El Choque De Civilizaciones

Samuel P. Huntington

Capítulo 5
ECONOMÍA, DEMOGRAFÍA Y CIVILIZACIONES RIVALES

La indigenización y el renacimiento de la religión son fenómenos globales. Sin embargo, han sido muy evidentes en la autoafirmación cultural y las impugnaciones a Occidente procedentes de Asia y del islam. Estas han sido las civilizaciones dinámicas del último cuarto del siglo xx. El desafío islámico se manifiesta en el resurgimiento cultural, social y político generalizado del islam en el mundo musulmán y el correlativo rechazo de los valores e instituciones occidentales. El desafío asiático se manifiesta en todas las civilizaciones del este de Asia —sínica, japonesa, budista y musulmana— y subraya sus diferencias culturales respecto a Occidente y, a veces, los elementos comunes que comparten, a menudo identificados con el confucianismo. Tanto asiáticos como musulmanes subrayan la superioridad de sus culturas frente a la cultura occidental. En cambio, los pueblos de otras civilizaciones no occidentales —hindú, ortodoxa, latinoamericana, africana— pueden afirmar el carácter distintivo de sus culturas, pero hasta mediados de los años noventa dudaban a la hora de proclamar su superioridad respecto a la cultura occidental. Asia e islam se encuentran solos, y a veces juntos, en su cada vez más firme afirmación con respecto a Occidente.

Tras esos desafíos subyacen causas afines pero diferentes. La seguridad en sí mismos de los asiáticos se enraíza en el crecimiento económico; la de los musulmanes procede en una medida considerable de la movilización social y del crecimiento de la población. Cada uno de estos desafíos está teniendo, y seguirá teniendo en el siglo xxi, una repercusión muy desestabilizadora en la política mundial. Sin embargo, la naturaleza de dichas repercusiones difiere de forma importante. El desarrollo económico de China y otras sociedades asiáticas proporciona a sus gobiernos tanto los incentivos como los recursos para hacerse más exigentes en su trato con otros países. El crecimiento de la población en los países musulmanes, y particularmente la expansión del grupo de edad entre los quince y veinticuatro años, proporciona adeptos para el fundamentalismo, el terrorismo, la sublevación y la emigración. El crecimiento económico fortalece a los gobiernos asiáticos; el crecimiento demográfico amenaza a los gobiernos musulmanes y a las sociedades no musulmanas.

La afirmación asiática

El desarrollo económico del este de Asia ha sido uno de los hechos más importantes que ha tenido lugar en el mundo en la segunda mitad del siglo xx. Este proceso comenzó en Japón en los años cincuenta, y durante algún tiempo se pensó que esa nación era la gran excepción: un país no occidental que se había modernizado con éxito y se había convertido en económicamente desarrollado. Sin embargo, el proceso de desarrollo económico se extendió a los «cuatro tigres» (Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur, Singapur) y después a China, Malaisia, Tailandia e Indonesia, y está prendiendo en Filipinas, la India y Vietnam. En muchos casos, estos países han mantenido durante una década al menos tasas medias de crecimiento anual entre el 8 y el 10 %, o más. Una expansión igualmente espectacular del comercio ha tenido lugar, primero entre Asia y el resto del mundo, y después dentro de Asia. Esta productividad económica asiática contrasta de forma palpable con el modesto crecimiento de las economías europea y estadounidense y con el estancamiento que se ha extendido por gran parte del resto del mundo.

Así, la excepción ya no es sólo Japón, sino, cada vez más, toda Asia. La identificación de riqueza con Occidente y de subdesarrollo con lo que no es Occidente no sobrevivirá al siglo xx. La velocidad de esta transformación ha sido arrolladora. Como ha señalado Kishore Mahbubani, a Gran Bretaña y los Estados Unidos les llevó cincuenta y ocho y cuarenta y siete años, respectivamente, doblar su renta per cápita, pero Japón lo hizo en treinta y tres años, Indonesia en diecisiete, Corea del Sur en once y China en diez. En la actualidad, como hemos visto, la segunda y la tercera economías del mundo son asiáticas. La economía china creció con índices anuales medios del 8 % durante la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa, y los «tigres» le seguían de cerca (véase la figura 5.1). La «zona económica china», declaró el Banco Mundial en 1993, se había convertido en el «cuarto polo de crecimiento» del mundo, junto con los Estados Unidos, Japón y Alemania. Probablemente, Asia, que en los años noventa contaba con la segunda y tercera mayores economías del mundo, para el año 2020 incluirá a cuatro de las cinco y siete de las diez economías más fuertes del planeta. La mayor parte de las economías más competitivas también serán, probablemente, asiáticas.1 Aun cuando el crecimiento económico asiático se estabilice antes y más repentinamente de lo esperado, las consecuencias del crecimiento que ya ha tenido lugar seguirán siendo trascendentales para Asia y el mundo.

El desarrollo económico del este asiático está alterando el equilibrio de poder entre Asia y Occidente, concretamente los Estados Unidos. Un desarrollo económico con éxito genera en quienes lo producen y se benefician de él un sentimiento de confianza y seguridad en sí mismos. Se supone que la riqueza, como el poder, es prueba de virtud, demostración de superioridad moral y cultural. A medida que han ido teniendo más éxito económicamente, los asiáticos del este no han dudado en subrayar la peculiaridad de su cultura y en pregonar la superioridad de sus valores y modo de vida en comparación con los de Occidente y otras sociedades. Las sociedades asiáticas son cada vez menos sensibles a las exigencias e intereses de los EE.UU. y cada vez más capaces de resistir a la presión procedente de los Estados Unidos u otros países occidentales.

Figura 5.1. El desafío económico: Asia y Occidente.

Fuente: Banco Mundial, World Tables 1995, 1991, Baltimore. Johns Hopkins University Press, 1995, 1991; Dirección General Presupuestaria, Contable y Estadística, R.O.C. Statistical Abstract of National Income, Taiwan Area, Republic of China, 1951-1995 (1995). Nota: Las representaciones de los datos se han construido a partir de promedios trienales compensados.

Un «renacimiento cultural», comentaba el embajador Tommy Koh en 1993, «está extendiéndose por» Asia. Supone una «creciente confianza en sí mismos», lo cual significa que los asiáticos «ya no consideran todo lo occidental o estadounidense como necesariamente lo mejor».2 Este renacimiento, potenciado por el éxito económico asiático, se manifiesta en la insistencia cada vez mayor, tanto en las identidades culturales distintivas de cada uno de los países asiáticos, como en aquellos elementos comunes de las culturas asiáticas que las distinguen de la cultura occidental. La importancia de este resurgir cultural queda patente en la cambiante interacción de las dos principales sociedades del este de Asia con la cultura occidental.

Cuando Occidente forzó su entrada en China y Japón a mediados del siglo xix, pequeñas minorías intelectuales en ambos países abogaban por el total rechazo de sus culturas tradicionales y la occidentalización en gran escala. Sin embargo, seguir ese camino no era ni justificable ni práctico. En ambos países, por consiguiente, las elites en el poder optaron por una estrategia reformista. Con la restauración Meiji, un grupo dinámico de reformadores llegó al poder en Japón; estudiaron y tomaron prestadas técnicas, prácticas e instituciones occidentales, y pusieron en marcha el proceso de la modernización japonesa. Pero lo hicieron de tal modo que se preservaran las esencias de la cultura japonesa tradicional, que en muchos aspectos contribuyó a la modernización e hizo posible el que, en los años treinta y cuarenta, Japón invocara los elementos de esa cultura, los remodelara y construyera sobre ellos para obtener apoyos en favor de su imperialismo, y para justificarlo. En China, por otro lado, la decadente dinastía Ching era incapaz de adaptarse con éxito a la influencia de Occidente. China fue derrotada, explotada y humillada por Japón y las potencias europeas. El derrumbamiento de la dinastía en 1910 fue seguido por la división, la guerra civil y la invocación de conceptos occidentales enfrentados por parte de líderes intelectuales y políticos chinos enfrentados: los tres principios de Sun Yat Sen de «nacionalismo, democracia y sustento del pueblo»; el liberalismo de Liang Ch'i-ch'ao; el marxismo-leninismo de Mao Tse-tung. A finales de los años cuarenta, los conceptos importados de la Unión Soviética se impusieron a los de Occidente —nacionalismo, liberalismo, democracia, cristianismo— y China se definió como una sociedad socialista.

En Japón, la derrota total en la segunda guerra mundial produjo una total disgregación cultural. «Ahora es muy difícil», comentaba en 1994 un occidental profundamente interesado en Japón, «que sepamos valorar la medida en que todo —religión, cultura, cada aspecto individual de la existencia mental de este país— estaba puesto al servicio de esa guerra. La pérdida de la guerra fue un verdadero choque para el sistema. En sus mentes, todo el asunto se convirtió en algo sin valor y fue desechado.»3 En su lugar, todo lo conectado con Occidente, y particularmente con los victoriosos Estados Unidos, llegó a ser considerado bueno y deseable. Así, Japón intentó emular a los Estados Unidos lo mismo que China emulaba a la Unión Soviética.

Para finales de los años setenta, el fracaso del comunismo en producir desarrollo económico y el éxito del capitalismo en Japón y cada vez más en otras sociedades asiáticas llevó a los nuevos líderes chinos a apartarse del modelo soviético. El derrumbamiento de la Unión Soviética una década después subrayó aún más los fallos de esa importación. Así, los chinos se enfrentaron al dilema de volverse hacia el oeste o bien volverse hacia el interior. Muchos intelectuales y algunos otros defendían una occidentalización general, una tendencia que alcanzó sus cumbres cultural y popular en la serie televisiva La elegía del río y con la diosa de la democracia erigida en la plaza de Tiananmen. Sin embargo, esta orientación occidental no disponía del apoyo de los pocos centenares de personas que contaban en Pekín, ni de los 800 millones de campesinos que vivían en el campo. La total occidentalización no era más práctica a finales del siglo xx que lo había sido a finales del siglo xix. Los líderes, en cambio, eligieron una nueva versión de Ti-Yong: capitalismo y participación en la economía mundial, por un lado, combinados con un autoritarismo político y un renovado interés por la cultura china tradicional, por el otro. En el lugar de la legitimidad revolucionaria del marxismo-leninismo, el régimen buscó la legitimidad de la productividad proporcionada por un desarrollo económico en efervescencia y la legitimidad nacionalista ofrecida por la invocación de las características distintivas de la cultura china. «El régimen posTiananmen», decía un comentarista, «ha adoptado con ansia el nacionalismo chino como una nueva fuente de legitimidad» y ha estimulado conscientemente el antiamericanismo para justificar su poder y su conducta.4 Así, está surgiendo un nacionalismo cultural chino, compendiado en las palabras de un líder de Hong Kong en 1994: «Nosotros los chinos nos sentimos nacionalistas, cosa que nunca antes nos sentimos. Somos chinos y estamos orgullosos de serlo». En China misma, a principios de los noventa, se manifestó un «deseo popular de volver a lo que es auténticamente chino, que a menudo es patriarcal, nativista y autoritario. En este resurgimiento histórico, la democracia está desacreditada, lo mismo que el leninismo, lo mismo que cualquier otra imposición extranjera.5

A principios del siglo xx, unos intelectuales chinos, de forma paralela a Weber pero con independencia de él, identificaban el confucianismo como la fuente del atraso chino. A finales del siglo xx, los líderes políticos chinos, de forma paralela a los estudiosos occidentales de las ciencias sociales, celebran el confucianismo como la fuente del progreso chino. En los años ochenta, el gobierno chino comenzó a promover el interés por el confucianismo, y algunos líderes del partido lo declararon «la parte principal» de la cultura china.6 Por supuesto, el confucianismo se convirtió además en objeto del entusiasmo de Lee Kuan Yew, quien lo consideraba fuente del éxito de Singapur y se convirtió en misionero de los valores confucionistas para el resto del mundo. En los años noventa, el gobierno taiwanés se declaró «el heredero del pensamiento confuciano», y el presidente Lee Teng-hui encontraba las raíces de la democratización de Taiwán en su «herencia cultural» china, que se remontaban a Kao Yao (siglo xxi a.C.), Confucio (siglo v a.C.) y Mencio (siglo iii a.C.).7 Ya deseen justificar el autoritarismo o la democracia, los líderes chinos buscan la legitimación en su cultura china común, no en conceptos occidentales importados.

El nacionalismo promovido por el régimen es un nacionalismo Han, lo cual ayuda a suprimir las diferencias lingüísticas, regionales y económicas entre el 90 % de la población china. Al mismo tiempo, subraya también las diferencias con las minorías étnicas no chinas que constituyen menos del 10 % de la población china, pero ocupan el 60 % de su territorio. Además proporciona una base para la oposición del régimen al cristianismo, sus organizaciones y su proselitismo, que quizá atraen al 5 % de la población y ofrecen una fe occidental alternativa para colmar el vacío dejado por el hundimiento del leninismo maoísta.

Mientras tanto en Japón, en los años ochenta, el éxito de su desarrollo económico, en contraste con los fracasos y «decadencia» percibidos en la economía y el sistema social estadounidenses, llevó a los japoneses a un desencanto cada vez mayor respecto a los modelos occidentales y a un convencimiento cada vez más profundo de que las fuentes de su éxito debían estar dentro de su propia cultura. La cultura japonesa que provocó el desastre militar en 1945, y por tanto debía ser rechazada, para 1985 había causado un triunfo económico, y, por tanto, podía ser aceptada. La mayor familiaridad de los japoneses con la sociedad occidental les condujo a «darse cuenta de que ser occidental no es mágicamente maravilloso en y por sí mismo. Destierran tal cosa de su sistema». Durante el apogeo del éxito económico de Japón, a finales de los ochenta, las virtudes japonesas eran saludadas en comparación con los vicios estadounidenses. Mientras que los japoneses de la restauración Meiji adoptaron la actitud de «desvincularse de Asia y unirse a Europa», el renacimiento cultural japonés de finales del siglo xx aprobaba una actitud de «distanciamiento respecto a Estados Unidos y acercamiento a Asia».8 Esta tendencia suponía, en primer lugar, una nueva identificación con las tradiciones culturales japonesas y una afirmación renovada de los valores de dichas tradiciones, y, en segundo lugar, algo más problemático: un esfuerzo por «asiatizar» Japón e identificarlo, pese a su civilización peculiar, con una cultura asiática común. Dada la medida en que tras la segunda guerra mundial Japón, a diferencia de China, se identificó con Occidente, y dado que Occidente, sean cuales sean sus fallos, no se derrumbó totalmente como la Unión Soviética, los motivos de Japón para rechazar a Occidente totalmente no han sido tan grandes, ni mucho menos, como los de China para distanciarse tanto del modelo soviético como del occidental. Por otro lado, el carácter único de la civilización japonesa, los recuerdos en otros países del imperialismo japonés y la importancia económica fundamental de los chinos en la mayoría de los demás países asiáticos significan también que para Japón será más fácil distanciarse de Occidente que armonizarse con Asia.9 Al reafirmar su propia identidad cultural, Japón subraya su carácter único y sus diferencias respecto a la cultura occidental y también respecto a las demás culturas asiáticas.

Al tiempo que chinos y japoneses encontraban un valor nuevo en sus propias culturas, también compartían un reafirmación más amplia del valor de la cultura asiática comparada de forma general con la de Occidente. La industrialización y el crecimiento que la acompañó han provocado en los años ochenta y noventa la formulación por parte de los asiáticos del este de lo que propiamente se podría denominar la afirmación asiática. Este conjunto de actitudes tiene cuatro componentes principales.

En primer lugar, los asiáticos creen que el este asiático se está desarrollando económicamente de forma rápida, pronto superará a Occidente en producción económica y, por tanto, será cada vez más poderoso en los asuntos mundiales con respecto a Occidente. El crecimiento económico estimula entre las sociedades asiáticas una sensación de poder y una seguridad en sí mismas acerca de su capacidad para hacer frente a Occidente. «Los días en que los Estados Unidos estornudaban y Asia se resfriaba han pasado», declaraba en 1993 un importante periodista japonés, y un funcionario malaisio añadía a la metáfora médica que «ni siquiera una fiebre alta en Estados Unidos hará toser a Asia». Los asiáticos, decía otro líder asiático, están «al final de la era de temor reverencial y al comienzo de la era de la réplica» en sus relaciones con los Estados Unidos. «La prosperidad cada vez mayor de Asia», declaraba el vicePrimer ministro de Malaisia, «significa que ahora está en situación de ofrecer alternativas serias a los ordenamientos políticos, sociales y económicos dominantes a escala mundial.»10 Significa además, afirman los asiáticos del este, que Occidente está perdiendo rápidamente su capacidad de forzar a las sociedades asiáticas a plegarse a los criterios occidentales concernientes a los derechos humanos y otros valores.

En segundo lugar, los asiáticos creen que este éxito económico es en gran medida fruto de la cultura asiática, que es superior a la de Occidente, cultural y socialmente decadente. Durante los excitantes días de los años ochenta, cuando la economía japonesa, sus exportaciones, balanza comercial y reservas de divisas extranjeras estaban en auge, los japoneses, como los saudíes antes que ellos, se jactaban de su nuevo poder económico, hablaban despreciativamente de la decadencia de Occidente y atribuían su éxito y los fracasos occidentales a la superioridad de su cultura y a la decadencia de la occidental. A principios de los años noventa, el triunfalismo asiático fue expresado nuevamente en lo que sólo se puede describir como la «ofensiva cultural de Singapur». A partir de Lee Kuan Yew, los líderes de Singapur pregonaban el ascenso de Asia con relación a Occidente y contrastaban las virtudes de la cultura asiática (básicamente confuciana) responsables de este éxito —orden, disciplina, responsabilidad familiar, trabajo duro, colectivismo, moderación— con los excesos, indolencia, individualismo, crimen, educación inferior, falta de respeto a la autoridad y «anquilosamiento mental», responsables de la decadencia de Occidente. Para competir con Oriente, se afirmaba, los Estados Unidos «deben poner en tela de juicio sus presupuestos fundamentales acerca de sus ordenamientos sociales y políticos y, a la vez, aprender una cosa o dos de las sociedades del este asiático».11

Para los asiáticos orientales, el éxito del este asiático es de forma particular el resultado de la insistencia cultural asiático-oriental en la colectividad más que en el individuo. «[L]a mayoría de los valores y prácticas colectivos de los asiáticos del este —de Japón, Corea, Taiwán, Hong-Kong y Singapur— han demostrado ser claros factores positivos en el proceso de recuperar el terreno perdido», afirma Lee Kuan Yew. «Los valores que la cultura asiático-oriental mantiene, tales como la primacía de los intereses del grupo sobre los del individuo, apoyan el esfuerzo de la totalidad del grupo, necesario para desarrollarse rápidamente.» «La ética laboral de japoneses y coreanos, hecha de disciplina, lealtad y diligencia», coincide el Primer ministro de Malaisia, «ha servido de fuerza motriz para el desarrollo económico y social de sus respectivos países. Esta ética laboral ha nacido de la doctrina de que el grupo y el país son más importantes que el individuo.»12

En tercer lugar, aun reconociendo las diferencias entre sociedades y civilizaciones asiáticas, los asiáticos del este sostienen que también existen importantes elementos comunes a todas ellas. Entre éstos es fundamental, decía un disidente chino, «el sistema de valores del confucianismo —honrado por la historia y compartido por la mayoría de los países de la región—», particularmente su insistencia en la frugalidad, la familia, el trabajo y la disciplina. Igualmente importante es el común rechazo del individualismo y la vigencia de un autoritarismo «suave» o bien de formas muy limitadas de democracia. Las sociedades asiáticas tienen intereses comunes frente a Occidente a la hora de defender estos valores distintivos y promocionar sus propios intereses económicos. Los asiáticos afirman que esto requiere el desarrollo de nuevas formas de cooperación dentro de Asia, tales como la expansión de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático y la creación de la Conferencia Económica del este de Asia. Aunque el interés económico inmediato de las sociedades asiático-orientales sea mantener el acceso a los mercados occidentales, es probable que a largo plazo prevalezca el regionalismo económico, y por tanto el este de Asia debe promover cada vez más el comercio y la inversión dentro de Asia.13 En particular, es necesario que Japón, como líder del desarrollo asiático, abandone su histórica «política de desasiatización y prooccidentalización» y siga «una senda de reasiatización» o, más ampliamente, promueva «la asiatización de Asia», una vía apoyada por funcionarios de Singapur.14

En cuarto lugar, los asiáticos del este sostienen que el desarrollo y los valores asiáticos son modelos que otras sociedades no occidentales deberían emular en sus esfuerzos por ponerse a la altura de Occidente, y que Occidente debería adoptar a fin de renovarse. El «modelo de desarrollo anglosajón, tan reverenciado a lo largo de las pasadas cuatro décadas como el mejor medio de modernizar las economías de las naciones en vías de desarrollo y de construir un sistema político viable, no funciona», alegan los asiáticos del este. El modelo del este asiático está ocupando su lugar, conforme países que van desde México y Chile a Irán y Turquía y las antiguas repúblicas soviéticas intentan ahora aprender de su éxito, lo mismo que las generaciones anteriores intentaron aprender del éxito occidental. Asia debe «transmitir al resto del mundo estos valores asiáticos que son de validez universal. (...) la transmisión de este ideal significa la exportación del sistema social de Asia, del este de Asia en particular». Es necesario que Japón y otros países asiáticos promuevan «el universalismo del Pacífico», que «universalicen Asia» y, por tanto, que «configuren decisivamente el carácter del nuevo orden mundial».15

Las sociedades poderosas son universalistas; las sociedades débiles son particularistas. La creciente confianza del este asiático en sí mismo ha originado un universalismo asiático emergente comparable al que ha sido característico de Occidente. «Los valores asiáticos son valores universales. Los valores europeos son valores europeos», afirmó el Primer ministro Mahathir ante los jefes de gobierno europeos en 1996.16 Unido a esto va también un «occidentalismo» asiático que representa a Occidente prácticamente del mismo modo uniforme y negativo en que, se dice, el orientalismo occidental representó en otro tiempo a Oriente. Para los asiáticos del Este, la prosperidad económica es prueba de superioridad moral. Si en algún momento la India sustituye al este asiático como la región del mundo con desarrollo económico más rápido, el mundo debe estar preparado para amplias disquisiciones sobre la superioridad de la cultura hindú, las aportaciones del sistema de castas al desarrollo económico y cómo, al volver a sus raíces y superar el adormecedor legado occidental dejado por el imperialismo británico, la India alcanzó finalmente su lugar propio en la categoría más alta de las civilizaciones. La afirmación cultural sigue al éxito material; el poder duro genera poder suave.

El Resurgimiento islámico

Mientras los asiáticos se iban mostrando cada vez más seguros de sí mismos como resultado del desarrollo económico, numerosos musulmanes estaban volviendo simultáneamente hacia el islam como fuente de identidad, sentido, estabilidad, legitimidad, desarrollo, poder y esperanza, esperanza compendiada en el eslogan «El islam es la solución». Este Resurgimiento* islámico, con toda su extensión y profundidad, es la última fase del reajuste de la civilización islámica ante Occidente, un esfuerzo por encontrar la «solución», no en las ideologías occidentales, sino en el islam. Encarna la aceptación de la modernidad, el rechazo de la cultura occidental y el renovado interés por el islam como la guía cultural, religiosa, social y política para la vida en el mundo moderno. Como explicaba en 1994 un alto funcionario saudí, «"Las importaciones extranjeras" están bien cuando se trata de "cosas" brillantes o de tecnología de vanguardia. Pero las instituciones sociales y políticas intangibles importadas de otros lugares pueden ser malísimas —que se lo pregunten al sah de Irán—. (...) El islam para nosotros no es simplemente una religión, sino un modo de vida. Los saudíes queremos modernizarnos, pero no occidentalizarnos necesariamente».17

El Resurgimiento islámico es el esfuerzo de los musulmanes por alcanzar esta meta. Es un amplio movimiento intelectual, cultural, social y político extendido por todo el mundo islámico. El «fundamentalismo» islámico, normalmente concebido como islam político, es sólo un elemento en el renacimiento mucho más extenso de ideas, prácticas y retórica islámicas, y de la entrega renovada al islam por parte de las poblaciones musulmanas. El Resurgimiento es moderado, no extremista; y está generalizado, no aislado.

El Resurgimiento ha afectado a los musulmanes de todos los países y a la mayoría de los aspectos de la sociedad y la política en la mayor parte de los países musulmanes. «Los signos de un despertar islámico en la vida personal», ha escrito John L. Esposito,

son muchos: mayor atención a la observancia religiosa (asistencia a la mezquita, oración, ayuno), proliferación de programas y publicaciones religiosos, mayor insistencia en el atuendo y los valores islámicos, la revitalización del sufismo (misticismo). Esta renovación con base más amplia ha ido acompañada también por la reafirmación del islam en la vida pública: aumento de los gobiernos, organizaciones, leyes, bancos, servicios de asistencia social e instituciones educativas de orientación islámica. Tanto los gobiernos como los movimientos de oposición se han vuelto al islam para incrementar su autoridad y recibir el apoyo popular... La mayoría de los dirigentes y los gobiernos, incluso en Estados más laicos como Turquía y Túnez, al darse cuenta de la fuerza potencial del islam, han mostrado una sensibilidad y una inquietud cada vez mayores acerca de las cuestiones islámicas.

En términos parecidos, otro distinguido investigador del islam, Ali E. Hillal Dessouki, cree que el Resurgimiento lleva aparejados esfuerzos por restablecer el derecho islámico en lugar del derecho occidental, un mayor uso del lenguaje y el simbolismo religioso, la expansión de la educación islámica (manifestada en la multiplicación de las escuelas islámicas y en la islamización de los currículos en las escuelas estatales), mayor adhesión a los códigos islámicos de conducta social (por ej., el velo femenino, la abstinencia de alcohol) y una mayor participación en las prácticas religiosas, control de la oposición a los gobiernos laicos en las sociedades musulmanas por parte de grupos islámicos y esfuerzos cada vez más amplios por desarrollar la solidaridad internacional entre Estados y sociedades islámicos.18La revancha de Dios es un fenómeno universal, pero Dios, o más bien Alá, ha hecho más generalizada y cumplida su venganza en la ummah, la comunidad del islam.

En su manifestación política, el Resurgimiento islámico guarda cierta semejanza con el marxismo: textos escritos sagrados, una visión de la sociedad perfecta, interés en un cambio fundamental, rechazo de las potencias que existen y del Estado nacional, y una diversidad doctrinal que va del reformista moderado al revolucionario violento. Sin embargo, una analogía más útil es la Reforma protestante. Ambas son reacciones frente al estancamiento y la corrupción de instituciones existentes; abogan por una vuelta a una forma de su religión más pura y exigente; predican el trabajo, el orden y la disciplina; y apelan a la dinámica y emergente gente de clase media. Ambas son, además, movimientos complejos, con tendencias diversas, pero dos principales, luteranismo y calvinismo, fundamentalismo chiíta y sunnita, e incluso ofrecen un paralelo entre Calvino y el ayatolá Jomeini y la disciplina monástica que ambos intentaron imponer en sus sociedades. El espíritu central tanto de la Reforma como del Resurgimiento es una reforma fundamental. «La Reforma debe ser universal», declaraba un ministro puritano, «...reformar todos los lugares, a todas las personas y vocaciones; reformar los tribunales de justicia, a los magistrados inferiores... Reformar las universidades, reformar las ciudades, reformar los países, reformar las escuelas de educación primaria, reformar el sabbath, reformar las ordenanzas, el culto divino.» En términos parecidos, declara al-Turabi, «este despertar es global: no afecta simplemente a la piedad individual; no es simplemente intelectual y cultural, ni simplemente político. Es todas estas cosas, una reconstrucción global de la sociedad de arriba abajo».19 Ignorar la influencia del Resurgimiento islámico en la política del hemisferio este a finales del siglo xx equivale a ignorar la influencia de la Reforma protestante en la política europea a finales del siglo xvi.

El Resurgimiento difiere de la Reforma en un aspecto clave. La influencia de ésta quedó limitada principalmente al norte de Europa; hizo pocos progresos en España, Italia, el este de Europa y los territorios de los Habsburgo en general. El Resurgimiento, en cambio, ha tocado a casi todas las sociedades musulmanas. A partir de los años setenta, los símbolos, creencias, prácticas, instituciones, directrices y organizaciones islámicas cobraron un interés y un apoyo cada vez mayores en un mundo musulmán de más 1.000 millones de personas, que se extiende desde Marruecos a Indonesia y desde Nigeria a Kazajstán. La islamización tendía a darse primero en el ámbito cultural y después a pasar a las esferas social y política. Los líderes intelectuales y políticos, la favorecieran o no, no podían ni ignorarla ni evitar adaptarse a ella de una manera u otra. Las generalizaciones dogmáticas son siempre peligrosas y a menudo erróneas. Sin embargo, hay una que parece justificada. En 1995, todo país con una población predominantemente musulmana, excepto Irán, era más islámico e islamista, cultural, social y políticamente, que quince años antes.20

En la mayoría de los países, un elemento fundamental de la islamización fue el desarrollo de una organización social islámica y el control de organizaciones ya existentes por parte de grupos islámicos. Los islamistas prestaban una atención particular a establecer escuelas islámicas y a extender la influencia islámica en las escuelas estatales. En efecto, en la «sociedad civil» islámica aparecieron grupos islámicos que duplicaban, superaban y a menudo sustituían en sus objetivos y actividad a las instituciones, frecuentemente frágiles de la sociedad civil laica. En Egipto, a principio de los años noventa, las organizaciones islámicas habían desarrollado una vasta red de organizaciones que, llenando un vacío dejado por el gobierno, proporcionaban servicios sanitarios, asistenciales, educacionales y de otros tipos a un gran número de pobres de Egipto. Tras el terremoto de 1992 en El Cairo, estas organizaciones «estaban en las calles a las pocas horas, repartiendo comida y mantas, mientras los esfuerzos de ayuda del gobierno no acababan de llegar». En Jordania, la Hermandad Musulmana siguió conscientemente el criterio de crear la «infraestructura [social y cultural] de una república islámica» y, a principios de los años noventa, en este pequeño país de 4 millones de habitantes, estaba funcionando un gran hospital, veinte clínicas, cuarenta escuelas islámicas y 120 centros de estudio coránicos. Al lado, en Cisjordania y Gaza, las organizaciones islámicas establecieron y dirigieron «sindicatos estudiantiles, organizaciones juveniles y asociaciones religiosas, sociales y educativas», entre ellas centros docentes que iban desde guarderías a una universidad islámica, clínicas, orfanatos, una residencia de ancianos y un sistema de jueces y árbitros islámicos. Las organizaciones islámicas se difundieron por toda Indonesia en los años setenta y ochenta. A principios de los ochenta, la mayor de ellas, la Muhhammadijah, contaba con 6 millones de miembros, constituía un «Estado asistencial religioso dentro del Estado laico», y proporcionaba a todo el país servicios «de la cuna a la tumba» mediante una compleja red de escuelas, clínicas, hospitales e instituciones de rango universitario. En éstas y otras sociedades musulmanas, las organizaciones islamistas, excluidas de la actividad política, proporcionaban, sin embargo, servicios sociales comparables a los de las organizaciones políticas de los Estados Unidos a principios del siglo xx.21

Las manifestaciones políticas del Resurgimiento se han generalizado menos que sus manifestaciones sociales y culturales, pero siguen siendo el hecho político más importante en las sociedades musulmanas en el último cuarto del siglo xx. La extensión y composición del apoyo político a los movimientos islamistas ha variado de un país a otro. Sin embargo, existen ciertas tendencias generales. Por lo común, estos movimientos no reciben mucho apoyo de las elites rurales, los campesinos y la gente mayor. Sus adeptos participan mayoritariamente en los procesos de modernización y son producto de ellos. Son gente joven móvil y de orientación moderna, salida en gran parte de tres grupos.

Como ocurre con la mayoría de los movimientos revolucionarios, el elemento central lo han constituido estudiantes e intelectuales. En la mayoría de los países, la obtención por parte de los fundamentalistas del control de los sindicatos estudiantiles y de organizaciones semejantes fue la primera fase en el proceso de islamización política. En las universidades, el «avance decisivo» islamista tuvo lugar en los años setenta en Egipto, Paquistán y Afganistán, y después pasó a otros países musulmanes. El atractivo islamista era particularmente fuerte entre los estudiantes de institutos técnicos, facultades de ingeniería y departamentos de ciencias. En los años noventa, en Arabia Saudí, Argelia y otros lugares, «la indigenización de segunda generación» se iba manifestando en las proporciones cada vez mayores de estudiantes universitarios que eran educados en sus lenguas nacionales y, por tanto, estaban cada vez más expuestos a influencias islamistas.22 Además, los islamistas a menudo tenían un atractivo importante para las mujeres, y Turquía fue testigo de una gran lucha entre la generación más vieja, de mujeres laicistas, y sus hijas y nietas, de orientación islamista.23 Un estudio sobre los líderes radicales de los grupos islamistas egipcios descubrió que éstos poseían cinco características principales, que parecían ser típicas de los islamistas en otros países. Eran jóvenes, la mayor parte entre los veinte y los cuarenta años. El 80 % eran estudiantes universitarios o licenciados. Más de la mitad procedía de facultades de elite o de campos de especialización técnica muy exigentes intelectualmente, como la medicina y la ingeniería. Más del 70 % provenían de la clase media baja, «de orígenes modestos, pero no pobres», y eran la primera generación de su familia que recibía educación superior. Pasaron su infancia en ciudades pequeñas o zonas rurales, pero habían pasado a residir en grandes ciudades.24

Mientras que los estudiantes e intelectuales formaban los cuadros radicales y las fuerzas de choque de los movimientos islamistas, gente de la clase media urbana constituía la mayor parte de sus miembros activos. En cierta medida, éstos procedían de lo que a menudo se denomina grupos de clase media «tradicionales»: mercaderes, comerciantes, propietarios de pequeños negocios, bazaaris. Éstos desempeñaron un papel crucial en la Revolución iraní y proporcionaron un apoyo trascendental a los movimientos fundamentalistas en Argelia, Turquía e Indonesia. Sin embargo, en una medida aún mayor, los fundamentalistas pertenecían a los sectores más «modernos» de la clase media. Entre los activistas islamistas «probablemente hay un número desproporcionadamente alto de los jóvenes mejor educados y más inteligentes de sus respectivas poblaciones», entre ellos médicos, abogados, ingenieros, científicos, maestros y funcionarios.25

El tercer elemento clave del colectivo islamista eran los emigrantes recientes a las ciudades. En los años setenta y ochenta, las poblaciones urbanas crecieron a ritmos espectaculares en todo el mundo islámico. Hacinados en zonas de chabolas ruinosas y con frecuencia miserables, los emigrantes urbanos necesitaban los servicios sociales proporcionados por las organizaciones islamistas, y eran sus beneficiarios. Además, señala Ernest Gellner, el islam ofrecía «una identidad dignificada» a esas «masas recién desarraigadas». En Estambul y Ankara, El Cairo y Asyut, Argel y Fez, y en la franja de Gaza, los partidos islamistas organizaron y atrajeron con éxito a «los oprimidos y desposeídos». «La masa del islam revolucionario», afirmó Oliver Roy, es «un producto de la sociedad moderna... los recién llegados a la ciudad, los millones de campesinos que han triplicado las poblaciones de las grandes metrópolis musulmanas.»26

Para mediados de los años noventa, sólo en Irán y Sudán habían llegado al poder gobiernos declaradamente islamistas. Un pequeño número de países musulmanes, tales como Turquía y Paquistán, tenían regímenes con alguna pretensión de legitimidad democrática. Los gobiernos de los otros cuarenta países musulmanes eran mayoritariamente no democráticos: monarquías, sistemas de partido único, regímenes militares, dictaduras personales o una combinación de estas cosas, habitualmente apoyadas sobre la limitada base de una familia, clan o tribu y en algunos casos muy dependientes del apoyo extranjero. Dos regímenes, en Marruecos y Arabia Saudí, intentaban apelar a una forma de legitimación islámica. Sin embargo, la mayoría de estos gobiernos carecían de cualquier base que justificase su autoridad desde el punto de vista de los valores islámicos, democráticos o nacionalistas. Eran «regímenes de búnker», por usar la expresión de Clement Henry Moore, represivos, corruptos, alejados de las necesidades y aspiraciones de sus sociedades. Tales regímenes pueden mantenerse durante largos períodos de tiempo; no tienen por qué caer. En el mundo moderno, sin embargo, la probabilidad de que cambien o se derrumben es alta. A mediados de los años noventa, por consiguiente, una pregunta básica atañía a las alternativas probables: ¿quién o qué sería su sucesor? A mediados de los años noventa, en casi todos los países el régimen con más probabilidades de ser su sucesor era islamista.

Durante los años setenta y ochenta, una ola de democratización barrió el mundo, abarcando a varias docenas de países. Dicha ola tuvo una repercusión limitada en las sociedades musulmanas. Mientras que los movimientos democráticos iban ganando fuerza y llegaban al poder en el sur de Europa, Latinoamérica, la periferia del este de Asia y Europa Central, los movimientos islamistas iban cobrando fuerza simultáneamente en los países musulmanes. El islamismo era el sustituto funcional de la oposición democrática al autoritarismo en las sociedades cristianas, y derivada en gran parte de causas parecidas: movilización social, pérdida de legitimidad de actuación por parte de los regímenes autoritarios y un entorno internacional cambiante (en especial las subidas del precio del petróleo) que en el mundo musulmán estimuló las tendencias islamistas más que las democráticas. Los sacerdotes, pastores y grupos religiosos laicos desempeñaron papeles importantes en la oposición a regímenes autoritarios en sociedades cristianas, y los ulemas, los grupos establecidos en mezquitas y los islamistas desempeñaron papeles oposicionistas parecidos en los países musulmanes. El Papa fue fundamental para acabar con el régimen comunista en Polonia; el ayatolá para derrocar el régimen del sah en Irán.

En los años ochenta y noventa, los movimientos islamistas influían en la política, no controlando los gobiernos, sino dominando y a menudo monopolizando la oposición a los gobiernos. En parte, la fuerza de los movimientos islamistas era una variable dependiente de la debilidad de las fuentes alternativas de oposición. Los movimientos izquierdistas y comunistas habían quedado desacreditados y después seriamente socavados por el derrumbamiento de la Unión Soviética y del comunismo internacional. Los grupos de oposición liberal y democrática habían existido en la mayoría de las sociedades musulmanas, pero habitualmente quedaban limitados a cierto número de intelectuales y a otras personas con raíces o conexiones occidentales. Con tan sólo algunas excepciones ocasionales, los demócratas liberales eran incapaces de conseguir un apoyo popular constante en las sociedades musulmanas, y ni siquiera el liberalismo islámico conseguía echar raíces. «En una sociedad musulmana tras otra», dice Fouad Ajami, «escribir de liberalismo y de una tradición burguesa nacional es escribir obituarios de hombres que jugaron contra probabilidades imposibles y perdieron.»27 El fracaso generalizado de la democracia liberal, incapaz de arraigar en las sociedades musulmanas, es un fenómeno continuo y repetido durante toda una centuria a partir de finales del siglo xix. Dicho fracaso tiene su fuente, al menos parcialmente, en la naturaleza de la cultura y la sociedad islámica, inhóspita para los conceptos liberales occidentales.

El éxito de los movimientos islamistas a la hora de dominar la oposición y erigirse en la única alternativa viable a regímenes establecidos recibió además mucha ayuda de las actitudes de dichos regímenes. En un momento u otro durante la guerra fría, muchos gobiernos, entre ellos los de Argelia, Turquía, Jordania, Egipto e Israel, animaron y apoyaron a los islamistas porque eran contrarios a los movimientos comunistas o nacionalistas hostiles. Al menos hasta la guerra del Golfo, Arabia Saudí y otros Estados del Golfo proporcionaban grandes cantidades de dinero a la Hermandad Musulmana y a grupos islamistas de varios países. La capacidad de los grupos islamistas para dominar la oposición se vio incrementada además por la supresión por parte del gobierno de las oposiciones laicas. Por lo general, la fuerza fundamentalista variaba en proporción inversa a la de los partidos nacionalistas o democráticos laicos, y era más débil en países que, como Marruecos y Turquía, permitían cierto grado de competencia multipartidista, que en países que suprimían toda oposición.28 Sin embargo, la oposición laica es más vulnerable a la represión que la oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras instituciones musulmanas que el gobierno cree que no puede suprimir. Los demócratas liberales no tienen tal cobertura, y, por tanto, son más fácilmente controlados o eliminados por el gobierno.

En un esfuerzo por adelantarse al auge de las tendencias islamistas, los gobiernos difundieron en las escuelas controladas por el Estado la educación religiosa, que a menudo pasaba a estar dominada por maestros e ideas islamistas, e incrementaron su apoyo a la religión y a las instituciones educativas religiosas. Estas acciones eran en parte una prueba de la adhesión del gobierno al islam y, a través de su financiación, permitían aumentar el control gubernamental sobre las instituciones y la educación islámicas. Sin embargo, también tuvieron como resultado el que gran número de estudiantes y de otras personas fueran educadas en los valores islámicos, lo cual los hizo más proclives a los llamamientos islamistas, así como que activistas titulados continuaran trabajando en favor de objetivos islamistas.

La fuerza del Resurgimiento y el atractivo de los movimientos islamistas indujo a los gobiernos a promover instituciones y prácticas islámicas, y a incorporar símbolos y prácticas islámicas a su régimen. En el plano más general, esto significaba afirmar o reafirmar el carácter islámico de su Estado y sociedad. En los años setenta y ochenta, los líderes políticos se apresuraban a identificar sus regímenes y a sí mismos con el islam. El rey Hussein de Jordania, convencido de que los gobiernos laicos tenían poco futuro en el mundo árabe, hablaba de la necesidad de crear una «democracia islámica» y un «islam modernizador». El rey Hassan de Marruecos subrayaba su descendencia del Profeta y su papel como «caudillo de los creyentes». El rey de Brunei, que anteriormente no se había significado por sus prácticas islámicas, se hizo «cada vez más devoto» y definía su régimen como una «monarquía musulmana malaya». Ben Ali, en Túnez, empezó a invocar a Alá con regularidad en sus discursos y «se envolvió en el manto del islam» para refrenar el creciente atractivo de los grupos islámicos.29 A principios de los años noventa, Suharto adoptó explícitamente el criterio de hacerse «más musulmán». En Bangladesh, el principio de «laicismo» fue eliminado de la Constitución a mediados de los años setenta, y a principios de los noventa la identidad laica y kemalista de Turquía era sometida, por primera vez, a un desafío serio.30 Para subrayar su adhesión islámica, los líderes del gobierno —Özal, Suharto, Karimov— acudieron apresuradamente a su hajh.

Los gobiernos de países musulmanes también tomaron medidas para islamizar el derecho. En Indonesia, los conceptos y prácticas legales islámicos han sido incorporados al sistema legal laico. En cambio Malaisia, haciéndose eco de su importante población no musulmana, promovió la elaboración de dos sistemas legales separados, uno islámico y otro laico.31 En Paquistán, durante el régimen del general Zia ul-Haq, se hicieron importantes esfuerzos por islamizar el derecho y la economía. Se introdujeron penas islámicas, se estableció un sistema de tribunales de la shari'a, y ésta fue declarada ley suprema del país.

El Resurgimiento islámico es a la vez producto de la modernización y esfuerzo por enfrentarse a ella. Sus causas subyacentes son las responsables, por lo general, de las tendencias a la indigenización en las sociedades no occidentales: urbanización, movilización social, niveles más altos de alfabetización y educación, comunicación más intensa y consumo de medios de comunicación, y mayor interacción con Occidente y otras culturas. Estas nuevas circunstancias socavan los vínculos tradicionales de la aldea y del clan y provocan alienación y crisis de identidad. Los símbolos, adhesiones y creencias islamistas satisfacen estas necesidades psicológicas; y las organizaciones benéficas islamistas satisfacen a su vez las necesidades sociales, culturales y económicas de los musulmanes atrapados en el proceso de modernización. El Resurgimiento es además una reacción ante la influencia de Occidente. Habiéndoles fallado las soluciones occidentales, los musulmanes sintieron la necesidad de volver a sus raíces y de confiar en que las ideas, prácticas e instituciones islámicas proporcionen el rumbo y el motor de la modernización. Este alejamiento respecto a Occidente se vio incrementado aún más por la interacción más intensa con Occidente, que hizo más patentes aún las diferencias en valores e instituciones entre las dos civilizaciones. El Resurgimiento es una reacción contra la occidentalización, no contra la modernización.32

El renacimiento islámico, se ha dicho, fue también «producto del poder y prestigio en decadencia de Occidente... Conforme Occidente renunciaba a un ascendiente total, sus ideales e instituciones perdían lustre». Más concretamente, el Resurgimiento fue estimulado y alimentado por el «boom» del petróleo de los años setenta, que incrementó enormemente la riqueza y el poder de muchas naciones musulmanas y les permitió invertir las relaciones de dominio y subordinación que habían existido con Occidente. Como dijo en aquel momento John B. Kelly, «Los saudíes, indudablemente, han de encontrar una doble satisfacción en infligir castigos humillantes a los occidentales; pues éstos no son sólo expresión del poder e independencia de Arabia Saudí, sino que además demuestran, pues a ello van encaminados, su desprecio por la cristiandad y la primacía del islam». Las acciones de los Estados musulmanes productores de petróleo, «si se sitúan en su marco histórico, religioso, racial y cultural, equivalen nada menos que a un atrevido intento de someter al Occidente cristiano a la condición de tributario del Oriente musulmán».33 Los gobiernos saudí y libio, entre otros, usaron las riquezas obtenidas del petróleo para estimular y financiar el renacimiento musulmán, y la opulencia musulmana llevó a los musulmanes a pasar de la fascinación por la cultura occidental a una profunda adhesión a la suya propia y a una disposición a afirmar el puesto e importancia del islam en las sociedades no islámicas. Lo mismo que la opulencia occidental se había considerado anteriormente la prueba de la superioridad de la cultura occidental, la opulencia debida al petróleo se consideraba la prueba de la superioridad del islam.

El impulso proporcionado por los aumentos del precio del petróleo se desvaneció en los años ochenta, pero el crecimiento demográfico proporcionó una fuerza motriz constante. Si el ascenso del este asiático lo han provocado los espectaculares índices de crecimiento económico, el Resurgimiento del islam se debe a los índices igualmente espectaculares de crecimiento demográfico. La expansión demográfica en los países islámicos, particularmente en los Balcanes, el norte de África y Asia Central, ha sido significativamente mayor que los de los países vecinos y los del mundo en general. Entre 1965 y 1990 el número total de habitantes del planeta creció de 3.300 a 5.300 millones, una tasa de crecimiento anual del 1,85 %. En las sociedades musulmanas, los índices de crecimiento casi siempre estaban por encima del 2,0 %, a menudo superaban el 2,5 % y a veces estaban por encima del 3,0%. Entre 1965 y 1990, por ejemplo, la población del Magreb aumentó a un ritmo del 2,65 % al año, de 29,8 millones a 59 millones. En ese período los argelinos se multiplicaron a un ritmo anual del 3,0%. Durante estos mismos años, el número de egipcios creció a un ritmo del 2,3 %, de 29,4 millones a 52,4 millones. En Asia Central, entre 1970 y 1993, las poblaciones crecieron a ritmos del 2,9% en Tadzjikistán, del 2,6 % en Uzbekistán, del 2,5 % en Turkmenistán, del 1,9 % en Kirguizistán, pero sólo del 1,1 % en Kazajstán, cuya población es rusa casi en un 50%. Paquistán y Bangladesh tuvieron índices de crecimiento demográfico que superaban el 2,5 % al año, mientras que el de Indonesia estaba por encima del 2,0 % anual. Como dijimos, en 1980 los musulmanes en conjunto constituían quizá el 18 % de la población del mundo y es probable que sean el 20 % en el 2000 y el 31 % en el 2025.34

Las tasas de incremento de población en el Magreb y en otros lugares han alcanzado su máximo y están empezando a declinar, pero el crecimiento en números absolutos continuará siendo cuantioso, y los efectos de dicho crecimiento se dejarán sentir durante la primera mitad del siglo xxi. En los años venideros, las poblaciones musulmanas serán desproporcionadamente jóvenes, con un notable aumento demográfico de personas adolescentes y veinteañeras (figura 5.2). Además, la gente de este grupo de edad será en su mayoría urbana y tendrá al menos educación secundaria. Esta combinación de tamaño y movilización social tiene tres importantes consecuencias políticas.

En primer lugar, los jóvenes son los protagonistas de las protestas, la inestabilidad, las reformas y las revoluciones. Históricamente, la existencia de gran número de jóvenes ha tendido a coincidir con tales movimientos. «La Reforma protestante», se ha dicho, «es un ejemplo de uno de los movimientos juveniles destacados de la historia.» El crecimiento demográfico, ha sostenido de forma persuasiva Jack Goldstone, fue un factor fundamental en las dos olas revolucionarias que se dieron en Eurasia a mediados del siglo xvii y a finales del xviii.35 Una expansión notable de la proporción de jóvenes en los países occidentales coincidió con la «era de la revolución democrática» en las últimas décadas del siglo xviii. En el siglo xix, la industrialización con éxito y la emigración redujeron la repercusión política de las poblaciones jóvenes en las sociedades europeas. Sin embargo, los porcentajes de jóvenes aumentaron de nuevo en los años veinte del siglo xx, proporcionando adeptos a movimientos fascistas y extremistas de otro tipo.36 Cuatro décadas más tarde, la generación de la explosión demográfica que siguió a la segunda guerra mundial se significó políticamente en las manifestaciones y protestas de los años sesenta.

figura 5.2. El desafío demográfico: el islam, Rusia y Occidente.

Fuente: Naciones Unidas, Servicio de Población, Departamento de Información Económica y Social y Análisis Político, World Population Prospects, The 1994 Revision, Nueva York, Naciones Unidas, 1995; Naciones Unidas, Departamento de Información Económica y Social y Análisis Político, Sex and Age Distribution of the World Populations, The 1994 Revision, Nueva York, Naciones Unidas, 1994.

La juventud del islam ha dejado su huella en el Resurgimiento islámico. Cuando el Resurgimiento se puso en marcha en los años setenta y acumuló presión en los ochenta, la proporción de jóvenes (esto es, los de edades comprendidas entre los quince y veinticuatro años) en los principales países musulmanes creció significativamente y comenzó a superar el 20 % de la población total. En muchos países musulmanes, la curva ascendente de los jóvenes alcanzó su máximo en los años setenta y ochenta; en otros países, se alcanzará a principios del siglo próximo (tabla 5.1). Los máximos reales o proyectados en todos estos países, con una sola excepción, están por encima del 20 %; el máximo estimado de Arabia Saudí en la primera década del siglo xxi es ligeramente inferior a ese porcentaje. De estos jóvenes salen los adeptos de organizaciones islamistas y movimientos políticos. Quizá no sea del todo una coincidencia el hecho de que la proporción de jóvenes en la población iraní creciera espectacularmente en los años setenta, alcanzando el 20 % en la segunda mitad de esa década, y que la Revolución iraní tuviera lugar en 1979, o que esta cota se alcanzara en Argelia a principios de los años noventa, precisamente cuando el FIS islamista iba ganando apoyo popular y anotándose victorias electorales. En el aumento de los jóvenes musulmanes se produjeron también variaciones regionales potencialmente importantes (figura 5.3). Aunque los datos se deben manejar con prudencia, las proyecciones indican que las proporciones de jóvenes bosnia y albanesa declinarán acusadamente con el cambio de siglo, lo que podría, bien facilitar la paz en la antigua Yugoslavia, bien provocar más violencia serbia o croata contra los musulmanes. La tasa de jóvenes, por otra parte, seguirá siendo alta en los Estados del Golfo. En 1988, el príncipe Abdullah, heredero de la corona de Arabia Saudí, dijo que la mayor amenaza para su país era el ascenso del fundamentalismo islámico entre sus jóvenes.37 Según estas proyecciones, dicha amenaza persistirá hasta bien entrado el siglo xxi.

Tabla 5.1. Aumento de la juventud en los países musulmanes.

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1970-1979 1980-1989 1990-1999 2000-2009 2010-2019

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Bosnia Albania Irak Arabia Saudí Omán

Bahrein Yemen Jordania Kuwait Libia

EAU Turquía Marruecos Siria Afganistán

Irán Túnez Bangladesh Argelia

Egipto Paquistán Indonesia

Kazajstán Malaisia

Kirguizistán

Tadzjikistán

Turkmenistán

Azerbaiyán

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Décadas en las que el grupo de edad entre 15 y 24 años ha alcanzado su máximo, o se espera que lo alcance, como proporción de la población total.

Fuente: véase figura 5.2.

En los principales países árabes (Argelia, Egipto, Marruecos, Siria, Túnez), el número de personas con poco más de veinte años en búsqueda de empleo crecerá hasta aproximadamente el año 2010. Comparados con 1990, las incorporaciones al mercado laboral aumentarán un 30 % en Túnez, aproximadamente un 50 % en Argelia, Egipto y Marruecos, y en más de un cien por cien en Siria. La rápida expansión de la alfabetización en las sociedades árabes también produce un distanciamiento entre la generación alfabetizada más joven y una generación mayor, en gran parte analfabeta, y, así, es probable que una «disociación entre conocimiento y poder» «exija a los sistemas políticos un gran esfuerzo».38

figura 5.3. Aumento de la juventud musulmana por regiones.

Fuente: Naciones Unidas, Servicio de Población, Departamento de Información Económica y Social y Análisis Político, World Population Prospects, The 7994 Revision, Nueva York, Naciones Unidas, 1995; Naciones Unidas, Departamento de Información Económica y Social y Análisis Político, Sex and Age Distribution of the World Populations, The 1994 Revision, Nueva York, Naciones Unidas, 1994.

Las poblaciones mayores necesitan más recursos, y, por tanto, la gente de sociedades con poblaciones densas y/o en crecimiento rápido tiende a presionar hacia el exterior, a ocupar territorios y a ejercer presión sobre otros pueblos demográficamente menos dinámicos. Así, el crecimiento de la población islámica es una factor importante que contribuye a los conflictos entre los musulmanes y otros pueblos a lo largo de las fronteras del mundo islámico. La presión de la población, combinada con un estancamiento económico, fomenta la emigración musulmana a sociedades occidentales y a otras no musulmanas, convirtiendo la inmigración en un problema en estas sociedades. La yuxtaposición de un pueblo en rápido crecimiento perteneciente a una cultura y otro pueblo estancado o de crecimiento lento perteneciente a una cultura distinta genera presiones en favor de reajustes económicos y políticos en ambas sociedades. En los años setenta, por ejemplo, el equilibrio demográfico en la antigua Unión Soviética cambió radicalmente, al aumentar los musulmanes en un 24 % mientras los rusos crecían un 6,5 %, lo que causó gran inquietud entre los líderes comunistas de Asia Central; y el 26 % de aumento de los chechenos durante los años ochenta no facilitó sus relaciones con los rusos.39 Así mismo, el rápido crecimiento de las cifras de albaneses no tranquiliza a serbios, griegos ni italianos. Los israelíes están preocupados por las altas tasas de crecimiento de los palestinos, y España, con una población que crece a un ritmo inferior a una quinta parte de un 1 % al año, se enfrenta inquieta a sus vecinos del Magreb, con poblaciones que crecen a una velocidad más de diez veces superior, y cuyo PNB per cápita es aproximadamente una décima parte del suyo.

Desafíos cambiantes

Ninguna sociedad puede mantener indefinidamente un índice de crecimiento económico de dos dígitos, y la expansión económica asiática se estabilizará en algún momento a principios del siglo xxi. Los índices del crecimiento económico japonés cayeron de forma importante a mediados de los años setenta y después no fueron significativamente más altos que los de los Estados Unidos y los países europeos. Uno a uno, los restantes Estados del «milagro económico» asiático verán declinar sus tasas de crecimiento, aproximándose a los niveles «normales» mantenidos en economías complejas. Así mismo, ningún renacimiento religioso o movimiento cultural dura indefinidamente, y en algún momento el Resurgimiento islámico remitirá y se desvanecerá en la historia. Esto es más probable que suceda cuando el impulso demográfico que lo anima se debilite en la segunda y tercera décadas del siglo xxi. En ese tiempo, las filas de activistas, guerreros y emigrantes disminuirán, y las altas cotas de conflicto dentro del islam y entre los musulmanes y otros pueblos (véase el capítulo 10) es probable que decrezcan. Las relaciones entre el islam y Occidente no se estrecharán, pero se harán menos conflictivas, y es probable que una situación de cuasiguerra (véase el capítulo 9) ceda el paso a una guerra fría o quizá incluso a una paz fría.

El desarrollo económico asiático dejará un legado de economías más complejas y ricas, con sustanciales compromisos internacionales, prósperas burguesías y clases medias bienestantes. Ello probablemente desembocará en unas políticas más pluralistas y, posiblemente, más democráticas que, sin embargo, no serán necesariamente más prooccidentales. En lugar de ello, este poder reforzado fomentará una constante afirmación asiática en los asuntos internacionales, así como esfuerzos para dirigir las tendencias globales de forma no siempre coincidente con Occidente y para reconfigurar las instituciones internacionales prescindiendo de los modelos y las normas occidentales. El Resurgimiento islámico, al igual que otros movimientos comparables, incluyendo la Reforma, dejará también importantes legados. Los musulmanes serán mucho más conscientes de lo que tienen en común y de lo que les distingue de los no musulmanes. La nueva generación de dirigentes musulmanes que asuma el poder en los próximos años no será necesariamente fundamentalista, pero estará mucho más comprometida con el islam que sus antecesores. La indigenización se verá reforzada. El Resurgimiento dejará una red de organizaciones sociales, culturales, económicas y políticas islamistas que impregnarán y trascenderán la sociedad. Habrá demostrado también que «el islam es la solución» a los problemas de moralidad, identidad, sentido y fe, pero no a los problemas de injusticia social, represión, atraso económico y debilidad militar. Estas insuficiencias podrían generar un amplio descontento con el islam político, así como una reacción en contra y una búsqueda de «soluciones» alternativas a estos problemas. Es concebible que pudieran emerger nacionalismos aún más intensamente antioccidentales, que culpasen a Occidente de los fracasos del islam. Alternativamente, si Malaisia e Indonesia continúan su progreso económico, podrían proporcionar un «modelo islámico» de desarrollo que compitiese con el modelo asiático y el occidental.

Sin embargo, durante las décadas venideras, el crecimiento económico asiático tendrá efectos profundamente desestabilizadores en el orden internacional, dominado por Occidente; además, si el desarrollo de China continúa, provocará un importante desplazamiento de poder entre las civilizaciones. Además, para entonces la India podría estar en medio de un rápido desarrollo económico y emerger como un actor influyente en los asuntos mundiales. Mientras tanto el crecimiento demográfico musulmán será una fuerza desestabilizadora tanto para las sociedades musulmanas como para sus vecinas. Las altas cifras de gente joven con estudios secundarios continuará impulsando el Resurgimiento islámico y promoverá la militancia, militarismo y emigración musulmanas. Por consiguiente, las décadas venideras verán el continuo resurgimiento de un poder y una cultura no occidentales y el choque de pueblos de civilizaciones no occidentales con Occidente y entre sí.

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