había sufrido incontables años de «anglofilia y apatía», y el mantenimiento de la asociación con Gran Bretaña resultaría «debilitadora para nuestra cultura nacional, nuestro futuro económico y nuestro destino en Asia y el Pacífico». El ministro de Asuntos Exteriores, Gareth Evans expresaba opiniones parecidas.40

El argumento para redefinir Australia como un país asiático se basaba en el supuesto de que la economía resta importancia a la cultura a la hora de moldear el destino de las naciones. El motivo fundamental era el crecimiento dinámico de las economías del este asiático, que a su vez espoleaba la rápida expansión del comercio australiano con Asia. En 1971, el este y sudeste asiático absorbían el 39 % de las exportaciones de Australia y le proporcionaban el 21 % de sus importaciones. Para 1994, el este y sudeste asiático absorbían ya el 62 % de las exportaciones de Australia y le proporcionaban el 41 % de sus importaciones. En cambio, en 1991, sólo el 11,8 % de las exportaciones australianas iban a la Comunidad Europea, y el 10,1 % a los Estados Unidos. Este vínculo económico cada vez más estrecho con Asia quedaba reforzado en los espíritus australianos por la creencia de que el mundo se estaba moviendo hacia la formación de tres principales bloques económicos y de que el lugar de Australia estaba en el bloque del este de Asia.

Pese a estas conexiones económicas, no parece probable que la estratagema asiática australiana cumpla ninguno de los requisitos para que un país desgarrado tenga éxito en su cambio de civilización. En primer lugar, a mediados de los años noventa, las elites australianas distaban mucho de ser mayoritariamente entusiastas de esa vía. En cierta medida, era una cuestión partidista, en la que los líderes del Partido Liberal se mostraban ambivalentes o se oponían. Además, el gobierno laborista sufrió fuertes críticas por parte de diversos intelectuales y periodistas. No se daba un consenso claro de elite en favor de la opción asiática. En segundo lugar, la sociedad se mostraba ambivalente. Entre 1987 y 1993, la proporción de australianos partidarios de poner fin a la monarquía creció del 21 al 46 %. Sin embargo, a partir de ese momento el apoyo comenzó a oscilar y a mermar. La proporción de la población que apoyaba la eliminación de la enseña del Reino Unido de la bandera australiana descendió del 42 % en mayo de 1992 al 35 % en agosto de 1993. Como decía una autoridad australiana en 1992, «Para la sociedad resulta difícil de tragar. Cuando digo de forma periódica que Australia debe ser parte de Asia, no le puedo decir cuántas cartas llenas de odio recibo».41

Tercero y muy importante, las elites de los países asiáticos han sido menos receptivas, incluso, a las insinuaciones de Australia que las elites europeas a las de Turquía. Han dejado claro que, si Australia quiere ser parte de Asia, debe hacerse verdaderamente asiática, cosa que consideran improbable, si no imposible. «El éxito de la integración de Australia en Asia», decía un representante indonesio, «depende de una sola cosa: de la medida en que los Estados asiáticos den la bienvenida a la intención australiana. La aceptación de Australia en Asia depende de lo bien que el gobierno y el pueblo de Australia entiendan la cultura y la sociedad asiáticas.» Los asiáticos ven un desfase entre la retórica asiática de Australia y su realidad obstinadamente occidental. Los tailandeses, según un diplomático australiano, reaccionan ante la insistencia de Australia en que es asiática con «aturdida tolerancia».42 «[C]ulturalmente, Australia es aún europea», declaró el Primer ministro de Malaisia, Mahathir, en octubre de 1994, «...pensamos que es europea», y por tanto Australia no debe ser miembro de la Conferencia Económica del este de Asia (CEEA). Nosotros, los asiáticos, «somos menos propensos a criticar abiertamente a otros países o a emitir juicios sobre ellos. Pero Australia, como es europea desde el punto de vista cultural, se cree con derecho a decir a los demás lo que deben hacer y lo que no deben hacer, lo que está bien y lo que está mal. De ahí que, por supuesto, resulte incompatible con el grupo. Esa es la razón [por la que me opongo a su ingreso en la CEEA]. No es el color de la piel, sino la cultura.»43 Dicho brevemente, los asiáticos están decididos a excluir a Australia de su club, lo mismo que los europeos a Turquía del suyo: son diferentes de nosotros. Al Primer ministro Keating le gustaba decir que iba a hacer que Australia dejara de ser «la diferente excluida [y pasara] a ser la diferente incluida» en Asia. Sin embargo, eso es un oxímoron: los diferentes no entran.

Como declaró Mahathir, la cultura y los valores son el obstáculo básico para que Australia se incorpore a Asia. Los choques relacionados con el compromiso de los australianos con la democracia, los derechos humanos, una prensa libre, y sus protestas acerca de las violaciones de esos derechos por partes de los gobiernos de prácticamente todos sus vecinos, son fenómenos que se repiten de forma regular. «El verdadero problema para Australia en la región», señalaba un diplomático australiano de alto rango, «no es nuestra bandera, sino los valores sociales de base. Sospecho que no se encontrará a ningún australiano dispuesto a renunciar ni a uno solo de dichos valores para ser aceptado en la región.»44 Las diferencias de carácter, estilo y conducta también son marcadas. Como indicaba Mahathir, los asiáticos por lo general en sus relaciones con los demás persiguen sus fines de maneras sutiles, indirectas, moduladas, sinuosas, evitando los juicios, los moralismos y la confrontación. Los australianos, en cambio, son la gente más directa, franca, abierta, alguno diría insensible, de todo el mundo anglo-hablante. Este choque de culturas se manifiesta de la forma más patente en las negociaciones del propio Paul Keating con los asiáticos. Keating encarna las características nacionales australianas en grado extremo. Ha sido descrito como «un martinete político», con un estilo «intrínsecamente provocativo y belicoso», que no dudaba en vituperar a sus oponentes políticos como «cabronazos», «gigolós perfumados» y «locos tarados».45 A la vez que sostenía que Australia debe ser asiática, Keating normalmente irritaba, escandalizaba y se ganaba la enemistad de los líderes asiáticos con su brutal franqueza. La distancia entre ambas culturas era tan grande que cegaba al proponente de la convergencia cultural, impidiéndole ver hasta qué punto su propia conducta repelía a quienes él reivindicaba como hermanos culturales.

La opción tomada por Keating y Evans se podría considerar el resultado miope de valorar exageradamente los factores económicos y de ignorar, más que rescatar, la cultura del país, y también como una estratagema política táctica para distraer la atención de los problemas económicos de Australia. Otra posibilidad sería verla como una iniciativa clarividente encaminada a integrar Australia en Asia y a identificarla con los centros en alza de poderío económico, político y, a la postre, militar del este de Asia. Por lo que se refiere a esto, Australia podría ser el primero de los posiblemente muchos países occidentales que intentaran abandonar Occidente y subirse al carro de las civilizaciones no occidentales en ascenso. A comienzos del siglo xxii, los historiadores podrían mirar retrospectivamente la opción Keating-Evans como un hito importante en la decadencia de Occidente. Sin embargo, si se lleva adelante esa opción, la herencia occidental de Australia no quedará eliminada, y «el país afortunado» será un país permanentemente desgarrado, la «sucursal del imperio» que censuraba Paul Keating y, al mismo tiempo, la «nueva gentuza blanca de Asia», como la denominó desdeñosamente Lee Kuan Yew.46

Esto no era ni es un destino inevitable para Australia. Si se acepta su deseo de romper con Gran Bretaña, los líderes de Australia, en vez de definir su país como una potencia asiática, podrían definirlo como un país del Pacífico, como de hecho intentó hacer Robert Hawke, el predecesor de Keating como Primer ministro. Si Australia desea convertirse en una república separada de la Corona británica, se podría alinear con el primer país del mundo que hizo tal cosa, un país que como Australia es de origen británico, un país de inmigrantes, de dimensiones continentales, de habla inglesa, que ha sido su aliado en tres guerras y que cuenta con una población mayoritariamente europea, si bien con un incremento progresivo, como en Australia, de la población asiática. Culturalmente, los valores de la declaración de independencia del 4 de julio de 1776 sintonizan mucho mejor con los valores australianos que los de cualquier país asiático. Económicamente, en vez de intentar abrirse paso a la fuerza en un grupo de sociedades para las que es un país culturalmente extraño y que por esa razón lo rechazan, los líderes de Australia podían proponer una ampliación del NAFTA que lo convirtiera en un ordenamiento de Norteamérica y el Pacífico Sur (NASP) que incluyera a los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Tal agrupamiento reconciliaría cultura y economía y proporcionaría a Australia una identidad sólida y duradera que no provendría de esfuerzos vanos por convertir Australia en asiática.

El virus occidental y la esquizofrenia cultural. Mientras que los líderes de Australia se embarcaban en una búsqueda de Asia, los de otros países desgarrados —Turquía, México, Rusia— intentaban incorporar Occidente a sus sociedades y a sus sociedades a Occidente. Hasta 1995, ninguno de estos esfuerzos de redefinición cultural había tenido éxito. La experiencia histórica demuestra palmariamente la fuerza, poder de recuperación y viscosidad de las culturas autóctonas y su capacidad para renovarse y resistir, contener y absorber las importaciones occidentales. Los líderes imbuidos de la soberbia de pensar que pueden rehacer sus sociedades parecen destinados a fracasar. Aunque pueden introducir elementos de cultura occidental, son incapaces de suprimir o eliminar de forma definitiva los elementos fundamentales de su respectiva cultura autóctona. Por contra, el virus occidental, una vez que se ha introducido en una sociedad, es difícil de eliminar. El virus persiste, pero no es mortal; el paciente sobrevive, pero nunca está sano. Los líderes políticos pueden hacer historia, pero no pueden escapar a la historia. Generan países desgarrados; no crean sociedades occidentales. Contagian a su respectivo país una esquizofrenia cultural que acaba convirtiéndose en su característica constante y definitoria.

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